For an epistemology of the body: An approach from postmodern ethnography to the concept of ciné-trance. Analysis of the film Moi, un Noir (Rouch, France, 1958).

The concept of ciné-trance existed long before issues such as the crisis of representation or the concept of occult document were discussed within the ethnographical discipline. From a critical poststructuralist point of view I carry out a review of the conditions and implications of ciné-trance, establishing parallels between the postmodern understanding of visual ethnography and the technique of ciné-trance, both regarding the epistemology of the body. Finally, through the analysis of the film Moi, un Noir, I examine the implications within the aesthetics and the content of the ciné-trance technique. My thesis is that the use of ciné-trance and the epistemology of the body allow the complex and unfinished identity construction processes to show through the film, rather than representing ethnographic objects and subjects as complete and consistent.

Keywords: Jean Rouch, ciné-trance, Moi, un Noir, epistemology of the body, postmodern ethnography.


Author:
Natalia Möller
Magíster en Teoría del Cine, Universidad de las Artes – Berlín (UdK). Actualmente docente en la Escuela de Artes Visuales de la Universidad Austral de Chile.

e-mail: nmoellerg@gmx.de

Recieved:
September 1st, 2010    Accepted: June 23th, 2011

Por una epistemología del cuerpo: Un acercamiento desde la etnografía postmodernista al concepto de ciné-trance. Análisis de la película Moi, un Noir (Rouch, Francia, 1958).

El concepto de ciné-trance existe desde mucho antes de que en la discusión etnográfica se hablase de cuestiones tales como la crisis de la representación o documento oculto. Desde un punto de vista crítico post-estructuralista hago una revisión de las condiciones e implicaciones del ciné-trance, estableciendo paralelos entre el entendimiento postmodernista de la etnografía audiovisual y la técnica del ciné-trance, en ambos casos en relación a la epistemología del cuerpo. Finalmente, por medio del análisis de la película Moi, un Noir (Jean Rouch, 1958), examino las consecuencias estéticas y de contenido del ciné-trance. Mi tesis consiste en que el ciné-trance y la consecuente epistemología del cuerpo permiten que los complejos e inconclusos procesos de construcción de identidad se manifiesten, en lugar de representar sujetos y objetos etnográficos completos y coherentes. 


Palabras Clave: Jean Rouch, ciné-trance, Moi, un Noir, epistemología del cuerpo, etnografía postmoderna.


Autor:
Natalia Möller
Magíster en Teoría del Cine, Universidad de las Artes – Berlín (UdK). Actualmente docente en la Escuela de Artes Visuales de la Universidad Austral de Chile.

e-mail: nmoellerg@gmx.de

Recibido: 1 de Septiembre 2010    Aceptado: 23 de Junio 2011





































 
 
 
 
 
 































 
Natalia Möller

Introducción

El que la época de expansión colonial y la del surgimiento del cine hayan coincidido es de suma importancia cuando se quiere hablar del cine etnográfico y su objeto de estudio. La ciencia, así como la cámara, se proclaman a sí mismos objetivos, y favorecen, durante una época en la que Europa derramaba mucha sangre en las colonias, al discurso que justifica estas conquistas, matanzas y saqueos: el discurso colonial. Esta relación entre medios audiovisuales, retórica científica y discurso hegemónico colonial es compleja y recíproca. El discurso colonial facilita a su vez también un objeto de estudio a la joven ciencia de la etnología, mientras que ofrece a los productores de cine motivos exóticos muy rentables. 

Una de las premisas del discurso colonial es que el colonizador europeo, por ser un ser más avanzado, posee la cualidad natural de entender al colonizado en su totalidad, mientras que el  colonizado se encuentra indefenso e ignorante ante la complejidad de la cultura europea (Said, 1979:38). La ilusión del colonizador de poseer conocimiento sobre el colonizado es, según Said, el preludio a la fantasía de su propia superioridad. En vista de esto, no extraña que la maquinaria colonial haya necesitado de herramientas “objetivas” como la ciencia y la cámara, que testificaran y divulgaran un supuesto conocimiento absoluto sobre los colonizados.



Por esta razón, la definición de un objeto etnográfico es problemática, porque contiene en gran parte elementos imaginarios nacidos de un discurso de dominación (Weinberger, 1994:4).

El discurso colonial, más que ser un conglomerado de premisas y argumentos reflexionados deliberadamente, es consecuencia de un proceso inconsciente, estrechamente ligado a la construcción de identidad, y por lo tanto perteneciente en gran parte al ámbito de lo imaginario. Sin embargo, el discurso colonial hace uso de una retórica científica, aparentemente objetiva e ideológicamente neutral para transportar contenido. Bajo el mismo criterio, la etnografía se ha empeñado durante mucho tiempo en producir conocimiento absoluto, objetivo y coherente sobre su objeto de estudio. En este empeño, el conocimiento del cuerpo - la experiencia de campo - es aniquilado bajo el peso de convenciones científicas reinantes.

 Por lo tanto, en un primer paso, mi intención es la de localizar al eurocentrismo etnológico en los conceptos de imagen (imagen de perspectiva central, imagen mágica) subyacentes a las convenciones realistas de las ciencias occidentales. Es a partir de estos conceptos de imagen que se desarrollan los conceptos de “crisis representacional” y de “documento oculto”.

 
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Estos conceptos son fundamentales para entender más a fondo la crítica al cine etnográfico y sus alternativas. Como segundo paso, me remito a la problemática del cuerpo en el documento etnográfico, que tiene dos facetas: por un lado, la ausencia del cuerpo específico del científico y la constitución de un narrador omnisciente, y por el otro, la fetichización del cuerpo del objeto de estudio.  Como último paso, procuro situar al ciné-trance, como método de filmación que busca una epistemología del cuerpo, en este contexto como una alternativa a las formas de representación eurocéntricas de la etnografía.   

