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Conciencia luminosa e intimidad como acto performático en la fotografía documental chilena contemporánea.
José Pablo Concha Lagos

 

La autorreferencia fotográfica, como giro hacia la intimidad performática, la leemos como un desarrollo progresivo del lenguaje documental en fotografía, que se inicia con la muestra “El rostro de Chile” (1960). En esta exposición se pretende mostrar la identidad nacional desde una referencialidad estetizante, desde una externalidad “objetiva”. Luego, en la década de los ochenta el compromiso político de la fotografía se hace explícito como herramienta de lucha contra la dictadura militar. El libro “Chile from within”, editado por Susan Meiselas, es la concreción de esta estética que se sostiene en la subjetividad ideológica de los fotógrafos.

A fines de los noventa la exposición “El artificio del lente” reúne el trabajo de cuatro fotógrafos que documentan al país, pero lejos de un proyecto descriptivo, siendo la subjetividad de la circunstancia la motivación del acto fotográfico.

La “conciencia luminosa” y la “intimidad participante” contemporánea, que vemos como resultado problemático del recorrido político, estético y fotográfico mencionado, se hace evidente a partir de la obra de los fotógrafos Nicolás Wormull, Cristóbal Traslaviña y Alejandra Fassi.

I. Sobre el tiempo y el color

Cada tiempo tiene su representación cromática. Esta afirmación nos permitirá identificar en ciertas manifestaciones fotográficas documentales que, desde una exterioridad hacia una intimidad, revelan representaciones epocales. El tiempo se constituye en materialidad en la luz fotográfica y ésta “iconiza” su representación.

¿Es posible que la imagen represente al tiempo? En primer lugar debo argumentar la expresión “al tiempo”. Lo que se quiere decir con este modo y no con el regular “el tiempo” es que se le pretende dar un carácter óntico a algo que no lo es. El tiempo no es algo, evidentemente, más bien es una causa que sólo es posible reconocer en sus efectos, que no podemos ver y menos tocar. Una imagen es fundamentalmente una cosa que representa otra, es una mediación entre el observador y la cosa ausente, pero en el caso que nos planteamos vemos que es irrepresentable. Así todo, el tiempo es una variable que de diversas maneras está presente en la imagen. Pero antes de entrar en la imagen pensemos sobre la “cosidad” del tiempo. Como lo exponen Martin Heidegger en Ser y tiempo (1997) y Norbert Elias (2010), la cosidad de esta dimensión es manifiesta a partir del transcurrir.

 
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"Este desplazamiento tiene una primera manifestación en la observación de la no simultaneidad de acontecimientos, es decir, al percibir acontecimientos aislados se debe tener la capacidad de ordenarlos en una secuencia. Esta capacidad es la facultad de sintetizar las relaciones entre acontecimientos que se dan en la experiencia" (Elias, 2010: 69). Esta facultad establece las coordenadas que se comprenderán como “tiempo”.

La facultad sintética no ha sido siempre igual a lo largo de la historia de la conciencia del ser humano. Las diversas experiencias existenciales han ido determinado las distintas “necesidades” de síntesis.  Esto nos plantea una primera pregunta ¿si la facultad sintética ha variado a lo largo de la historia del hombre, ha variado del mismo modo el tiempo? Naturalmente. Esto quiere decir que el tiempo es una coordenada operativa para las necesidades fácticas, que según la época se hace más o menos eficiente.

Elias, afirma que la facultad de síntesis sería una “dotación natural” (2010, 62), es decir, la capacidad de relacionar y sintetizar es propia, pero a lo que hay que agregar que esta capacidad instalada sólo se expresa en la medida que se relaciona con acontecimientos que tensionan esta potencialidad. Esta capacidad de síntesis que se concreta como la estructuración de una temporalidad solo es posible de entenderla a través de la suma de generaciones que se enfrentan a determinados acontecimientos y que producen determinadas reflexiones y desde aquí la formulación de una relación temporal.

Entonces, podemos afirmar que la temporalidad es un modo de relación entre dos acontecimientos. ¿Cómo entender la expresión “el paso del tiempo” si afirmamos que la temporalidad es un modo de relación? Esta pregunta es necesaria, por ejemplo, frente a manifestaciones que no son posibles de ser comparadas ontológicamente. Por ejemplo, el paso del tiempo respecto de un individuo y la conciencia de la vejez. En este plano, la reflexión se desplaza hacia otro núcleo problemático. Si decimos que la temporalidad es un modo de relación, ¿entre qué elementos se materializa la “relación” temporal el interior del sujeto? Como decíamos, acá la discusión se desplaza al ámbito ontológico. Pero antes de continuar en esta línea debemos despejar ciertas concepciones temporales reconocibles históricamente y ver cómo estas iluminan este problema.

Una manera de reconocer estos modos de tiempo es observando sus fundamentos temporales. Es evidente que los primeros modos referenciales de temporalidad son a través de la observación de fenómenos que se repiten regularmente y que correlativamente se observan manifestaciones diversas de lo natural, así se establece la idea de relación.

Elias plantea que a mayor autonomía de las sociedades respecto de la naturaleza, mayor el grado de abstracción de la noción de tiempo. Esta autonomía implica la dependencia de dispositivos técnicos, ya no naturales, que le indiquen su transcurso: los relojes.

 
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La temporalidad se transforma en diacrónica en el momento en que la concepción cíclica pierde vigor. De este modo, el tiempo se hace medida continua. Si esto es así, se podrán ordenar “históricamente” los acontecimientos.

La uniformidad universal de la luz, como la única continuidad regular en el universo, permitiría otorgarle a aquellos fenómenos que se manifiestan por medio y gracias a ella un estatuto cultural que tiende a lo verdadero ónticamente. La temporalidad es medible sólo por la presencia de esta variable continua. Es decir, la luz y el tiempo son “conceptos materiales” imbricados y que establecen las referencias fundamentales. El tiempo cíclico, el diacrónico y el variable sólo se pueden entender desde un continuum que es la luz. El tiempo cabalga sobre la luz y los modos de ver determinan los modos de medir y el tiempo se hace materia en el momento en que es medido. Y si es medido es controlado, sean estos modos de control diversos según los modos de ver. El tiempo se hace materia en el momento en que la luz deja una huella sobre algún cuerpo. Estas huellas varían según la época y son ellas las que, en los modos de lecturas que motivan, exponen valoraciones epocales diversas. En este sentido, se podría afirmar que los modos de ver y los modos de medir configuran ciertos límites de lo razonable. Y los modos de representar y de leer lo representado construyen el ámbito simbólico en el que se manifiesta la experiencia.

