Imágenes del terror en Colombia:
Reflexiones sobre los documentos fotográficos en escenarios de violencia.

El presente trabajo analiza el proceso de producción, difusión e interpretación de una serie de fotografías de víctimas masacradas en el conflicto armado partidista que vivió Colombia entre 1948 y 1960. También se presenta un análisis interpretativo sobre la intencionalidad tanto de los victimarios por fotografiar a su otredad ultimada, como de los investigadores de la Comisión Nacional Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia por conservar, publicar y difundir dichas imágenes con tan alto grado de violencia. Finaliza destacando la viabilidad y la pertinencia al usar la fotografía como documento fidedigno, especial para la reconstrucción de episodios históricos no narrados, y para la preservación de la memoria social en escenarios de conflicto armado.

Palabras clave: Colombia, conflicto armado, fotografía, víctimas, memoria.


Autor:
Juan José Correa
Maestría en Antropología, Universidad Academia de Humanismo Cristiano / Historiador, Pontificia Universidad Javeriana.

e-mail: correa.juanjo@gmail.com

Recibido: 15 de Octubre 2010    Aceptado: 3 de Diciembre 2010

* Este artículo contiene imágenes de violencia expresa, por lo que no es recomendado para menores de edad.






 
 
 
 
 
 






























 
Juan José Correa

Los documentos fotográficos son los soportes de la memoria
de nuestra identidad borrada en cada demolición,
en cada muerte de los protagonistas,
en la escasez cada vez mayor de la transmisión oral,
desprestigiada por la eficiencia de lo pragmático.
Juan Domingo Marinello

Introducción

La historia tradicional, aquella que utilizaron los historiadores y demás intelectuales positivistas de la Europa ilustrada de comienzos del siglo XIX, se caracterizó no sólo por la apropiación del método científico como premisa, sino por una particular visión, y redacción, de los acontecimientos históricos: “la historia desde arriba”, diría Le Goff. La historia política o la historia de las elites. Aquella que se centraba “en las grandes hazañas de los grandes hombres, estadistas, generales y, ocasionalmente, eclesiásticos” (Le Goff, 2003:17), y en la que no había cabida para las minorías, para los sectores populares, o para la otredad. A nivel metodológico, las escuelas positivistas priorizaron los documentos oficiales de los gobiernos, como la principal fuente o referencia histórica.

Más adelante, en respuesta a este tradicional paradigma, y como resultado de un momento histórico de posguerra en Europa, surgió en Francia la Escuela de Los Annales (1929), como uno de los movimientos historiográficos más relevantes en las ciencias sociales de Occidente. Entre los principales aportes de este movimiento, se destaca la necesidad de comenzar a observar y a historiar cualquier actividad humana; y ya no sólo la de los más poderosos. En ese sentido, la mayor premisa era, quizá, que todo tenía un pasado histórico que era posible reconstruir; de ahí las pretensiones de historia total. En palabras de Jacques Le Goff, medievalista miembro de la tercera generación de los Annales, “aquello que antes se consideraba inmutable, se ve ahora como una “construcción cultural” sometida a variaciones en el tiempo y el espacio” (Op. cit.: 16-17).

Esta ampliación del horizonte científico, significó, además, el hecho de dejar de considerar a la historia política como la única herramienta para abordar el pasado. Si se pretendía aproximarse a la historia total, y si se quería comenzar a escribir la historia en un proceso de larga duración, era más que necesario comenzar a escribir la historia desde una mirada económica, social y cultural. Esta ardua tarea implicó el necesario acercamiento y diálogo con otras disciplinas como la geografía, la economía, la sociología y la antropología. 