La crisis de la representación y el documento oculto

En la teoría del cine se utiliza en gran medida la metáfora del lenguaje para describir el fenómeno de las imágenes en movimiento, porque durante la recepción de una película el espectador “lee” las imágenes, en un proceso de entendimiento intelectual. Sin embargo, al contrario que en el lenguaje escrito, al cine se le añade otra dimensión; la del entendimiento experimental, físico.

También en la etnografía sucede que se buscan similitudes y diferencias entre ambos medios, el escrito y el audiovisual. Definitivamente, un recelo ha rondado siempre al medio audiovisual, que se puede resumir como un miedo general hacia la creatividad y subjetividad del director-etnógrafo, porque éstas podrían poner en peligro la utilidad científica de la película etnográfica.



Muchas corrientes han buscado entonces maneras de trasladar y continuar en el cine la objetividad y seriedad científicas ya difícilmente conquistadas por la etnografía en los medios escritos, por medio de una codificación de la imagen ligada a conceptos de la etnología (véase por ejemplo Ruby, 1982 ó Rollwagen, 1988).

Pero aunque la escritura es muchas veces considerada la manera más noble y exacta de representar términos científicos y teorías, ella también está caracterizada por un concepto visual de objetividad, profundamente enraizado en la cultura occidental post-renacentista: la imagen de perspectiva central. Ésta describe al mundo desde un punto de referencia único que permite ordenar la imagen de manera geométrica y por lo tanto la hace mensurable (Fabian, 2002: 106). La imagen de perspectiva central es entonces considerada el “signo natural”. Ésta idea se manifiesta en todas las formas de representación de las ciencias occidentales; desde la representación esquemática más sencilla de datos en forma de cartografías, censos, diagramas de parentesco, etc. hasta en investigaciones más complejas que estudian símbolos y semántica, y cuyos resultados son finalmente reducidos a metáforas visuales y espaciales, tales como “estructura”, “esquema”, “patrón”, “sistema” o “red”.

Las ciencias occidentales parten entonces tradicionalmente de la premisa de que visualizar y entender a una cultura son sinónimos, y que la única manera de representar esto con sobriedad es a través de la escritura. Los demás sentidos sensuales – y por lo tanto gran parte de la experiencia en campo – son despreciados (Fabian, 2002: 108).

 
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Porque los mecanismos de representación científica son específicamente occidentales, y no universales, como se quiere hacer creer, el otro es un objeto de descripción etnográfica que se genera en el acto mismo de la representación. Lo representado acaba pareciendo mensurable, y puede ser clasificado, comparado y generalizado, puesto que existe un punto de referencia desde el cual es observado. Por los problemas y debates que esto implica, surge lo que ha sido llamado en la etnografía la crisis de la representación.

Pero a pesar de que la imagen de perspectiva central es un concepto que es aplicable tanto al medio escrito como al medio visual, éste no es inherente a ellos. Es más bien una convención retórica de las ciencias occidentales. Sin embargo, existe una diferencia entre los medios escritos y visuales que es de gran importancia para encontrar una solución al problema planteado por la crisis de la representación: la simultaneidad con la que presentan información. Las imágenes presentan su diversidad simultáneamente, mientras que el lenguaje escrito presenta una sucesión de detalles aislados (MacDougall, 1978:419). El cine tiene entonces la capacidad, al contrario de la etnografía escrita, de transmitir “comportamiento humano testimonial” (MacDougall, 1978:420). Más allá de eso, permitiría el cine, como entidad semiológica autónoma, cuestionar los modelos epistemológicos de la etnología logocéntrica y centrada en la lingüística:

“En la antropología estos tipos de conocimiento han sido ordenados de manera jerárquica, con la explicación dependiente de, pero mayormente valorizada que la descripción, y la descripción mayormente valorizada que la experiencia. Esto es en parte la legacía de una tradición logocéntrica. El cine altera esta jerarquía, favoreciendo al entendimiento experimental por sobre la explicación.” (MacDougall, 1998:84).

Es aquí donde entra otro concepto de imagen, que al igual que la representación de perspectiva central, lleva una larga tradición en la cultura occidental: la imagen mágica. Esta trae consigo un quiebre del mundo de lo sensato. Mientras que la imagen de perspectiva central es ordenada, lógica y mensurable, la imagen mágica es desordenada y una expresión de lo discrepante, lo anómalo. La imagen mágica ha debido ser, por eso mismo, alejada o regulada en forma de un fetiche o ídolo. La imagen mágica está fuertemente asociada a la poesía, mientras la imagen racional se hermana por lo común con la prosa.

En esta dicotomía de imagen racional/imagen mágica se mueve el concepto de evocación de Tyler, pero dándole, eso sí, preferencia a la imagen mágica. Tyler se proclama a favor de un cambio de paradigma, tanto en los documentos escritos como en los visuales de la etnografía.

 
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Otra forma de representación queda aquí fuera de debate; su preocupación se centra más bien en la pregunta de cómo se puede evadir del todo la representación, pues ésta enmascara siempre a aquellos que son su objeto. La evocación en cambio no apunta a un referente externo: la evocación y lo evocado son idénticos. Tyler la describe como una forma de  poesía en un sentido performativo y ritual:

“Mediante el quiebre con el mundo cotidiano, [la etnografía postmoderna] es un viaje a países extraños de costumbres ocultas, un viaje al corazón de la oscuridad, en la que fragmentos de lo fantástico  giran alrededor de la conciencia desorientada del iniciado, antes de llegar al centro del remolino, en el que pierde su conocimiento en el momento de una visión maravillosa y liberadora, para finalmente, ser desembarcado, inconsciente, en las costas familiares, pero para siempre transformadas, de su mundo cotidiano.” (Tyler, 1991:194) .

Este nuevo concepto de imagen apunta más bien a nublar la ilusión de claridad en la etnografía, el documento debe convertirse por lo tanto en un “documento oculto”. (Tyler, 1991:96-97).