 

La fotografía, con el paso de los años, ha variado la manera en que “representa” la luz. Esta afirmación puede creerse evidente, pero el uso que se le ha dado a esta imagen no siempre consideraría esta dimensión. La fotografía es un juego de luces y sombras sobre un soporte, pero es éste el que será sensible a ella de diversos modos y por esto de diversas manifestaciones materiales de lo luminoso. Lo representado, entonces, no son los cuerpos, sino su desprendimiento luminoso.

La relación que tratamos de hacer aquí es que si mantenemos la metáfora de luz como encarnada en la razón occidental, la alteración en los soportes y por esto de los modos de representar, se deben a que la metáfora ha cambiado porque la razón ha variado.           La representación material es la metáfora, por lo tanto sí es posible aceptar la representación del tiempo en la imagen fotográfica.

En el blanco y negro también hay color. La tonalidad arcaica es el sepia otorgada por los  propios materiales. Esto no desde el deterioro, sino que los materiales daban esas tonalidades en las imágenes. Esta característica ha tenido como consecuencia que metafóricamente lo antiguo, entendido como pre-moderno, sea asociado a las tonalidades cálidas en la fotografía en blanco y negro. Además, esta apreciación lleva aparejada una cierta valoración de “artisticidad” que se reconoce cuando en el lenguaje coloquial se le otorga una mayor “calidad” de artística a una fotografía por el sólo hecho de ser en blanco y negro.

 
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Respecto del negativo en color, no podemos tener certeza de sus colores, si no ha sido adecuadamente conservado luego de realizarse la imagen, debido a que el deterioro es inevitable. Los componentes orgánicos de estas fotografías se degradan inexorablemente y esto, acompañado a la inexistente política de conservación en condiciones adecuadas a lo largo del siglo XX, no nos permite hablar con seguridad de los colores. Estas imágenes, por ejemplo en los álbumes familiares, es decir, en la memoria colectiva atomizada de los años ochenta, en la actualidad, están con evidentes signos de deterioro. De este modo, la construcción de la representación queda suspendida por sus materiales. Esta situación es metáfora, a su vez, del ejercicio exegético del pasado. Si bien Gadamer en Verdad y Método (1997) advierte de los “prejuicios” en la lectura hermenéutica, los mismos materiales alteran al objeto fotográfico. Lo que queda es la interpretación desde el recuerdo que no es más que el contexto. Es decir, no es posible la certeza histórica -eso ya lo sabemos- pero no lo sabíamos desde la supuesta objetividad material fotográfica.

Esta evidencia nos obliga a advertir los alcances que en la interpretación pueden llegar a tener las características técnicas del porte. En el ámbito en que se hace más crítico es en la valoración estética; esto entendido como el lugar del reconocimiento de las peculiaridades apreciables por el observador.

La representación activa de la contingencia histórica es equivalente con el grado de desarrollo de la comunidad que le da el contexto. Los archivos fotográficos muestran que, en general, las calidades técnicas y sus diferentes tipos se corresponden con el valor asignado a la representación como espíritu de época. En este sentido, la fotografía es, en muchos casos, ella misma portadora de tiempo; entendido éste, ahora, como una delimitación específica en el que se verifican acontecimientos materiales.

En la práctica, los tiempos comprometidos en la fotografía van desde la supuesta instantaneidad, hasta la duración. La toma fotográfica, luego, los procesos químicos que la hacen aparecer. El tiempo de obturación; la distancia transformada en tiempo en el momento de llevarse la cámara al ojo, acción que se articula con la temporalidad de lo fotografiado; acontecimiento que se “temporiza” en la quietud fotográfica. Estas temporalidades no hacen más que dimensionar a escala humana un acto técnico que ha tenido, un buen tiempo, prestigio objetivo. De este modo, las combinaciones temporales en el dispositivo se constituirán en resonancias de su espíritu de época.



 
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Como lo anticipó Ronald Kay, la fotografía tiene alcances cósmicos cuando es en ella que el tiempo, la luz y el espacio configuran sus coordenadas de existencia como representación del universo (2005). Ya no es el demiurgo platónico del espejo, éste es un puro artificio, un puro reflejo virtual; la fotografía temporiza y materializa la existencia.

La pregunta que inicia este ensayo es si la imagen puede representar el tiempo. Lo hemos respondido a partir de la fotografía y además lo hemos afirmado, ya que la fotografía es ella misma tiempo y luz. Pero el fundamento contextual que guía este trabajo es la encarnación de la metáfora de la luz en la fotografía. Si en el artículo publicado en la revista Cátedra de Artes, “La inversión de la metáfora occidental de la luz, como tendencia fuerte en la práctica fotográfica chilena” (Concha, 2012) consideramos la representación de la luz y sus sombras como imagen anómala de la metáfora, en éste ejemplificaremos lo más arriba expuesto, desde el color como encarnación de la metáfora y como fenómeno revelador del espíritu de época, entendido éste como ciertas modalidades de la “ilustración”.

Si el tiempo cabalga sobre la luz, y el blanco es la totalidad cromática, diríamos metafóricamente que la luz blanca es la totalidad histórica. Esta metáfora nos permite aventurar ciertas identificaciones cromáticas con ciertos períodos históricos; es decir, cada época tiene su paleta cromática o su gama de grises.


Si tenemos a la vista los cinco siglos que conforman la “modernidad”, estos han sido representados a partir de pigmentos cromáticos; durante el proceso de industrialización de occidente irrumpe el blanco y negro técnico con su gama de grises como el sistema privilegiado de representación, lo que hace que nuestro pasado cercano sea identificado con estas tonalidades. El color, como elemento propio del registro técnico, se desarrolla contemporáneo a la posmodernidad, es decir, el color es el último esfuerzo simbólico de una realidad que se escapa y desarma. En nuestro país, desde los años sesenta se comienza a masificar la fotografía a color y por esto nuestro ingreso simbólico a la posmodernidad. Ejemplos que reconocemos de estas simbolizaciones son la obra de: Roque Esteban Scarpa (Punta Arenas, primeras décadas del siglo XX), David Quiroz (Curicó, segunda mitad del siglo XX), Antonio Quintana (desde la década del 40’ hasta los sesenta), el álbum fotográfico familiar, la fotografía política de los ochenta, Nicolás Wormull (Santiago, los últimos diez años), Cristóbal Traslaviña (Santiago, los últimos cinco años), y Alejandra Fassi (Santiago, los últimos cinco años).

II. Claves documentales chilenas.

En la historia de la fotografía documental chilena, podemos encontrar tres momentos clave que sirvieron como referente mítico, durante muchos años, para los fotógrafos en general y para los documentalistas en particular. Además de la relevancia disciplinar, estos tres momentos se constituyen en alegorías de sus respectivas épocas, las que, además, fundan nuestra contemporaneidad.

