En primer lugar, el pensamiento positivista se interesó por las tradiciones, los rituales y las costumbres de las sociedades “otras”, ya sea, en un primer momento, en poblaciones “exóticas” geográficamente alejadas, ya sea, en un segundo momento, en comunidades rurales o marginadas viviendo en el seno de la propia cultura occidental (Piault, 2002; Banks & Morphy, 1999). El objetivo de dicha empresa era registrar y compilar lo que se suponía eran vestigios culturales de épocas remotas, con el fin de hacer una suerte de enciclopedia de las tradiciones humanas, capaz de salvaguardar un saber pretendidamente ancestral que, a causa de los procesos de modernización, estaría sujeto a la desaparición. El interés hacia esas comunidades nacía de una curiosidad por lo “otro”, es decir, por aquella que escapaba de la lógica o la cultura occidental. Ahora bien, no se pretendía, con ese “otro”, establecer lazo alguno, sino, solamente, registrarlo, entenderlo y explicarlo (y así, en el marco de los proyectos coloniales, dominarlo). Esta corriente positivista, empapada de evolucionismo, ha dado lugar a una larga tendencia de cine etnográfico centrado en el registro, supuestamente neutro, y en la explicación, habitualmente en voz en off, de comunidades “exóticas”. A pesar de las críticas que este tipo de proyectos han recibido, muchos son los documentales que, de forma más o menos consciente, se sitúan en esta tradición.
La corriente estructuralista se interesó también por el arte, los rituales o las tradiciones de comunidades “exóticas”, “minoritarias” o “no dominantes”. Sin embargo, el objetivo de dicho interés se alejaba mucho del comentado anteriormente en relación a la tradición positivista.
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El postulado de base del proyecto estructuralista era que en las expresiones culturales de grupos minoritarios se podían detectar con especial nitidez ciertos rasgos comunes del pensamiento humano. El interés hacia el “otro” dejó de ser un interés hacia la “otredad”: la antropología se reivindicaba, ante todo, como un humanismo, y el estudio de comunidades “exóticas” dejaba de fundamentarse en una mera curiosidad para convertirse en una estrategia privilegiada para sacar a la luz las formas elementales y universales de ordenamiento de la experiencia humana. A pesar de eso, se reprochó al estructuralismo que ese universalismo se quedara en un plano meramente intelectual y colectivo, dejando de lado la cuestión del sentimiento así como la valorización del individuo en particular, supuestamente diluido, en el pensamiento estructuralista, en el seno de la sociedad donde pertenecía (Lévi-Strauss, 1969; Colleyn & Augé, 2005).
Desde los años 70, y coincidiendo con la crítica postmoderna y la politización de la antropología, se ha venido haciendo una serie de documentales sobre culturas “exóticas” o “minorizadas” de dudoso rigor etnográfico, que ponen el acento en la dimensión “moral” de la diversidad cultural, cuyo caso extremo son los documentales televisivos sobre “pueblos en vías de extinción”. Con tono nostálgico y a menudo paternalista, se glorifica el “otro”, retomando, de forma a menudo inconsciente, la figura del buen salvaje. De nuevo nos encontramos frente a un humanismo y un universalismo, que es aprovechado, a menudo por occidentales, para criticar, mediante una idealización de las culturas “tradicionales”, los supuestos excesos de la sociedad dominante.
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