De esta manera cambia la perspectiva etnológica sobre los medios visuales, a los que se les atribuye a partir de los años 80 roles contrarios. Por un lado, se acusa a los medios visuales de promover una falsa objetividad, y por el otro lado, se ve en ellos la posibilidad de un escape del logocentrismo cimentado en la cultura occidental y reinante en la etnología.

El cine resulta ser entonces un medio que posibilita formas alternativas de (no-) representación y evocación, que están más íntimamente relacionadas con las culturas y epistemologías que conforman el objeto de estudio etnográfico. Hoy en día la tradicional jerarquía de la palabra escrita por sobre la imagen cinemática se ha llegado a revertir, aplicando estrategias audiovisuales como el montaje, a la etnografía escrita (véase por ejemplo Marcus, 1994).  

El cambio de paradigma favorece entonces a estéticas que apuntan más hacia la experiencia que hacia la representación y el entendimiento racional. La simultaneidad de las imágenes, su capacidad de mostrar un sinfín de cosas a la vez, no permite que el cineasta ejerza un control total sobre la imagen. Siempre existe un exceso de la imagen, que no se deja interpretar lingüísticamente en su totalidad. Todos estos enfoques comparten una cualidad:

“Estos esfuerzos se alejan del intento de hablar de mente a mente, en un discurso de sobriedad, mientras se acercan a una política y epistemología de la experiencia, transferida de cuerpo a cuerpo.” (Nichols, 1994:73).

La meta del documento etnográfico, sea escrito o visual, es entonces la de reemplazar la exigencia totalitaria del conocimiento empírico por el conocimiento parcial de la experiencia personal.



 
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La fetichización del cuerpo vs. la epistemología del cuerpo

El documento etnográfico, sea escrito o fotográfico, se vale siempre de ciertas estrategias narrativas que le ayudan a “traducir” al otro a conceptos e ideas que son propios. Estas estrategias se basan comúnmente en convenciones occidentales que provienen del ámbito de la ficción, pero que son, sin embargo, escondidas tras una estética realista.
  
Así, por ejemplo, se utiliza con frecuencia una estructura narrativa tradicionalmente occidental que comienza con la  introducción a la situación y los personajes, sigue con la irrupción de un problema o misterio y una historia lineal a base de eventos causales para finalizar con la solución del problema. De esta manera, la vida de una comunidad es reducida a momentos típicos y subordinada a patrones específicos, pero – y aquí es donde se encuentra el problema - siempre ocultando el carácter ficticio de la historia, revistiéndola de un realismo científico.   
 
Para asegurar un tono políticamente neutral y cientificidad, los documentos etnográficos se valen de un tropo fundamental: el de la llegada. Es mediante la representación de la llegada que el etnógrafo establece su autoridad, la que fundamenta su descripción con un “yo estuve allí”. Muchas películas etnográficas comienzan de esta manera. En The Feast (Asch, 1970) la llegada al territorio de los Yanomami es casi literal: la primera imagen es la de un mapa de Sudamérica que se va agrandando, hasta quedar parada sobre el territorio de los Yanomami.

Es una perspectiva divina, una mirada científica que lo ve todo. Una posición parecida se encuentra también implícita en las primeras tomas de películas como Kenya Boran (MacDougall, 1974) o Dead Birds (Gardner, 1964), que comienzan con una vista de pájaro o una vista panorámica (An Argument About Marriage, Marshall, 1969) por sobre el territorio de las comunidades a las que van a estudiar.

Aquí se genera una contradicción muy interesante: A pesar de que el etnógrafo gana su autoridad mediante el haber estado “allá”, prácticamente no aparece nunca en la película. Su experiencia subjetiva, personal, no tiene nada que buscar a ese lado de la cámara. Gracias a que su cuerpo desaparece tras la cámara, da lugar a una tercera persona observadora, que carece de cuerpo.

Mediante la instauración al comienzo del “acá” de la etnografía y el “allá” de la otra cultura, se genera una frontera y una distancia entre nosotros y los otros. Por medio de esta frontera se construye un escenario separado, en el cual el otro queda disponible para la representación y la fetichización. El cuerpo se convierte en un objeto de estudio, en una imagen de totalidad visible.

Pero el verdadero portador del conocimiento – el cuerpo del científico y del cineasta, con sus sensaciones y procesos psicológicos específicos – es negado para dar lugar a un narrador omnisciente y abstracto, empeñado en ordenar y medir lo que mira.


 
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El deseo del etnógrafo es enterrado bajo lo que Nichols y Trinh llaman “disembodied knowledge” (Nichols, 1994:65), y permite que el deseo hable por medio de la mano del científico-cineasta en forma de un mito bartheano. Narcisismo, voyerismo, sadismo y fetichismo no aparecen en la película como contenidos. Estos son más bien estructuras que son colmadas de contenidos por el sujeto, imaginando y construyendo un mundo erotizado, que considera realidad: “Desde esta perspectiva, la posición del Otro antropológico reside más bien en el inconsciente antropológico que en otra cultura, por así decirlo.” (Nichols, 1994:62).

Las historias, sin embargo, son conocimiento del cuerpo, “embodied knowledge” (Nichols, 1994:65), conocimiento que es transportado de cuerpo a cuerpo. Si estas historias, en cambio, son transportadas de cabeza a cabeza, en forma de un mensaje generalizador, narrado por una voz anónima, la historia se reduce a una “(…) lección paternal para niños de cierta edad”  (Trinh, 1989:124) [énfasis de Trinh].



Jean Rouch

“(…) no one has done so much to put the West to flight,
to flee himself, to break with a cinema of ethnology
and say Moi, un Noir… (Deleuze, 1989:223)

Sin duda alguna, el cineasta y etnógrafo francés Jean Rouch es principalmente conocido por su concepto de cinema-verité, que usualmente es opuesto en la teoría del cine documental al direct cinema.