 
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El “Rostro de Chile”, “Chile From Withim” y “El Artificio del Lente” son trabajos que revelan cierta coincidencia entre la teoría y la práctica fotográfica. Si observamos estos tres momentos en conjunto advertimos una evolución en dos vías: la primera, como las expectativas de lo que es capaz de comunicar la imagen fotográfica y la segunda, el tipo de fotografías realizadas, o sea su lenguaje fotográfico.

El tránsito de estas obras va desde un uso y producción instalado en lo referencial (aquí toda la teoría convencional de la fotografía sostenida por la condición indicial de la fotografía análoga), en donde la percepción está más del lado del objeto fotografiado que de la foto misma; hasta una fotografía totalmente autorreferente, pero no como obra abstracta, donde lo fotografiado se diluye en formas, luces y colores, sino que la fotografía cobra sentido gracias su propia condición de superficie significativa y simbólica.

La caracterización técnico-estética que acabamos de hacer debe situarse, necesariamente, en un ámbito más amplio, el cultural y político. De este modo, las fotografías que conforman estos momentos se constituyen en alegorías de sus respectivos tiempos y de sus respectivas luminosidades. Es decir, las fotografías se transforman en representaciones de acontecimientos históricos “luminosos”. Esta categoría es fundamental, ya que no ha sido considerada, necesariamente, como parte de lo histórico.

Los acontecimientos luminosos son necesariamente históricos en tanto posibilidad de constatación indicial, pero el acontecimiento puede ser irrelevante para relatos uniformantes, abarcadores y totalizadores de la historia.

 

1.- El Rostro de Chile (1960).

Esta exposición, presentada en 1960 en la casa central de la Universidad de Chile, fue dirigida por Antonio Quintana, fotógrafo fundamental en la tradición documental chilena. Su obra se desarrolla desde los años 40’ hasta principio de los 70’, siendo “El Rostro de Chile” su trabajo más significativo.

Quintana es un fotógrafo en el que la luz se materializa como elemento independiente en sus imágenes. La convencionalidad de sus construcciones se dinamizan a partir de la conciencia del fenómeno luminoso y de su articulación geométrica con los objetos referenciales. La fotografía “La Baranda” (Fotografía 02), recogida en el libro “Antonio Quintana 1904-1972”(Moreno y Fresard, 2006), es un ejemplo elocuente de esta estrategia de producción.


 
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La angulación dramática del contrapicado con gran angular se dinamiza a partir de los volúmenes fuertemente iluminados, que contrastan con las sombras duras producidas por un fuerte sol. La escalera que desciende abruptamente se perfila vertiginosa por las sombras de la baranda que se proyectan sobre ella. Las diagonales se intensifican y a su vez intensifican la fotografía, justamente a partir del contraste luminoso entre las estructuras de los objetos fotografiados.

Una estrategia fundamental en Quintana es el contraluz. Este recurso se encuentra en dimensiones tanto sutiles, como vibrantes. La fotografía “Tarde de Verano” (Fotografía 01) del mismo libro mencionado, es un gran ejemplo de esta idea fotográfica en términos de sutileza. Vemos en esta fotografía una escena campesina construida a partir de la estructura triangular conformada por una joven descalza a contraluz en el centro de la imagen, una olla en el ángulo inferior derecho y la cabeza de un perro que entra a la escena por el ángulo inferior izquierdo. La estructura de esta foto es fuertemente estática, pero se dinamiza a partir de la relación de planos, el contraluz y en un nivel narrativo, el gesto en el rostro de la joven campesina. La preminencia luminosa de la foto objetualizada en el brillo del humo, le otorga cierta “belleza” bucólica a la escena. La protagonista de la imagen es rodeada por un brillo que contrasta con su precariedad material campesina. Este contrapunto estético discursivo es clave para la alegorización de la luz en la obra de Quintana.

Fotografía 01. Tarde de Verano. Antonio Quintana.

 
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Fotografía 02. La Baranda. Antonio Quintana.

Este embellecimiento por medio de estrategias fotográficas subordinará el contenido social de sus fotografías a una construcción ideologizada de exaltación del mundo proletario y campesino, disponiéndolo en un mismo lugar simbólico. Si bien estos recursos estéticos ideológicos son diametralmente distintos en otras fotografías, como la imagen de los cinco campesinos con hojotas en la Villa Alhué, del año 1959, la familiaridad, cercanía y sutil contrapicado le otorga cierta dignidad a los sujetos que está lejos de producir compasión por su situación material.

Para comprender más cabalmente los alcances ideológicos o de voluntades de producción específicas, en relación a los contenidos manifiestos en las fotografías que constituyen “El Rostro de Chile”, es útil tratar de comprender el contexto social, político y de producción artística que cubre este período en Chile.

En la década del cincuenta la administración del Estado es ejercida por Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958). Y entre los años 1958 y 1964 lo sucederá Jorge Alessandri Rodríguez. En este período, la contingencia política es el resultado de los desórdenes y disputas de la década anterior: cohecho, irregularidades administrativas, etc. Ibáñez obtiene una mayoría casi absoluta en septiembre de 1952, con la promesa explícita de limpiar la corrupción política y administrativa, ocupando la imagen de la escoba como símbolo de su campaña.

 
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Poco duró la voluntad política de Ibáñez. Las trabas burocráticas más las trabas políticas hacen que las iniciativas legislativas demoren más de lo debido, restringiendo la acción del gobierno a la mera administración del aparato estatal. Sumado a esto, la negativa opinión de Ibáñez respecto del parlamento que, incluso, llegó a pensar en disolverlo, iniciativa que finalmente no prosperó. La polarización política fue en aumento y junto con ello el desencanto social. En el año 1955, tres mil seiscientos delegados sindicales dan forma a la Central Unitaria de Trabajadores. Frente a este panorama político los partidos Liberal y Conservador giran la mirada hacia Jorge Alessandri Rodríguez, quien es presentado más como un “técnico” que como un político y por esto su figura aparece como garantía de eficiencia administrativa y política. En septiembre de 1958 asume la Presidencia de la República.

El gobierno de Alessandri se inicia con el firme propósito de poner orden a la administración del estado con un plan de racionalización y freno a la inflación. La iniciativa no tuvo mayor éxito gracias a la falta de un correlato en el cuerpo burocrático. El marco social revela una modificación en su orden y estructura, debido a las grandes migraciones hacia la ciudad del mundo rural y un afianzamiento de la clase media, lo que dio forma a una nueva burguesía.

Respecto de la producción artística, Gaspar Galaz en la introducción del texto de la segunda etapa de Chile 100 años “Entre modernidad y utopía, 1950-1973”, plantea:

“Esta etapa se caracteriza por la progresiva y rápida asimilación de la modernidad en lo industrial, comunicacional y político. La radicalización  y polarización ideológica que de manera importante afectará y estará presente en el trabajo del artista visual como también, la progresiva asimilación por parte de los artistas, sobre todo los más jóvenes, de las nuevas reflexiones en torno al lenguaje del arte. [...] El artista ya a fines de los años cincuenta reivindica su individualidad, su personal y particular modo de ver la realidad,  a través de una suerte de reinserción en la trama colectiva, como lo veremos sobre todo a lo largo de los años sesenta y comienzo de los setenta” (Galaz, 2000: 10).