 
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Los cientistas sociales que tuvieron la pretensión de reconstruir la historia desde abajo, o la historia de los protagonistas históricamente excluidos, se encontraron con que la mayoría de las fuentes eran oficiales, o sólo representaban la visión y la historia de los grupos poderosos. En ese sentido, se hizo necesaria una renovación del método científico, una renovación de las fuentes. Si el deseo era comenzar a redactar la historia de la gente corriente, era necesario acudir a nuevos documentos, no oficiales, así como a diferentes pruebas de tipo visual, oral, estadístico, entre otros. Al respecto, en este artículo nos interesa analizar el valor de la fotografía como documento histórico, fundamental para la construcción -o para la reconstrucción- de episodios sobre los cuales hay un vacío de información historiográfica.

De la imagen fotográfica como documento histórico

Desde los últimos años del siglo XIX, con el invento y la masificación de la cámara fotográfica, la fotografía -o la puesta en escena de una existencia según Barthes (1997)- ha sido fundamental en la constitución de los patrimonios visuales de las distintas naciones. Al haber registrado “personajes, hechos históricos y sociales, etnias, costumbres y tradiciones”, la fotografía se “ha constituido en un corpus visual que ha sido estudiado desde la antropología, la historia, la semiótica y/o la estética” (Alvarado y Möller, 2009:2). 

En el campo antropológico, “La rama dorada” de Sir James George Frazer fue uno de los primeros trabajos que planteó la necesidad de utilizar los significantes visuales dentro de esta disciplina, mediante la comparación de los diferentes mitos, leyendas y rituales de distintas culturas del mundo. Más adelante, de la mano de importantes académicos como Bronislaw Malinowski, la cámara fotográfica comenzó a ser usada en sus viajes por antropólogos y viajeros, con el fin de obtener un registro visual de sus encuentros con las culturas estudiadas. La diferencia entre estas primeras fotografías de tipo etnográfico, y las fotografías simples tomadas por los viajeros europeos desde mitad del siglo XIX, radica, según Shohat y Stam, en que “los pioneros de la imagen grabada apenas cuestionaban la pléyade de relaciones de poder que les permitía representar otras tierras y otras culturas”. Y continúan: “Fotógrafos como George Bridges, Louis de Clerq, Maxime du Camp (…) no documentaron simplemente otros territorios, también documentaron el bagaje cultural que llevaban consigo” (Shohat y Stam, 2002:120).    

Esto nos introduce en el debate sobre el carácter objetivo de las fotografías y la pretensión de realidad de las mismas. Importantes autores han llamado la atención sobre el rol que jugaron las imágenes dentro del positivismo clásico, y sobre el hecho de que las fotografías fueran consideradas como registros objetivos de la realidad o como la realidad en sí misma.

 
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Mientras que Barthes va a plantear que la imagen no es real, pero que, no obstante, “es el analogon perfecto de la realidad, y precisamente esa perfección analógica es lo que define la fotografía delante del sentido común” (Barthes, 1995:13), Le Goff va a sugerir que los fotógrafos, al igual que los historiadores, no ofrecen un reflejo de la realidad sino representaciones de la misma (Le Goff, 2003:28).

A propósito de los fotógrafos, y en su defecto, de la fotografía como documento histórico, Le Goff va a resaltar el carácter subjetivo del fotógrafo, al indicar que en cada fotografía, éste selecciona su objeto, según sus “intereses, creencias, valores, prejuicios, etc.” (Op. Cit: 28). En este sentido, aproximarse a las fotografías como herramientas para reconstruir un determinado proceso histórico, es una estrategia metodológica que implica el conocimiento del contexto –en el sentido del autor, sus prejuicios, y las circunstancias históricas- en el cual éstas fueron producidas. Sobre esta cuestión, Juan Domingo Marinello va a hacer hincapié en el carácter no inocente ni imparcial de los documentos fotográficos, al agregar que “toda fotografía reinterpretada tiene carácter de autorrevelación más allá de los límites físicos de su encuadre, más allá del contexto de su mundo visible representado” (Marinello, 2002:11). En la interpretación de una fotografía, y más exactamente en la posibilidad de “leer” este texto visual, “la imagen fotográfica actuaría entonces como una narración contada con cierta intencionalidad a alguien, a quien le permite acceder -si bien de modo discontinuo- a una realidad pasada susceptible de ser leída en su singularidad” (Reyero, 2006:39).