Una leyenda usualmente relatada en relación a Rouch es la del descubrimiento de la cámara de mano, cuando en uno de sus primeros viajes a África en 1946 pierde su trípode en las aguas del río Níger, y se ve obligado a recolectar datos etnográficos con la cámara de 16 mm en la mano. Esto acaba siendo una gran ventaja para su trabajo, pues le da más libertad corporal y le permite así seguir detalles con mayor minucia. Esta nueva cualidad lo libera, o más bien, lo obliga a salir de su posición distanciada de observador objetivo. Más tarde afirmaría que no solo le permite participar de los sucesos, sino más bien provocarlos. Esta idea es para el trabajo de Jean Rouch de central importancia.

 
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En sus textos se remite repetidamente a Vertov, y su idea del cine-ojo y cine-oído, como también a Flaherty, y sus métodos de filmación participativa. A primera vista, ambas aproximaciones al cine parecen contradecirse: Vertov quería hacer un registro mecánico de la realidad, mientras Flaherty utilizaba estrategias ficcionales en sus películas. El trabajo de Rouch está marcado por su empeño de integrar ambos pensamientos.

El trabajo inicial de Rouch consiste fundamentalmente en filmar rituales africanos. Mediante el estudio y la participación en ellos, además del estudio de la teoría del cine y una clara influencia surrealista, Rouch desarrolla los conceptos que marcan su extenso trabajo: antropología participativa, ciné-trance, ethnofiction y cinema-verité.

El ciné-trance y la epistemología del cuerpo

“When I have a camera,
I'm someone completely different,
 so don't ask me why I did what I did.”
(Rouch,en Yakir, 1978:5)

Si hay algo que merece ser destacado en el trabajo de Jean Rouch  es sin duda alguna su empeño por ir más allá de la observación pasiva y la mera descripción.

La meta final de lo que llamó observación participante, y del así resultante rol del director-camarógrafo-etnógrafo como provocador, es que los que son filmados puedan expresar algo que de otra forma habría quedado escondido o no-dicho. Para Rouch, el medio fílmico debía de enfrentar una epistemología de intersubjetividad, y las características específicas del medio permitirían alcanzar esta meta. La máquina participante (cámara + grabador de sonido) y el director participante aparecen en el pensamiento de Rouch bajo la denominación de ciné-trance, en analogía a su interpretación de los rituales de posesión de los Songhay-Zarma (sobre los cuales hizo un sinfín de películas) y al concepto de cine-ojo y cine-oído de Vertov. 

Los rituales de posesión, el trance, la hechicería y la magia están fuertemente asociados en la cultura de los Songhay-Zarma  a una idea específica del ser (Rouch, 2003 B:87). Esta idea parte del supuesto de que cada persona porta en sí a un doble o bia. El concepto de bia es en este caso un concepto muy ambiguo. Puede referirse a la sombra, el reflejo o el alma, o bien a todas estas cosas a la vez. Este bia está unido al cuerpo mediante la vida. Sin embargo, abandona el cuerpo repetidas veces, por ejemplo en sueños, en un estado de imaginación, reflexión o de posesión. El bia se mueve siempre en un mundo paralelo – una especie de doble del mundo visible – que es el hogar permanente de la imaginación y de lo invisible. Este mundo no debe de ser confundido con el Más Allá. Es más bien un reflejo del mundo material, y para los Songhay estos mundos están intrínsecamente conectados.

 
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Así como la sola fantasía de comer un limón puede causar que un individuo salive, asimismo el mundo invisible de los Songhay tiene impacto sobre el mundo material. Para los Songhay decir “Hoy ví a Ali” puede significar “Hoy ví a Ali realmente” así como también puede significar “Soñé que veía a Ali”.

Rouch distingue entre tres maneras de experimentar o entender el bia. Su categorización se basa fundamentalmente en el grado de control que el individuo tiene sobre su propio bia, y por lo tanto, la manera en que éste interviene entre el mundo material y el invisible.

Los hechiceros benévolos y los malvados conducen a través de una profunda meditación una asesoría privada con las fuerzas invisibles, durante la cual conservan completo control sobre su bia. En cambio, el danzante iniciado, el que cae en un trance durante el ritual de posesión, pierde control de su bia durante este trance. El danzante experimenta una metamorfosis: el espíritu que toma posesión de su cuerpo material mete al bia del danzante dentro de una piel todavía tibia de un animal sacrificado, para que se mantenga protegido durante el trance. Durante el ritual, el danzante pierde su conciencia, y tras fuertes tiritones y aullidos  va apareciendo de a poco otro carácter, que a veces hasta habla en otro idioma. La meta de este ritual es que los espíritus (por lo general de la naturaleza) se comuniquen con los seres humanos.

Rouch establece varios paralelos entre las creencias de los Songhay-Zarma y el arte del cine. El cineasta, así como el danzante, se pierde a sí mismo durante el acto del rodaje. La cámara, similar a la piel de un animal recién sacrificado, presta protección al bia del cineasta, la parte de éste que se mueve dentro del mundo de lo invisible; de los pensamientos, de la imaginación. Por mientras, el espíritu de la máquina, por Rouch cariñosamente llamada “la cámara viviente” (Rouch, 2003 A:38), con su manera específica de ver, hace uso del cuerpo material del cineasta para tomar parte del ritual del rodaje. El cineasta, así como el danzante iniciado, pasa también por una metamorfosis frente a los demás participantes del ritual; él ya no habla, solo da órdenes ininteligibles (¡acción!, ¡corte!). Sólo ve a los demás por medio de apéndices: la cámara y el micrófono.

Un punto central en este concepto del ciné-trance es la idea de la improvisación. Ésta ha estado, por lo menos desde los tiempos de los surrealistas hasta nuestros tiempos, ligada a la idea de subjetividad y autenticidad. El ciné-trance y la improvisación conforman un equivalente a lo que los surrealistas llamaban écriture automatique o cadavre exquis. Ambas técnicas hacen repetidamente referencia a un estado de trance: “Autómatas, llevados por frenesí profético, en frenesí, hablar en trance, escribir y dibujar.” (Nadeau, 1997:55). Mediante estas técnicas se pondrían en evidencia procesos mentales, imposibles de precisar sólo por medio de la razón.