Vemos, entonces, que las contingencias “político-social-artísticas” están estrechamente vinculadas, unas se deben a otras determinándose formal y semánticamente.

Este es el contexto en que Antonio Quintana desarrolla su extenso trabajo. Quintana es un fotógrafo de formación interdisciplinaria. En un primer momento estudia química y física; más tarde filosofía y arte. De vida política activa, fue miembro del partido Comunista hasta el día de su muerte, fue un actor importante de la escena cultural del país. Amigo de intelectuales y artistas, su casa era frecuentemente visitada por personajes como Pablo Neruda o Volodia Teitelboim. Debido a sus conocimientos químicos, comenzó un largo proceso de investigación y perfeccionamiento de la técnica fotográfica, transformándose en uno de los expertos en fotografías murales.

 
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Antonio Quintana es recordado especialmente por “El Rostro de Chile”, pero hay que considerar que fue un gran maestro de fotógrafos y artista de talento reconocido. Evidentemente, “El Rostro de Chile” se constituye en el trabajo más importante en el que haya participado.

Como plantea Denise Fresard, Quintana logra convencer a Álvaro Bunster, quien en ese momento era el Secretario General de la Universidad de Chile, de realizar un proyecto que tenía por objetivo fundamental “visibilizar” Chile. El proyecto tendría una extensión que cubriría todo el país, registrando paisajes, costumbres, industrias y especialmente personas. Bunster finalmente se entusiasma y apoya el proyecto (Moreno y Fresard, 2006). Este es el punto de partida de “El Rostro de Chile”.

El trabajo es liderado por Antonio Quintana quien junto a Domingo Ulloa, Roberto Montandón y Mario Guillard, dieron forma y cuerpo a más de ocho mil negativos, de los cuales 400 se transformaron en la obra y exposición final. La estrategia de producción consistió en la repartición de Chile: Montandón y Quintana viajan al norte; Ulloa al sur y Mario Guillard aporta con las fotografías de la Isla de Pascua y del desastre en Valparaíso debido al terremoto del año sesenta (Moreno y Fresard, 2006).

La idea básica de este trabajo es hacer un “retrato” de Chile. Éste entendido como la manera de revelar en imágenes al Chile profundo desde el paisaje, la gente, los sistemas de producción, la entretención, llegando hasta los niños, ancianos, trabajadores; la identidad de la nación presentada en la verdad fotográfica.

Fresard cita a Volodia Teitelboim, cuando éste escribe, con motivo de la muerte del fotógrafo, en el diario El Siglo del año 1972 respecto de estas fotografías: “…entregar el alma de su patria en su fotografía, decirle al mundo lo que era su país por dentro, decirle con lo visible, lo invisible” (Moreno y Fresard, 140).

Es relevante anotar que esta exposición recorrió varios países de Latinoamérica, Norteamérica, Europa, Unión Soviética, llegando finalmente diez años más tarde a Japón el año 1970, convirtiéndose en la empresa fotográfica más grande que se ha realizado en Chile hasta hoy.

Un hecho interesante se da en 1985. En este año se edita un libro que toma el nombre y fotografías de “El Rostro de Chile” del año sesenta. Lo curioso es que esta edición es realizada bajo el patrocinio de la dictadura militar, con una evidente voluntad de uso y manipulación de este material fotográfico. En el primer “Rostro de Chile” como en el segundo, advertimos una misma ideología respecto del uso de la imagen fotográfica: como un sistema de lectura referencial, estableciendo una relación metonímica absoluta, es decir, la fotografía es registro y huella de la realidad. Esta ideología fotográfica es funcional a la ideología política que la utiliza: todo aquello que sea mostrado por la imagen fotográfica es indiscutible… ¿Es posible en estos años encontrar una mejor herramienta de promoción ideológica que la fotografía en cuanto a su estatuto de verdad?



 
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Fotografía 03. Antonio Quintana.

En las dos versiones de este trabajo fotográfico se pretende revelar la condición más “verdadera” de Chile. Condición que encontraremos en sus costumbres, paisajes, rostros, industria, cultura, oficios, integración étnica, riquezas naturales, artesanía, etc. Todas estas divisiones temáticas operan en función de mostrar un país próspero, ordenado, equilibrado, desde lo natural, lo social, económico y político. Estéticamente, las imágenes están construidas de manera en extremo conservadoras; composiciones con el horizonte casi siempre equilibrado, una iluminación clásica, trabajando los retratos con claro-oscuros propios de la pintura. Habitualmente, estos retratos están tomados desde un leve contrapicado, lo que magnifica la figura fotografiada. Una de las imágenes que resume la voluntad política y estética es la incorporación de la imagen de la mujer mapuche (Fotografía 03).

Esta fotografía está tomada en contrapicado (en un ángulo de 45 grados, de abajo hacia arriba) en donde la disposición de la óptica magnifica la figura; se percibe más grande, más digna, más importante. Si a este recurso técnico le agregamos la pose en que esta mujer dirige la mirada para un lado y hacia arriba, mirando con seguridad, con convicción, completamos la manipulación evidente: primero, retratar de la manera descrita a esta mujer mapuche, para incorporar esta imagen a todo el cuerpo social que retrata este trabajo y a través de ella a todo el mundo indígena, mundo marginal, pero que debe estar integrado a la sociedad que pretende ser  justa.

 
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Esta extensión temática que, como ya hemos dicho, tiene como finalidad proyectar una identidad nacional, se sostiene en un tratamiento técnico e ideológico. La militancia comunista de Quintana lo hace especialmente sensible al mundo popular y el retrato que hace del campesino y del indígena son ejemplos claros de los principios estéticos del “realismo socialista”. La tensión entre este realismo y el expresado por Quintana por medio de sus fotografías debe ser vista en que la estetización de sus protagonistas los aleja de su real condición y los muestra en una dignidad que no se condice con su experiencia de “explotado” por las clases dirigentes; por el contrario, las construcciones identitarias que realiza el fotógrafo y su equipo los exponen más bien desde perspectivas “heroicas” (especialmente en el uso del contrapicado); o de igualdad social con otros “tipos” de chilenos” (igualmente felices, por ejemplo, mineros del carbón y jóvenes de clase alta esquiando).