Sin embargo, para aproximarse a la intencionalidad del fotógrafo –por más que esta sea aprobada o no- es necesario que el observador comparta, hasta cierto punto, una amalgama de elementos culturales y una red de significados con el productor de la fotografía. De ahí que Barthes hable de la imagen como construcción cultural; al fin y al cabo “es culturalmente cómo participo de los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones” (Barthes, 1997:63-64).

Habiendo finalizado esta breve reflexión sobre el valor de las fotografías como fuente fidedigna para la reconstrucción de acontecimientos históricos específicos, nos interesa entrar a analizar un grupo de fotografías previamente seleccionadas -las cuales hemos denominado “imágenes del terror”- que corresponden al libro “La Violencia en Colombia” (Fals Borda et al., 1962) -  y que ilustran algunos de los episodios más violentos y sangrientos del período de violencia partidista que enfrentó Colombia entre los años 1948 y 1960.

Estudio de caso: “Imágenes del terror” y la representación de la alteridad ultimada

El 9 de abril de 1948, en pleno centro de Bogotá fue asesinado el líder popular y candidato a la presidencia de la República Jorge Eliecer Gaitán. El asesinato del “caudillo del pueblo”, como era conocido, exacerbó los ánimos entre sus partidarios, quienes iniciaron una gigantesca y violenta reyerta conocida como “El Bogotazo”.

 
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Con la capital del país ardiendo en llamas por los sangrientos enfrentamientos entre los liberales que seguían a Gaitán y los conservadores que contaban con el apoyo del gobierno, no pasó mucho tiempo para que este conflicto partidista, que por demás se venía anunciando desde tiempo atrás, se extendiera por todo el país. Hay autores que han hablado de cierto fenómeno de “purificación política” para explicar el desarrollo de la contienda; purificación política promovida desde el mismo Estado, y entendida como una especie de limpieza étnica en la que se promoviera la exterminación mutua entre liberales y conservadores (García, 1996:27). El resultado final: más de 200.000 muertos en un período que fue desde 1948 hasta 1960.

Razón tiene Cristina Rojas (2001) al concebir a la violencia como un elemento fundamental para pensar y entender los procesos de formación de la nación colombiana. Esta particular relación entre nación y violencia, también ha sido estudiada para el caso chileno por el historiador Mario Góngora (1981), quien considera que las distintas guerras que afrontó el país en su proceso de expansión territorial durante el siglo XIX, han sido un elemento definitivo en la formación de la nacionalidad chilena y de la esencia de Chile como país.

Pese a la crueldad y al salvajismo del conflicto armado, y al nivel de aberración por hacer daño y por matar alcanzado por los campesinos, los policías y el ejército, lo cierto es que en las grandes ciudades, e incluso en las altas esferas del poder político, se desconocían a fondo los motivos y la magnitud de los enfrentamientos que a diario acontecían en las zonas rurales.

Por esta razón es que en el año de 1952, cuando aún estaba latente el conflicto, el gobierno de turno creó una comisión de académicos especialistas que estuvieran en la capacidad de comenzar a estudiar el conflicto, sus causas, y así  informar a la opinión pública sobre qué era lo que realmente estaba sucediendo en las zonas rurales del país. La “Comisión Nacional Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia” estuvo integrada por Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y el Monseñor Germán Guzmán, quienes se encargaron de recopilar, conservar y publicar los diferentes documentos (incluidas algunas fotografías) que darían origen al libro “La Violencia en Colombia”, publicado en 1962, y considerado un hito en la historiografía colombiana.

Para el análisis interpretativo sobre el valor de las imágenes del terror, hemos escogido un total de cuatro fotografías del total de fotos del libro, las cuales, en nuestra opinión, reflejan algunos de los aspectos más crueles del mencionado conflicto. Ya en lo relacionado con el análisis, en primer lugar se estudiará todo lo referente a la producción y la difusión de las fotografías (contexto, intenciones, epígrafes, entre otros), y en segundo lugar, se analizarán las diferentes formas de representación de la otredad (en este caso, de los muertos) a través de las fotografías.