 
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Sin embargo, no sólo se trata de improvisación y espontaneidad, pues éstas pueden también permitir que el cineasta caiga en clichés en vez de ir al encuentro y abrirse a elementos de sorpresa y novedad. En tal caso uno simplemente enfrenta una forma de cosificación del ser individualista. Trinh T. Minh-Ha, cineasta contemporánea, que trabaja también en muchas de sus películas con la idea del cine-ojo vertoviano y la improvisación, recomienda en este sentido una concientización de los límites de la improvisación, y describe esta técnica más bien como una pérdida de uno mismo (del ser indivisualista), “mediante la cual uno gana todo lo demás, y por lo tanto no sólo pierde” (Lippit y Trinh, entrevista en InterCommunication).

Mediante esta analogía entre el arte cinematográfico y el trance, Rouch descarta la idea de que la materialidad de las imágenes fílmicas pueda ser interpretada como representación inmediata de lo visible. Rouch destaca así el poder especial y revelador del cine, la dimensión mágica de las imágenes fílmicas, su ficcionalidad y su relación con el conocimiento del cuerpo: “El cine, el arte del doble, ya es una transición del mundo real al mundo imaginario.” (Rouch y Fulchignoni, 2003:185).
 
Con el género de la ethnofiction Rouch profundizó en el método del ciné-trance, yendo más allá de la filmación de rituales. Sus ethnofictions hacen uso de formatos ficcionales, técnicas surrealistas y tratan en sus contenidos de fantasías y sueños, los que, según Rouch, son los que la etnografía debe de sacar a la luz.   

Moi, un Noir: Una ethnofiction

Moi, un Noir es considerada por muchos como la primera ethnofiction de Rouch.

Las ethnofictions de Rouch constituyen un método particular de hacer películas, que incluye cinco reglas: investigación etnográfica, relaciones verdaderas, una historia, improvisación y reacción participativa. Concretamente, esto quiere decir que:
1. El etnógrafo debe hacer un trabajo de campo previo, es decir, vivir con la comunidad durante uno o dos años.
2. Las situaciones imprevistas durante el rodaje no deben de ser cortadas o ignoradas, sino incorporadas a la acción de la película.
3. Debe de incluirse un drama (no planeado de antemano, sino improvisado).
4. Debe existir una apertura general hacia lo espontáneo, tanto por parte de los actores, como por el camarógrafo-director. Por lo tanto la cámara debe de ser de mano.
5. Las reacciones de los participantes son improvisadas, pero conscientes de la existencia de una cámara.

Moi, un Noir (Rouch, 1958) es una crónica del día a día de un grupo de jóvenes africanos en Treichville – un barrio marginal en Abidjan, la ciudad más grande de la Costa de Marfil. Estos jóvenes son inmigrantes provenientes del Níger, que han llegado a la gran ciudad para mejorar sus vidas.

 
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El carácter central es Edward G. Robinson, quien habla al público siempre desde un voice-over, cambiando entre narración, diálogo y la expresión de pensamientos. Treichville es un lugar en el que las tiendas llevan nombres de ciudades europeas, mientras en sus murales se pueden apreciar vaqueros, mujeres hermosas y artistas de cine. Asimismo, los jóvenes de la película también parecen empeñarse en ser otros, al ponerse apodos de “chicos rudos” hollywoodenses, como Edward G. Robinson o Eddie Constantine.   

La epistemología del cuerpo en Moi, un Noir

Rouch filmó Moi, un Noir con una cámara de 16 milímetros, una cámara relativamente fácil de usar para la época, a la que se le concedió durante mucho tiempo la habilidad de hacer imágenes ideológicamente neutrales, libres de simbolismo y significado. Durante mucho tiempo, y podríamos decir que en parte hasta hoy en día, la estética que producen cámaras de manejo sencillo son consideradas más “reales” y “directas” que otras, de manipulación más compleja.  Jean Rouch, como sabemos, contribuyó en gran medida a la refutación de esta idea, argumentando que las imágenes cinemáticas son siempre ficcionales. Las películas de Rouch se mueven, sin embargo, siempre entre lo ficcional y lo documental. Rouch se encuentra constantemente al límite de las convenciones genéricas, desilusiona frecuentemente las expectativas que tiene el espectador respecto a convenciones ficticias y documentales; las pone en tela de juicio y las deconstruye sin cesar. 

El montaje de Moi, un Noir, a nivel de imagen y a nivel de sonido, une piezas de rompecabezas que no encajan del todo – encontramos por ejemplo que Robinson se encuentra solo frente a una puerta, con un claro ademán de entrar en ella, y tras el corte, lo encontramos entrando por la misma puerta, pero rodeado de otros hombres. La percepción natural que el cine etnográfico tradicional trata de imitar y que conduce al realismo – cortes escondidos, flujo lógico de la narración, naturalidad del paso del tiempo – no son parte de las preocupaciones de Rouch. El resultado es que la narración adquiere un aspecto onírico, irreal. La meta no es una mímesis del mundo real, sino un viaje al mundo paralelo invisible del que hablan los Songhay-Zarma: la película no es una descripción ni tampoco una explicación, sino la traducción fílmica de un estado interno.  

No solamente las imágenes están unidas a manera de un mosaico de fragmentos, los sonidos por ejemplo no encuentran necesariamente un punto de referencia en la imagen. Esta falta de sincronía del sonido y la imagen crea la sensación de que éstos existen en planos distintos. Pero la búsqueda de sincronía entre la imagen y el sonido se ve frustrada y satisfecha a la vez, puesto que los sonidos corresponden a veces a las imágenes, y otras veces toman caminos distintos. Es por esto que estas imágenes fragmentadas no nos remiten completamente al ámbito de la fantasía, pero tampoco se nos permite interpretarlas como simple duplicación de la realidad. Ellas evocan más bien una idea, y ésta es transmitida por medio de las sensaciones más que por vía cognitiva.