Esta estética “realista” se ve reforzada con las estrategias técnicas fotográficas. El dominio del laboratorio por parte de Quintana, además de las convenciones en esta época de lo que debía entenderse como una “buena” fotografía, hace que el principio técnico-estético sea “extraerle” la mayor información posible al negativo fotográfico. Por lo tanto, el control técnico debía ser extremadamente riguroso, tanto desde la lectura de la luz de la escena, como de la traducción de estos valores al positivo. Evidentemente, Quintana es sensible a esta consideración “ética” fotográfica. En este sentido, el trabajo luminoso de Quintana, tanto en “El Rostro de Chile”, como en el resto de su obra, es fundamental.

Fotografía 04. Antonio Quintana.

 
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La metáfora luminosa opera aquí como una “traducción” de la realidad en el soporte fotográfico. Esta traducción busca acercarse lo más posible a la amplitud perceptiva del ojo humano en el soporte fotosensible y de este modo transformarse en registro fidedigno. Si esto es así, el “embellecimiento” por medio de la preeminencia  luminosa sostendría la entrada de Chile a una modernidad técnico-industrial, representada además como equilibrio social.

La fotografía de la pala iluminada por la luz que entra por la ventana (Fotografía 04), resulta una muestra idealizada de la relación entre saber, como iluminación técnica y trabajo.

2.- Chile From Within (1990).

A lo largo de este libro transita una sola voluntad: contar la historia reciente de Chile, desde la perspectiva de la visualidad. Efectivamente, las setenta fotografías que constituyen este libro están ordenadas desde una lógica narrativa con breves notas a pie de foto, que de alguna manera nos contextualizan las imágenes y nos relatan el tránsito de Chile desde la fractura institucional, debido al golpe de estado, hasta la vuelta a la democracia.


Vamos al nombre de este libro: “Chile From Within”, Chile desde adentro. Si oponemos este nombre al del “Rostro de Chile”, rápidamente se aprecia una orientación distinta, es decir, aquí podemos hacer dos posibles lecturas de este título. Primero, como la revelación de algo que está oculto, pero que ahora sale a la luz a través de estas fotografías, ya no es una visión mediatizada, sino desde la experiencia de los protagonistas. Esta condición hace que las fotos resulten indesmentibles y absolutas. Una segunda posible interpretación nos remite a una subjetividad determinada por el deseo de mostrar el interior de un cuerpo social; desde aquí ya no importa si lo que se muestra es la historia verdadera, sino que es la historia articulada desde la emoción de una experiencia violenta y por esto traumática. Estas fotografías reproducen una intimidad nacional violenta, que en ocasiones resulta ominosa.

Los años sesenta en Chile estuvieron marcados por una creciente polarización política, motivada por los procesos internos de la década anterior y por los aires revolucionarios de Europa y de EE.UU.. Tal fue la efervescencia que los canales habituales de la vida política se vieron desbordados. Las acciones callejeras, las huelgas y las tomas de terrenos fueron las vías naturales de expresión de un pueblo que sentía como propia la vida política, las organizaciones de base como los sindicatos tenían un peso específico que más tarde perderían casi absolutamente.

 
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En este período la fractura interna del partido Demócrata Cristiano se materializa en la creación del MAPU, grupo que más adelante será parte importante del gobierno de la Unidad Popular (UP).

En 1970 se realiza la elección presidencial. En ella participaron Jorge Alessandri por el Partido Nacional, Radomiro Tomic por la Democracia Cristiana y Salvador Allende por el amplio mundo de izquierda, representados por el Partido Socialista, el Partido Comunista y el MAPU. Allende llega al poder luego de que el parlamento lo ratificara ya que ninguno de los candidatos lograra la mayoría absoluta. La tradición republicana chilena imponía que aún cuando no existiera esta mayoría, se elegía a quien tuviera la mayoría relativa, en este caso Salvador Allende. La derecha chilena trató de manipular la situación para evitar la llegada al poder de un socialista, situación que finalmente no prosperó.

Los tres años de gobierno de la unidad popular fueron dispares. En el primer año se logró mantener las tasas de crecimiento y producción, pero al año siguiente empezó la escalada inflacionaria y la economía y la escasez manipulada por los grandes grupos productivos del país, dominados por la derecha tradicional. Esto generó una sensación de inestabilidad y descontento creciente, lo que se materializó en el famoso cacerolazo de las dueñas de casa.

El 11 de septiembre de 1973, las fuerzas armadas llegan al poder por medio del golpe militar. Rápidamente el país es sometido a un gobierno colegiado, compuesto por las más altas autoridades de las ramas castrenses. Esta situación duró muy poco tiempo, modificándose en una concentración de poder en la persona del general en jefe del Ejército, rama de mayor antigüedad entre las fuerzas armadas. De esta manera, Augusto Pinochet toma todo el poder del país y los otros generales se constituyen en el poder legislativo.

En este panorama, las libertades individuales se ven drásticamente restringidas, entre otras la libertad de expresión. El control se ejerce a todo medio de comunicación y la censura a la fotografía fue drástica. La flexibilización (relativa) del control se produce en el primer lustro de la década de los ochenta. Revistas como APSI, Cause, Análisis, o el diario El Fortín Mapocho, serán los espacios en que la mayoría de los fotógrafos, que participan de “Chile From Withim”, comienzan a registrar la contingencia político-social que está viviendo el país.

Es este libro –Chile From Within- el que recoge el material fotográfico que cubre toda la dictadura. Lo dramático es advertir que de no ser por la iniciativa de la fotógrafa norteamericana Susan Meiselas, quien llega a Chile a finales de los ochenta para “documentar” la transición política por encargo de la agencia Magnum, este libro no existiría.

 
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 Fotografía 05. Luis Poirot.

En rigor, la presencia de esta publicación es prácticamente marginal en el medio cultural chileno, porque su edición se realizó en Estados Unidos y en inglés, no habiéndose editado ni comercializado hasta ahora en Chile.

La voluntad editorial ordenó este material fotográfico a modo de un relato conmovedor. Las fotos están dispuestas de tal manera que se pueden seguir progresivamente. Ya en esta introducción fotográfica advertimos una intención clara de vehicular un contenido específico, desde una perspectiva definida. El dramatismo de esta secuencia nos dispone anímicamente al contenido del libro.

La violencia de estas fotografías de Luis Poirot (Fotografías 05 y 06), nos ponen en situación: la dictadura militar destruye la institucionalidad, borrándola a través de las armas. Las fotografías que siguen caen en un silencio absoluto; silencio tenso, noches con las calles vacías; silencio y vacío que responden no a un cierto orden o tranquilidad, sino al temor al “toque de queda”. Rápidamente esta noche se transforma en un espacio de terror.

 
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 Fotografía 06. Luis Poirot.

 Fotografía 07. Helen Hughes.

 
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La figura de Pinochet se hace omnipresente, como evidenciando el control, dominio y poder, cuando su imagen aparece en el televisor de una sencilla casa (Fotografía 08).