 
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Imagen Nº. 1. Autor desconocido, “Corte de Franela”. 1962.
Colección Guzmán. Fuente: La Violencia en Colombia.










Imagen Nº. 2. Autor desconocido, “Niño salvado (?), de la orfandad…”. 1962.
Colección Guzmán. Fuente: La Violencia en Colombia.

 
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Imagen Nº. 3. Autor desconocido, “Crimen inenarrable: maternidad frustrada”. 1962. Colección Guzmán. Fuente: La Violencia en Colombia.


Imagen Nº.4. Autor desconocido, “El cristo campesino, o la tragedia de Colombia”. 1962. Colección Guzmán. Fuente: La Violencia en Colombia.

 
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Análisis del contexto

A la hora de comenzar a dilucidar el contexto en el que fueron producidas las fotografías, es importante indagar por el autor de las mismas, y por sus intenciones al fotografiar dichos sujetos. Declarada la guerra entre liberales y conservadores, la violencia pasó a ser parte del diario vivir en un importante número de regiones del país. La intensa lucha por la influencia política en el territorio, desató una oleada de violencia sin precedentes en Colombia; violencia que se caracterizó por el nivel de aberración de los victimarios, donde ni las mujeres embarazadas, ni los niños, podían escapar de ser torturados y asesinados. La tortura y la muerte, entonces, funcionaron como una estrategia de poder, de dominio y de subyugación. 

Una de las formas más típicas de asesinato fueron los famosos cortes, “en los cuales los victimarios procedían a desecrar los cadáveres siguiendo una serie de códigos visuales: corte de franela (un corte en la base del cuello, como una camiseta); corte de corbata (se hacía aparecer la lengua a través de un corte en el cuello) y el macabro corte de florero, en el cual los brazos y piernas eran colocados en el lugar de la cabeza, en una suerte de perverso “arreglo floral” (Roca, 2003). En este orden, es de suponer que, cometido el asesinato, se procediera a fotografiar a las víctimas a fin de dejar un registro de la sevicia utilizada que pudiese servir como testimonio para la expansión del miedo.


En cuanto a la recolección del material fotográfico, la información que contiene el libro nos indica que las fotografías pertenecen a la “Colección Guzmán”. El Monseñor Germán Guzmán, coautor del libro y testigo presencial de los hechos, ejerció como párroco en El Líbano, Tolima - uno de los pueblos más afectados por la violencia –durante el período de máxima agitación del conflicto. Su privilegiada posición dentro de la contienda, le permitió ser el confesor de los guerrilleros, bandoleros, soldados, víctimas y victimarios, y así poder compilar una importante cantidad de voces e imágenes del conflicto (Fals Borda et al., 1962).  ; dicha posición, asimismo, le sirvió a Guzmán para ser incluido dentro de la comisión encargada de reconstruir los acontecimientos:  “La tarea principal de recolección de datos y clasificación de hechos corrió bajo la responsabilidad de Monseñor Germán Guzmán, dedicado y ejemplar párroco de El Líbano, que vivió los años de la violencia en el teatro de los hechos, y que como miembro de la Comisión Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia pudo entrar en contacto con los guerrilleros” (Op. cit.:30-31).

Sobre las intenciones de Guzmán por publicar dichas fotografías de los muertos del conflicto -pese a la crudeza de las mismas-, y así llegar a describir con tanto detalle la tanatomanía de la guerra, la comisión aseguró que era “necesario descender con horror, con asco, pero con ilimitada comprensión humana, con heroica y cristianísima caridad, a ese subfondo de miseria, para ver de cerca el alma misma de un conglomerado que se desintegró y buscar soluciones adecuadas con conocimiento minucioso de su tragedia y de su patología” (Op. cit.:245).