 
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Fig. 1. Fotograma 16 mm (Rouch, Moi, un Noir, 1958:20´57´´).


Fig. 2. Fotograma 16 mm (Rouch, Moi, un Noir, 1958:21´05´´).

 
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A pesar de que encontramos en Moi, un Noir una clara línea narrativa (división en capítulos cronológicamente ordenados), y la obvia puesta en escena de la mayoría de las secuencias, lo documental se trasluce incesantemente a través de ellas, por el modo improvisado e inspirado en el momento, que caracteriza a toda la película.

Las imágenes de Moi, un Noir son de captación inmediata, sin bosquejos preliminares complicados. Las escenas están improvisadas en su mayor parte, filmadas con cámara de mano, y son por lo tanto ajetreadas y espontáneas. Rouch se mueve a su antojo, filmando no lo que está ya dado, sino buscando; es la “cámara viviente” mirando con su ojo mecánico, en posesión del cuerpo del camarógrafo-director-etnógrafo. Es como si la “cámara viviente” estuviese tratando de articularse en ese mismo instante, frente al espectador, en un diálogo intensamente íntimo con él, de ninguna manera recitando un guión previamente preparado.

Edward G. Robinson encuentra trabajo un día en el puerto, como bozzori, jornalero de puerto, acarreando sacos. En las escenas previas lo hemos visto buscando trabajo, siendo humillado por las autoridades del puerto, entre muchos otros jóvenes que, como él, esperan encontrar trabajo. Cuando al fin ha encontrado trabajo por un día, exclama “Los sacos, los sacos, los sacos!” mientras la cámara nos muestra pilas de sacos, siendo acarreados por Robinson, levantados por grúas, cargados en barcos que “llevan café a la metrópolis”.


Las imágenes dispersas, atiborradas de sacos, actúan como imágenes de una pesadilla. Al toque de la sirena, los trabajadores salen a su descanso de mediodía, y la cámara sigue a Robinson de espaldas en un paneo, mientras éste se aleja a la par de su amigo Elit. Robinson lleva una camisa con un agujero tan grande, que deja a la vista toda su espalda. Entonces un elemento inesperado irrumpe en la imagen: una familia blanca se acerca a la cámara por el lado derecho de la imagen, un niño de gorrita, una mujer con lentes de sol y un hombre de pantalones cortos. La cámara cambia entonces su intención, como para producir significado con el nuevo elemento que le ha llegado como caído del cielo, en su lenguaje específico de cámara: cambiando y ajustando el plano o la composición. La cámara sigue paneando, buscando a la familia blanca hasta dejarla prácticamente al centro de la imagen, mientras Robinson casi desparece de la imagen por la izquierda.

Si en los planos pasados Robinson alude a la metrópolis por medio de los sacos que carga en el barco, aquí es la cámara la que crea un mensaje simbólico por medio del contraste: el agujero en la camisa de Edward a la par de la ropa blanca y almidonada del idilio familiar. O bien: el puerto como un lugar de sacrificios y humillaciones para Edward, a la par del puerto como un lugar de entretención para los europeos. Este momento es por convención tanto ficticio, en cuanto a que la cámara busca contar una historia, como es documental, puesto que la imagen es encontrada y atrapada espontáneamente, como en una coreografía improvisada. Rouch busca en las imágenes más bien una belleza que se revela ante la cámara, en vez de filmar una belleza plástica, construida o encontrada de antemano.

 
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Fig. 3. Fotograma 16 mm
(Rouch, Moi, un Noir, 1958: 14´32´´).

Fig. 4. Fotograma 16 mm
(Rouch, Moi, un Noir, 1958: 14´36´´).


Fig. 5. Fotograma 16 mm
(Rouch, Moi, un Noir, 1958: 14´39´´).
 
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Por un sujeto que se constituye a sí mismo

La cámara sigue a Edward G. Robinson en lo que a veces parece un acto enamorado; tratando de anticipar sus acciones para no perderlo del cuadro, perdiéndolo del cuadro a veces, recuperándolo de nuevo. Si la cámara lo deja alejarse, o lo deja salir del plano, es para inmovilizarse en el entorno. Estas dos facetas de la cámara las encontramos en la película repetidamente, por un lado el empeño por seguir a Robinson de cerca, y por el otro, la demora en el entorno.

En una de las primeras escenas de la película (a partir de aprox. min. 03:32), Edward G. Robinson baja de la meseta industrial de Abidjan, después de un día de búsqueda infructuosa de trabajo, para volver a su casa, a Treichville, el barrio de los inmigrantes y marginados. En esta secuencia, Edward G. Robinson comienza a caminar desde lo alto de la meseta hasta llegar al río, en el cual debe tomar una barcaza que lo llevará a Treichville. Durante su bajada, la cámara lo sigue en su camino.

Desde lejos, la cámara muestra a Edward G. Robinson en su entorno; podemos ver en éste un edificio moderno de piedra, una calle sobre la cual un hombre trabaja con una pala, o sobre una calle transitada. Desde ese plano general, Edward G. Robinson se dirige hacia la cámara, se agranda su imagen, su rostro se acerca hasta quedar en primer plano, muy cercano a la cámara, mientras, desde el off escuchamos sus pensamientos:

“No, yo no me llamo Edward G. Robinson. Es un apodo que he tomado, que mis compañeros me han puesto. Ellos me apodan Edward G. Robinson porque yo me parezco a un cierto Edward G. Robinson que vemos en las películas del cine. Yo no digo mi verdadero nombre porque soy extranjero en Abidjan.”(Moi, un Noir, 3´43´´).

Finalmente Robinson se aleja de la cámara que lo sigue con un paneo, le da la espalda a ésta, para volver a mezclarse con el entorno de la ciudad extraña en la que vive. En esta ciudad hay hombres uniformados, que aluden a un cierto orden, se construyen puentes de concreto, se asfaltan calles; es una ciudad que se mueve hacia la modernidad, y de la cual Robinson debe salir forzosamente, porque en ella no encuentra un lugar. 
 