El aparato que está sobre un mueble en el que también vemos imágenes religiosas, y fotografías, tal vez, de familiares; o sea, este control llega hasta lo más íntimo de la sociedad. Ya no es sólo el control político, sino que también a través del control mediático se accede a la más privada intimidad; la imagen de Pinochet pasa a ocupar un espacio que, desde una virtualidad, se hace totalmente material y “objetivo”.

Fotografía 08. Héctor López.

 
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Fotografía 09. Paz Errázurriz.

La intención editorial de este libro, hace contrastar imágenes siniestras, instaladas en la oscuridad de la noche, en la soledad, con imágenes luminosas igualmente siniestras. El control se ejercerá sobre estos espacios y se muestra como un presencia diáfana, en espacios ordenados, incluso con evidentes relaciones estéticas con períodos plásticos que potencian la noción de orden. La fotografía de Paz Errázuriz “La Dehesa” objetiva este contraste (Fotografía 09).

Este barrio de Santiago, tradicionalmente identificado con los grupos de poder económico (quienes obviamente apoyaban a la dictadura militar), es mostrado como la oposición estética e ideológica, a las fotografías de los “controlados”.

La fotografía de una toma de terreno de Helen Hughes (Fotografía 10) muestra que el contraste entre el contenido y la imagen es muy significativo: la precariedad de la toma difiere de la dignidad en que es situada la bandera chilena. Es este símbolo el que domina la escena desde la altura, teniendo como fondo unas oscuras nubes. Distinta es la imagen de la bandera ubicada en la calle Bulnes (Fotografía 11). De dimensiones exageradas, por el tamaño se muestra desprovista de la dignidad de la imagen anterior. Lo interesante es advertir que la primera bandera es usada por “el pueblo” y la segunda es instalada por la dictadura.

 
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Fotografía 10. Helen Hughes.

Fotografía 11. Alejandro Hoppe.

 
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La progresión dramática que propone el libro sigue con fotografías de torturados, marchas en las calles, la imagen sombría de la justicia, violencia desatada en las calles, etc. El plebiscito marca otro momento central; la presencia del malestar popular ya es explícito. Aquí otro contraste: la cordura está de parte del “No” y lo ridículo de parte de “Sí”.

Finalmente, llegamos al triunfo del “No”. El carnaval comienza, la victoria que devuelve la libertad, la dignidad, la democracia. Relevante se hace, entonces, la última fotografía de este libro (Fotografía 12). Nuevamente la bandera, pero esta vez invertida y acompañada sólo de sombras. Es una bandera que tiene como fondo al cielo, pero la inevitable lectura de esta imagen es la evidente soledad de este símbolo; usado, manoseado. Símbolo que pretende unir el “espíritu” de la nación, pero que en esta foto aparece invertido. Hay algo mal hecho, algo inconcluso, algo que se deja abierto como deuda para los tiempos que se vienen.

Fotografía 12. Héctor López.

 
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Como hemos visto, este trabajo consideró al conjunto fotográfico como la manera de articular un relato bajo una voluntad comunicativa precisa, bajo un prisma político evidente. Podríamos hablar aquí de cierta manipulación de los contenidos; esta afirmación cobraría sentido si nosotros sostuviéramos la objetividad de la fotografía, porque habría una historia falseada por este libro a través de la manipulación en la edición, pero en rigor no hay manipulación en los contenidos porque la fotografía sólo puede mostrar imágenes de orden simbólico y lo que aquí se hace es, precisamente, ubicarse y funcionar desde esta lógica. La conciencia luminosa en “Chile from Within” establece una marcada jerarquía e identifica a lo luminoso con el poder, mientras que lo oscuro, la sombra, la penumbra, a lo sometido.

3.- El Artificio del Lente (Exposición presentada en el Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Chile en el año 2000)

El triunfo del “No” en el plebiscito del año 1988, marca el inicio de un período largo y doloroso de vuelta a la democracia. Para algunos es la transición, para otros la construcción hacia, o de, la democracia (Vial, 1998). Período que se inicia con  esperanza, con alegría (como se cantaba en el himno de la campaña del No) y con la voluntad de restablecer un orden social y político perdido en el año 1973. Si para algunos es transición y para otros construcción, en ambas ideas vemos el ir hacia algo que aún no se manifiesta en plenitud; la democracia debe ser alcanzada.

El año 1990 asume la presidencia de la nación el demócrata cristiano Patricio Aylwin Azocar, en medio de una profunda alegría social y apoyado por la Concertación de Partidos por la Democracia; gobierno que duró cuatro años, como lo establecía la constitución. La figura de Aylwin como hombre de diálogo, medido y de aspecto bondadoso, resultó clave para que las evidentes tensiones entre el mundo militar y el civil no llegaran a extremos que pusieran nuevamente en peligro la institucionalidad.

Mario Fernández señala en el libro Chile en los noventa (1998) que este período no es de transición sino de democratización:

“Con ello se acepta que el cambio del autoritarismo a la democracia ya ha tenido lugar, y se constata que se ha producido en los ámbitos centrales del sistema político: legitimación democrática del poder, funcionamiento de las instituciones y del Estado de derecho, respecto de los derechos y de las libertades públicas e individuales, celebración de elecciones competitivas con la participación de partidos políticos legalmente investidos” (Fernández, 1998: 30).

El país vive un momento de sostenido crecimiento económico durante los dos primeros gobiernos de la Concertación, con una tasa promedio del orden del 7%, una inflación reducida y controlada y un desempleo de alrededor del 6%, lo que es considerado por los especialistas como pleno empleo. A este alentador panorama debe agregarse una cierta inquietud que comenzó a incomodar a la opinión pública.
 
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Como plantea Joaquín Vial en el mismo texto: “Hay satisfacción con el crecimiento y los logros macroeconómicos, pero también hay malestar por el escaso progreso en reducir las desigualdades...” (1998: 187).

En este panorama político-económico la producción cultural se institucionaliza. El grupo de artistas que producen obra en este nuevo período político no es muy distinto al de aquellos que trabajaron bajo la dictadura. La marca distintiva de este momento histórico es que ahora el estado promueve la creación artística: desde el año 1992 el Fondart2 ha financiado las más diversas iniciativas creativas. La fotografía se ha visto beneficiada con este fondo, pero ninguna obra fotográfica logró destacarse  significativamente como para ser incluida en el recuento de la actividad cultural de la última década, que Roberto Merino hace en este mismo libro. Sólo en la última parte de su texto titulado “Fe de omisiones” nombra a la fotógrafa Paz Errázurriz, pero para mencionarla como una “omisión”.

En este contexto, “El Artificio del Lente” señala una nueva manera de producir fotografía documental; tal vez porque pone en tensión a este concepto y se muestra más bien como una reflexión desde la producción de los límites del lenguaje fotográfico. Este modo marca un distanciamiento efectivo de la noción icónico-indicial de la fotografía.