 
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Está claro que las intenciones de Monseñor Guzmán y compañía, respecto al manejo de la información obtenida, eran puramente humanistas; con la publicación del material, él no tenía otro interés, más allá que el de atestiguar y narrar la barbarie que se estaba viviendo día a día en los campos colombianos.

De esta forma, es claro que detrás de este estudio, e incluso detrás de la selección y la intención de publicar dichas fotografías, está la intención de tres investigadores -comprometidos todos con la defensa de los Derechos Humanos- de rescatar y preservar la memoria de las víctimas y de todo un país: “Es algo que no puede ignorarse, porque irrumpió con machetes y genocidios, bajo la égida de guerrilleros con sonoros sobrenombres, en la historia que aprenderán nuestros hijos; porque su huella será indeleble en la memoria de los sobrevivientes y sus efectos tangibles en la estructuración, conducta e imagen del pueblo de Colombia” (Op. cit.:26).

En relación a la información que pueden brindar los documentos visuales en escenarios de conflicto donde escasean los registros escritos, es válido citar el estudio de Marcela Pinilla sobre las representaciones gráficas de los niños en escenarios de guerra en Colombia, ya que hace referencia a la posibilidad de acudir a alternativas estrategias metodológicas, como los talleres de dibujo, “como un recurso que posibilitara otros caminos de expresión para comunicar lo que no se decía fácilmente a través de las palabras” (Pinilla, 2006:144). Y agrega: “El dibujo está inscrito dentro de un universo cultural que lo provee de significado, y así mismo su contenido posee información sobre la cultura que lo contiene” (Ibíd., 145).

Respecto a las estrategias de difusión de las “imágenes del terror”, en su estudio sobre las representaciones fotográficas de las víctimas por la Comisión de la verdad y la Reconciliación en el Perú, Lizbeth Arenas va a hacer referencia al hecho de difundir las fotografías de las víctimas, como una estrategia para informar y para generar impacto en la gente del común, sobre las atrocidades que se cometieron durante el conflicto: “A raíz del Informe Final de la Comisión de la Verdad estas imágenes cobran importancia y se empiezan a mostrar aquellos rostros “poco conocidos”; se elabora el libro fotográfico y se difunden las imágenes. Con estas fotografías se buscaba dar a conocer el rostro de aquellos que fueron los más expuestos a la violencia política, quizá por ello su búsqueda de impacto, ya que el conocimiento de la guerra entre la gente que nunca la ha vivido es producto sobre todo del impacto de esas imágenes” (Arenas, 2008:111).

En lo referente al análisis de los epígrafes que acompañan a las fotografías, es importante mencionar a Barthes, quien señala que el texto hace parte del proceso de denotación de la imagen. En otras palabras, “el texto le añade peso a la imagen, la grava con una cultura, una moral, una imaginación” (Barthes, 1995:22). En relación con este punto, es importante destacar el hecho de que en todas las fotografías de la Colección Guzmán, el epígrafe sea original, es decir, colocado allí por el Monseñor Guzmán; quien, no cabe duda, utilizó los textos para llenar aún más de sentido las fotografías, reducir el impacto, y así tratar de direccionalizar la lectura del observador de la imagen.


 
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De esta manera, al suponer que quien fotografió a la víctima fue su mismo victimario guiado por la macabra intención de registrar su sevicia e infundir el terror, estaríamos ante una clara contradicción entre la intencionalidad de quién, en primera instancia, tomó las fotografías, y la intencionalidad de quien, en un segundo momento, las intervino (mediante la marcación de epígrafes) y las difundió.

De otro lado, es bien sabido que, sin la intervención y manipulación de las imágenes a manos de Guzmán, todo el material fotográfico del período de la Violencia, no habría sido otra cosa distinta a simples “fotografías traumáticas”, de las que ha hablado Barthes para referirse a aquellas imágenes que, por su realismo y su crudeza, están cargadas con “un código retórico que las distancia, las sublima y las apacigua” (Op. cit.:26), bloqueando así cualquier posible lectura o significación.  