Robinson es presentado aquí en dos aspectos, que se complementan y se repelen a la vez. Por un lado, él es, como sujeto, un esbozo de sometimiento ante prácticas de poder. Su identidad se define por medio de su entorno, la categorización a la que el individuo es forzado por un mundo de lenguaje preconcebido que lo vacían semánticamente: Robinson es un pobre jornalero en el mundo de los ricos, o bien un inmigrante en una ciudad extraña, o bien un negro en la colonia. Por el otro lado, Robinson demuestra confianza hacia la cámara cuando se le acerca, mientras desnuda sus pensamientos desde el off – es como si estuviese tan cerca que el espectador puede escuchar sus pensamientos.

 
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Fig. 6. Fotograma 16 mm
(Rouch, Moi, un Noir, 1958: 04´14´´).

Fig. 4. Fotograma 16 mm
(Rouch, Moi, un Noir, 1958: 04´17´´).


Fig. 5. Fotograma 16 mm
(Rouch, Moi, un Noir, 1958: 04´21´´).
 
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Es en estos momentos de familiaridad con la cámara que su identidad adscrita por el mundo colonial empieza a mostrar sus límites: Robinson adquiere un espacio fílmico para hablar acerca de quién es, de dónde es y no es, a quién se parece, etc. 

El sujeto está dividido en dos momentos antagónicos, descritos por Michel Foucault por un lado como el sometimiento por medio de control y dependencia, y por el otro como el camino de la conciencia y el autoconocimiento de la propia identidad (Foucault, 1987:246). El segundo es el que a Rouch le interesa mostrar, el sujeto que toma el camino del autoconocimiento: “Para Edward G.Robinson la película se convirtió en el espejo en el cual se descubre a sí mismo.” (Moi, un Noir, 1´17´´).

Pero no sólo a Robinson, sino también al sujeto que es el etnógrafo. Rouch comienza la película en un tono científico, con el tropo tradicional de la llegada, mostrando la ciudad desde un mirador, desde el cual puede hacer visible la geografía material y social de la ciudad: de este lado, la zona industrial, del otro lado del río, Treichville, el barrio de los marginados. Pero cuando Rouch le da la palabra a Robinson, y se funde en un deseado trance con el ojo mecánico de su cámara, está tomando él mismo la posición del sujeto que se constituye a sí mismo, la de artista/autor, y abandonando la posición que le es adscrita por la sociedad, la de etnógrafo.

Moi

Moi, un Noir es una película que no tiene como meta documentar a los africanos en un estado natural y petrificado, amenazado por el colonialismo, ni tampoco tiene intenciones de mostrar las ventajas de la adaptación a formas de vida europeas. Rouch busca con su cuerpo poseído por la máquina, y encuentra incoherencia, enajenación y fragmentación en la construcción de identidad del sujeto colonizado. Estas se encuentran en un permanente oscilar entre el deseo de Robinson de encontrar un lugar en el mundo de los blancos – en el cual tendría acceso a dinero, casas, y finalmente mujeres -, y la nostalgia de un lugar (Níger) y un tiempo (la infancia), en los que se encuentran sus orígenes, en el que tuvo un lugar del que fue despojado por la pobreza y la guerra de Indochina. Esta oscilación la describe Rouch al comienzo de la película como una dicotomía entre modernidad y tradición: “Esta juventud, entre la tradición y el maquinismo, entre el Islam y el alcohol, no ha renunciado a sus creencias, pero sigue a los ídolos modernos del box y del cine.” (Moi, un Noir, 0´28´´).

Ya en la definición de su nombre muestra Edward G. Robinson una acentuada división: “No, yo no me llamo Edward G. Robinson. Es un apodo que he tomado, que mis compañeros me han puesto. Ellos me apodan Edward G. Robinson porque yo me parezco a un cierto Edward G. Robinson que vemos en las películas del cine. Yo no digo mi verdadero nombre porque soy extranjero en Abidjan.( Moi, un Noir, 3´43´´).

 
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La idea de sí mismo se mueve desde un principio entre lo “real” y lo “fantástico”. Su nombre verdadero no es mencionado, sin embargo es escondido al mismo tiempo. Su nombre de fantasía, en cambio, es mencionado, pero expuesto a la vez como falso. Esta división corresponde a la división antes mencionada que describe Foucault: el nombre verdadero – Oumarou Ganda – es el de un inmigrante del Níger, es decir, de un hombre sometido por los límites y las relaciones de poder existentes. El nombre ficticio es parte de su propio diseño, basado en una imagen que proviene de occidente.

En este proceso de identificación “(…) la identidad nunca es un producto acabado o dado; es sólo un proceso problemático de acceso a una imagen de totalidad.” (Bhabha, 2000:75). La imagen, como referente de identificación está siempre dividida espacialmente; está presente y a la vez ausente. La imagen representa un tiempo que siempre está en otra parte, un lugar de ambivalencia. Robinson se describe a sí mismo a través de tres negaciones: “No me llamo Edward G. Robinson”, “No digo mi nombre verdadero” y finalmente “soy extranjero en Abidjan” (O: no soy de Abidjan). La única afirmación consiste en determinar una similitud entre sí mismo y el “verdadero” Edward G. Robinson: “(…) que me parezco a un cierto Edward G. Robinson que vemos en las películas del cine”. De esta manera queda claro que el referente positivo de la descripción de sí mismo gira alrededor de una imagen (del cine). 