Esta afirmación puede resultar confusa al momento de observar las imágenes, ya que todas las fotografías que dan forma a este trabajo, se muestran, engañosamente, como instaladas en la antigua tradición documental. Si pensamos en la estrategia de producción, ésta fue la misma que dio carácter al “Rostro de Chile”: un grupo de fotógrafos que deciden “fotografiar”3 al país.
           
“El Artificio del Lente” como modo de denominar este trabajo, nos da la primera clave para comenzar a entender esta nueva manera de hacer fotografía documental. Ya no es un rostro el que se quiere mostrar, como manera de llegar a lo más profundo y objetivo de una identidad, como fue la voluntad en “El Rostro de Chile”. Tampoco es la historia íntima de un momento particular de la vida política y sus repercusiones en el tejido social, como fue “Chile From Within”. Esta vez, las fotografías se liberan de la voluntad referencial, de la voluntad literal, de la voluntad narrativa dramática. No hay una historia que contar, no hay un rostro que mostrar. Todo “El Artificio del Lente” es una gran metáfora de cada uno de los fotógrafos. No hay datos de los lugares fotografiados; las fotos revelan su mutismo, para luego abrirse simbólicamente.

La fotografía de Héctor López se inscribe en una estética que propone una imagen desprovista de elementos inquietantes. Las composiciones son, en general, equilibradas, evitando crear tensiones en la construcción a partir de horizontes inclinados (o si ocupa este recurso es en pocas ocasiones).
 
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Fotografía 13. Héctor López.

Esta austeridad, sostenida en imágenes con “ausencia” de punctum (como diría Barthes), donde la anécdota de la foto como plano iconográfico, está determinada no por una parte específica de la foto, sino que es la totalidad de la imagen, junto al resto de las totalidades (fotos) que conforman su obra. Es decir, cada foto de López cobra relevancia instalado en el contexto del conjunto de sus fotos. Así, vemos imágenes como la de una plaza de un lugar no señalado, donde cuesta, a primera vista, encontrar justificación para la incorporación de ella en este trabajo.

Vemos a tres sujetos casi al medio de la plaza y de la foto; uno de ellos  acercándose al primer plano, otro sentado al medio más atrás y el último caminando al fondo, conformando un triángulo. Tal vez esta figura podríamos entenderla como un aspecto dinámico dentro de la rigidez de la estructura de la plaza, pero creo que la necesidad de encontrar un centro de atención es injustificado. Esta fotografía nos pone en una estética austera, que además, empieza a aparecer la puesta en tensión no de la imagen misma, sino del lenguaje fotográfico específicamente. Esta puesta en tensión aparece cuando pensamos que estamos frente a un trabajo “documental” y la fotografía que tenemos al frente no nos entrega la información que esperamos de lo fotografiado. La intención narrativa vemos que empieza a diluirse.

 
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La acumulación de cajones, en otra foto de López, que inevitablemente nos remiten a ataúdes, también funciona en la lógica de alejamiento de lo que llamamos la “ortodoxia documental”. Esta ortodoxia va detrás de una absoluta voluntad mimética que se manifiesta en una técnica perfecta; la que obliga a pensar en la fotografía en el sistema icónico-indicial. La ausencia de referencialidad desbarata esta ortodoxia debido a que los recursos técnicos van a estar bajo le dominio del fotógrafo y por lo tanto a su voluntad comunicativa y no a la presentación objetiva y, de alguna manera, material de lo fotografiado.

En el ejemplo de esta fotografía de López no podemos saber qué son estas cajas, por lo tanto estamos delante de una imagen que desde su silencio nos dirige hacia su significación simbólica: precariedad, abandono, muerte.

Fotografía 14. Héctor López.

 
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Fotografía 15. Héctor López.

Con la siguiente fotografía López nos pone directamente en situación de muerte (Fotografía 15). Si nos ubicamos en la posición del fotógrafo, estamos dentro de un cementerio; de nuevo no podemos saber –y por otro lado no nos interesa saberlo- cuál es. Lo relevante es que a esta altura ya podemos ver cierta intención del fotógrafo: instalarnos a la muerte como límite. La fotografía nos muestra un muro con nichos que ocupan la mitad de la imagen. En la parte superior de la imagen vemos una calle con casas en estado precario. Acá la muerte, más allá de la frontera, del límite, la vida; vida manifiesta en la presencia de dos personas anónimas que caminan por esta calle que se dirige hacia ese límite...la muerte.

La voluntad de salirse del margen de lo correcto en términos fotográficos, lo vemos en la foto en que alcanzamos a reconocer a un niño que cuelga de un cordel en un espacio rodeado de árboles. El horizonte está inclinado hacia un lado y el niño borroso sólo aparece de la cintura para arriba. El horizonte y el foco de esta fotografía son dos buenas razones para ver que no es la voluntad mimética la que mueve a López a disparar la cámara. Vemos, además, que nuevamente la presencia de un sujeto está marcada por el deseo de negarlo (la condición borrosa o movida del fotografiado) (Fotografía 16).

El rayo que cruza el cielo, de la siguiente fotografía, lo quiebra, lo fractura (Fotografía 17). Es un paisaje rural que se desdibuja por la mediación desfigurante del parabrisa del auto desde donde es tomada la foto. El rayo es tan miserable como donde cae.

 
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Fotografía 16. Héctor López.

Fotografía 17. Héctor López.

 
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Finalmente, un hombre que camina hacia el horizonte (en el plano medio) en mitad de desierto, llevando algunas ramas en su mano, nos sirve como la gran metáfora que resume la intención creativa y expresiva de  Héctor López: la soledad, la muerte y el sinsentido de un camino que conduce hacia un horizonte vacío.

En Álvaro Hoppe los rostros, las marcas, los gestos...la anécdota, están entendidos en una dimensión profunda de la levedad.

Podemos afirmar que lo que cruza las imágenes de este fotógrafo es la polaridad. Casi todas las fotos están construidas a partir de la oposición de dos elementos fuertes que se tensionan mutuamente. Es una suerte de disputa que opera, fundamentalmente, desde el contraste.

La fotografía que muestra desde lo alto una extensa playa, imagen con máxima profundidad de campo, está dividida en dos; aquí la tensión está dada por la mitad superior de la imagen; todo lo que aquí se ve está también nítido. Esta condición perturba la percepción que podemos tener de esta imagen: no sabemos claramente qué estamos viendo. Luego reconocemos que aquello que está arriba en la foto, es el fragmento de algo ubicado en el primer plano (el fotógrafo me explicó que es una parte de un letrero publicitario). La primera sensación es de aplastamiento de estas pequeñas humanidades, debajo de esta enorme estructura.

Fotografía 18. Álvaro Hoppe.