Continuando con el análisis, al observar la imagen No.3 y su respectivo epígrafe (Crimen inenarrable: maternidad frustrada), es posible presumir una actitud bastante crítica por parte de Guzmán, que tiende a ironizar dramáticamente sobre las crueldades de los asesinos, por el hecho de asesinar a una mujer embarazada y a su hijo. En el epígrafe de la imagen No.2 (Niño salvado (?), de la orfandad) llama la atención el uso de la palabra “salvar” de clara connotación católica, que concuerda con la vocación religiosa del Monseñor.

Asimismo, al usar el signo de pregunta “(?)”, Guzmán está cuestionando la posible interpretación que señalaría que, gracias al asesinato, el niño ha sido salvado de crecer en la orfandad (posiblemente por el asesinato de sus padres) en un lúgubre escenario de violencia. Con el epígrafe de la fotografía No.4 (“El cristo campesino” o la tragedia de Colombia) Monseñor Guzmán tiende a ironizar respecto al símil que existe entre el campesino que fue asesinado y crucificado, y la figura de Jesucristo en la cruz. De igual manera, mantiene la ironía al preguntarse si la imagen de este moribundo campesino corresponde a una tragedia divina o, por el contrario, corresponde a una tragedia tan real, como brutal. Por último, el epígrafe de la primera imagen (Corte de franela) sugiere el conocimiento de parte del sacerdote de los diferentes cortes, de las diferentes torturas, y de la misma tanatomanía de la guerra.

Vemos entonces cómo las fotografías fueron producidas bajo el firme propósito de generar terror, para luego ser intervenidas, manipuladas o reinterpretadas por Guzmán mediante la inserción de los epígrafes, con el fin de informar, denunciar y sensibilizar a la opinión pública, respecto a los asesinatos cometidos contra los campesinos. Al respecto de la intervención sobre las fotografías realizada por el Monseñor, razón tiene Arenas, a propósito de su estudio sobre la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en el Perú, cuando sostiene que los epígrafes “van a decirnos qué es lo que nosotros tenemos que pensar sobre cada imagen, pero también sobre cada suceso y sobre los hechos en conjunto” (Arenas, 2008:111).

 
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Representación de la otredad ultimada

Existen varias diferencias respecto a las clásicas fotografías de tipo etnográfico, y su respectiva intencionalidad, y las fotografías del terror que estudiamos en este análisis. Tomando como ejemplo los estudios que se han realizado sobre las misiones salesianas y la representación visual de los indios fueguinos en el sur de Chile (Alvarado, 2007) y sobre el traslado de los mapuches hacia las exposiciones europeas de finales del siglo XIX (Báez y Mason, 2004), podemos decir, en primer lugar, que en lo referente a la representación de la alteridad indígena, las fotografías sobre los indios de Chile presentan una otredad que es vista como incivilizada, primitiva y salvaje. En las “imágenes del terror”, en cambio, quien desea esbozar su carácter salvaje y violento, es precisamente el asesino, el fotógrafo, el “yo”. De ahí la insistencia en mostrar fotos donde quedaran evidenciados las torturas y los asesinatos de mujeres embarazadas, niños y demás población indefensa. En las imágenes de la violencia, la otredad son los muertos. 

En escenarios de conflicto social y polarización política, las diferencias de tipo político entre los sujetos y su otredad, gatillan un accionar violento entre las partes, que invita a la exterminación física (con sufrimiento si es posible) del rival y de su familia. Para el caso colombiano, “el crimen se convirtió en un ritual macabro y barroco, la tortura al enemigo y el satanismo en el matar los situó como actores de una experiencia humana difícilmente asimilable” (García, 1996:30).

Esta díada entre el victimario y su víctima, y a propósito del estudio de la imagen fotográfica como documento histórico, “permite enfatizar la historia centrada en las consecuencias de la guerra, el dolor, los destrozos y los ataques originados por un victimario claramente tipificado. Lo cual podría entenderse además como un efecto disciplinador donde las tipologías de las víctimas nos indican de donde provendrían los victimarios, quiénes son los causantes de la tragedia, cuáles son las consecuencias y cómo debemos actuar para no entrar en tales categorías” (Arenas, 2008:123).