Un Noir

Robinson explica su marginación por medio de su pobreza y de su condición de inmigrante. Casi nunca hace alusión al color de su piel, a pesar de que el título de la película menciona directamente ese tema: el color de la piel, Noir. La relación entre discriminación económica y racial es sin duda alguna de importancia central dentro del colonialismo. De hecho, Frantz Fanon describe el sentimiento de inferioridad del negro como consecuencia de un proceso doble: primero de uno económico y después por medio de la “(…) internalización, o mejor dicho, epidermización de la inferioridad.” (Fanon, 1985:10). Esto se muestra con mayor claridad, aunque sólo marginalmente, cuando Robinson menciona al dinero como condición para establecer relaciones con mujeres blancas.

Si el color de la piel se entiende como el límite más visible e inmediato que separa a Robinson de una vida más digna, entonces la aserción “me parezco a un cierto Edward G. Robinson” revela el acceso problemático a una imagen de totalidad de identificación, como lo describe Bhabha: a la ilusión y la negación de una máscara blanca, como diría Fanon, mientras a la vez apunta a la presencia y a la negación de la piel negra. La película nos entrega entonces una idea de Robinson que no está acabada, sino en pleno proceso.

 
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Robinson no es un producto listo, coherente o lógico, sino la revelación de la enajenación, que se mueve entre imaginación y realidad, entre ser blanco y ser negro, como consecuencia de la interiorización de premisas coloniales.

Pero la negación total de su negritud está destinada a fracasar.  Más tarde en la película, mientras observa a niños jugando en el río, y da rienda suelta a la nostalgia por un lugar del que proviene - el Níger - y de un tiempo del que proviene - la infancia -, menciona al margen otra imagen de identificación, irremediablemente perdida: la figura del padre: “Dime, la laguna te recuerda a alguna cosa! Que te recuerda a Niamey! Nuestro país natal, allí donde tú naciste, allí donde yo nací… Allí donde tu padre ha nacido, donde mi padre ha nacido. Mira Níger! Oh, que maravilloso!” (Moi, un Noir, 1h 4´30´´).
 
Robinson se encuentra vacilante en un umbral entre tradición y modernidad; la tradición siendo ubicada en el Níger y la modernidad en la meseta industrial de Abidjan. O bien: en la negritud y la blancura. La aparente incompatibilidad de ambos conceptos es consecuencia de un entendimiento esencialista de ellos. La consecuencia de esta incompatibilidad es más evidente en el ámbito de lo económico: Robinson no encuentra trabajo. La enajenación en la que se encuentra Robinson, nace de la interiorización (o epidermización, como diría Fanon) de su situación de pobreza. Por lo tanto busca identificarse con imágenes de totalidad, como Edward G. Robinson o su padre, ambas imágenes que representan estas dos fuerzas incompatibles.

Pero estas imágenes se desplazan inevitablemente, pues la identificación con  una imagen es a la vez sustitución y un signo de ausencia – un “límite errante de la alteridad” (Bhabha, 2000:76).

Pero no todo en la película se encuentra exento de esperanza. Treichville, el barrio marginal, o la Goumbée, el festival de los inmigrantes, se nos muestra como un espacio de síntesis entre ambos conceptos. Las tiendas llevan nombres occidentales: “Cordonnerie Chicago”, “Hollywood – Salon de Coiffure“, etc., y en los murales encontramos imágenes de vaqueros, de comidas y carteles de cine hollywoodense y vemos a hombres disfrazados de vaqueros bailando al ritmo de los tambores.  La tradición y el modernismo se unen en Treichville y en la Goumbée para dar paso a algo nuevo: una cultura híbrida.

Podría alegarse que en procesos de hibridación, siempre se pierde algo, y esto es sin duda alguna, verdad. Sin embargo, no podemos ignorar otro aspecto de la hibridación, lo que Bhabha llama “el secreto arte de la venganza” (Bhabha, 2000:112), porque esta pone en evidencia las incoherencias y ambivalencias del discurso colonial. Porque el poder colonial se basa fundamentalmente en la inamovilidad de la alteridad, y su carácter inferior o superior, mientras que a la vez justifica la dominación de otros pueblos por un afán de asimilación (europeización) del otro. Si la asimilación fuese alcanzada, se perdería el fundamento de dominación.

 
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Pero si esta asimilación no puede ser alcanzada, porque el colonizado es por esencia inferior, la misión civilizatoria sería superflua. La hibridación sería entonces, según Bhabha, un activismo sin sujeto, que pone en evidencia el fracaso del colonizador (op. cit.).

Rouch muestra en Moi, un Noir la autoestima profundamente partida y herida de un hombre que ha internalizado las dicotomías coloniales. A la vez señala Rouch que la oposición excluyente de dos culturas es una construcción al servicio de la dominación económica. Sin embargo, no deja de lado el aspecto subversivo del sujeto colonizado, su capacidad de acción en un mundo que se empeña en mantenerlo pasivo. En el caso de Robinson y de Treichville, esta capacidad de acción se expresa sin duda en la alegría que acompaña la formación activa de algo nuevo; la victoriosa síntesis de lo que la lógica occidental ha nombrado incompatible.  


Notas

1. Weinberger define el término de “cine etnográfico”  etimológicamente: “(…) una representación de gente en una película”. Sinembargo, según Weinberger, lo que comúnmente se entiende por “cine etnográfico” es mucho más limitado: “La “gente” representada por la etnografía es siempre otra. Nosotros, la gente blanca y urbana, hemos tenido hasta hace poco acceso a la tecnología cinematográfica y a la metodología “científica” para grabar y analizarlos a ellos: a los no-occidentales y a otra poca y remota gente blanca.” [comillas en el original][traducción de la autora] (Weinberger, 1994: 4).

2. Traducción de la autora.
3. Traducción de la autora.

4. Traducción de la autora.
5. Traducción de la autora.

6. Traducción de la autora.
7. Traducción de la autora.

8. Traducción de la autora.
9. Traducción de la autora.

10. Traducción de la autora.
11. Traducción de la autora.

12. Traducción de la autora.

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When the eyes frame red. En InterCommunication, Número 28
www.ntticc.or.jp/pub/ic_mag/ic028/html/136e.html (visitado el 19 de Agosto del 2010).
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