Al tratar de analizar los motivos por los cuales el victimario decide fotografiar a su víctima, es importante traer al presente lo que señala Zunzunegui respecto a que “controlar las imágenes se convierte, en una forma potencial de poder” (Zunzunegui, 1998:135). El que cierta comunidad observara fotografías de la muerte violenta de determinado sujeto o grupo político, era una clara señal de cuál grupo estaba ejerciendo su influencia y su poder en la zona. Esto tiene que ver con “la dinámica del silenciamiento” de la que habla Taussig, en el sentido de buscar “enterrar la memoria profundamente en el individuo con el fin de crear más miedo y una incertidumbre capaz de entremezclar la realidad y lo onírico” (Taussig citado por Pinilla, 2006:155). De todas maneras, bien lo señala Arenas, la fotografía “ha servido -lo sigue haciendo- como prueba del horror existente en el mundo. Ver una fotografía del horror es confirmar su existencia, es conferirle valor de verdad a esos acontecimientos” (Arenas, 2008:104).


 
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Reflexiones finales

El haber analizado la importancia de acudir a los documentos visuales, como herramientas metodológicas efectivas para la reconstrucción de sucesos históricos, confirma la importancia de insistir en el uso de imágenes en las investigaciones tanto históricas, como antropológicas, principalmente cuando se trate de reconstruir periodos o circunstancias donde escaseen las fuentes tradicionales. Eso sí, es importante situar su aportación cognoscitiva en su justo nivel (Zunzunegui, 1998:137). Así como en esta investigación, las “imágenes del terror” nos fueron de suma utilidad para analizar las representaciones visuales de la diferencia en escenarios de conflicto armado, en general el uso de imágenes puede dar luces a la hora de estudiar fenómenos relacionados con la vida cotidiana, los artefactos culturales, los estudios subalternos, entre otros.

Si se desea seguir escribiendo la historia de los actores históricamente marginados, es necesario sellar el pacto para la utilización de fuentes alternativas, como la fotografía. El siguiente reto a nivel metodológico, invita a insistir en el diálogo interdisciplinario como una estrategia, tanto útil como necesaria, para reconstruir contextos específicos desde distintos lenguajes y miradas. En el estudio de los documentos visuales, se hace ineludible el establecimiento de una relación dialógica disciplinaria, que contribuya a exponer las diversas miradas, desde las distintas disciplinas, sobre cada documento histórico y su contexto de producción.

Notas

1. Orlando Fals Borda (1925-2008). Investigador y sociólogo colombiano. Cofundador de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia (1960).
2. Eduardo Umaña Luna (1931-2008). Abogado y sociólogo colombiano. Cofundador de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia (1960).
3. Germán Guzmán Ocampo (Q.E.P.D.). Monseñor de la Iglesia Católica. Defensor de los Derechos Humanos.


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Terror images in Colombia:
Thoughts about photographics documents in violence scenaries in Colombia.

This paper analyzes the process of production, dissemination and interpretation of a series of pictures of victims massacred in the partisan conflict that Colombia faced between 1948 and 1960. It also presents an interpretative analysis of the attempt of both the perpetrators to photograph its otherness finalized, and the researchers of the “Comisión Nacional Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia” to publish and disseminate such images with a high degree of violence. Ends emphasizing the feasibility and appropriateness of using photography as a reliable document, particularly for the reconstruction of historical events, not narrated, and the preservation of social memory in settings of armed conflict.

Key words: Colombia, conflict, photography, victims, memory.


Author:
Juan José Correa
Maestría en Antropología, Universidad Academia de Humanismo Cristiano / Historiador, Pontificia Universidad Javeriana.

e-mail: correa.juanjo@gmail.com

Recieved: October 15th, 2010    Accepted: December 3th, 2010