 
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Fotografía 19. Álvaro Hoppe.

En la fotografía del “trasplante” Hoppe nos muestra un juego de planos y superficies. Plano de fondo, la foto presidencial: Frei cortado por la mitad por otro cartel del primer plano; el plano medio está construido a partir de otro cartel que, en diagonal, va del primer plano al plano de fondo (Fotografía 19). Esta disposición espacial sirve de escenario para la anécdota del sujeto en primer plano, quien pareciera estar dentro del cartel que dice “trasplante”; no sabemos claramente  cómo se resuelve esta incongruencia visual.

 
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Los ojos más claros e intensos que muestra Hoppe en sus fotos, son los dibujados en una pintura callejera en un muro de alguna calle de Santiago. De nuevo la presencia del hombre se diluye en la figura que se desvanece de un sujeto que pasa por el primer plano de la cámara, desvanecimiento producido por un tiempo de exposición más o menos extenso.

Vemos, entonces, que si en López es la ausencia marcada por un sentido más bien doloroso, en Hoppe es la puesta en tensión, la confrontación, la desacralización. Podríamos decir que en esta fotografía el fotógrafo propone un nivel más literal que en López; la polaridad visual se hace muy evidente, lo que ya determina cierta lectura. Comparten estos dos fotógrafos la distancia con la necesidad de construir imágenes sostenidas en la referencialidad, donde lo fotografiado es tan intenso que hace que nos olvidemos que estamos delante de una fotografía. En ambos nunca olvidamos que estamos mirando una fotografía.

Fotografía 20. Álvaro Hoppe.

 
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Fotografía 21. Claudio Pérez.

En la obra de Claudio Pérez encontramos una especie de anomalía, que en una primera entrada se hace más bien hermética. Los objetos o sujetos fotografiados se muestran como fuera del orden habitual, son fragmentos al margen, son relaciones inesperadas. Imágenes que nos obligan a ir a un fuera de campo, pero sabemos que este fuera de campo es un límite insalvable en la fotografía; por lo tanto la tensión, que en Hoppe era dentro de la fotografía, en Pérez es forzando los límites de ella.

La rarísima fotografía de un dinosaurio con la cabeza envuelta en trapos y amarrada con unos cordeles, dejando al descubierto sólo un ojo (Fotografía 21). Las dimensiones de este “animal” son amenazadoras. La “verosimilitud” de esta foto se potencia por el error fotográfico de la imagen movida, lo que implica una eliminación de detalles que nos devolverían a la realidad a esta enorme figura (de al menos un par de veces el tamaño del auto que está un poco más atrás).

 
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En la siguiente imagen de Pérez (Fotografía 22), vemos a una mujer que va subiendo por una calle dando la espalda al fotógrafo. La mujer, al medio de la foto, con un largo y liso pelo negro, que cubre casi toda su espalda, tensiona la imagen con la pesadez de su cuerpo, en contraste con las finas líneas horizontales de su polera y verticales de su falda. Esta tensión dada por elementos estáticos y de dentro de la fotografía, se hace más fuerte por la ausencia del rostro de la mujer. La mujer camina sola en medio de un espacio solitario; al fondo se ven dos casas, pero no hay más personas que ella. Vemos, entonces, que la máxima inquietud está motivada por un elemento que no podemos ver (por lo tanto fuera de la foto): el rostro.

Fotografía 22. Claudio Pérez.

 
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Fotografía 23. Claudio Pérez.

En una estética habitual de su obra, Pérez construye una fotografía, donde la negación de los rostros y por lo tanto de la humanidad, es el centro significativo. Un hombre mayor en primer plano, brazos cruzados, ocupa casi tres cuartos de la imagen, pero sólo vemos la mitad de su rostro; en el cuarto de imagen restante, un hombre más joven sostiene en sus hombros a una niña. El rostro de este hombre es tapado por el hombro del sujeto del primer plano, sólo se alcanza a ver uno de sus ojos. La niña, que tiene puesto un gorrito marinero, sostiene en sus brazos una muñeca, la que con su cabeza tapa parte del rostro de la niña. De nuevo el obstáculo, la imposibilidad de completar la imagen, la negación se transforma en estrategia estética.

 
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Fotografía 24. Claudio Pérez.

Fotografía 25. Claudio Pérez.

 
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La sobre posición de planos y por ello de espacios, en la fotografía de la escultura de Mario Irarrázaval, crea una atmósfera irreal a la imagen. Primero, un espacio marginal en el cuadro que resulta ser el interior desde donde es tomada la fotografía. Esta marginalidad que además es el primer espacio (primer plano) es el interior de automóvil. Aquí adentro y sobre el panel un pequeño juguete (¿un tigre de plástico?), adquiere dimensiones extraordinarias cuando lo relacionamos con el automóvil que está mucho más atrás y además fuera de este primer espacio, vehículo que está en el espacio-plano medio, en esta relación juguete y auto son prácticamente del mismo tamaño. En este mismo eje la enorme mano sostiene la locura de estas relaciones. Las plumillas del parabrisa marcan la presencia de dos personas, una pequeña (¿una niña?) y la de un hombre, ambas figuras a los lados de la foto. El ordenamiento de estos elementos en un formato panorámico, hace que nos alejemos de la costumbre de ver fotos de formato de 35 mm. habituales, este detalle técnico es fundamental, porque es precisamente esta razón la que le otorga un sentido de distancia más intenso de cualquier intensión referencial.

Finalmente, una cruz en medio del desierto (Fotografía 26). Cruz solitaria, simple, en medio de la nada. Metáfora dramática del sinsentido, la muerte y el dolor. La exuberancia luminosa se torna trágica en el paisaje por la cruz precaria. En este caso, la luz hiere a la simbolización mortuoria y se invierte metafóricamente acercándose a este sentido.

Fotografía 26. Claudio Pérez.

 
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Fotografía 27. Nicolás Wormull.

4.- La Intimidad como Acto Performático de la Fotogrtafía Documental Contemporánea.

Estos tres momentos documentales abren el camino a una representación de orden íntima, en el momento que comienza la desreferencialización del acto documental. La fotografía ya no puede ser comprendida como registro, sino más bien como revelación de la contingencia inmediata del fotógrafo. De este modo, el acto fotográfico se transforma en performático en el instante en que la mencionada contingencia está atada emocionalmente al fotógrafo desde su propia intimidad. Esta consideración debe ser entendida como dada en el espacio en que se desarrollan los afectos, el lugar que se define como privado, como resultado de las relaciones sociales introspectivas.

Un ejemplo elocuente de esto es Chocolate On My Jeans del fotógrafo chileno Nicolás Wormull. Las fotografías que conforman este blog son el resultado del proyecto de “subir” una foto al día durante un año. Lo interesante de este proyecto es que las imágenes corresponden precisamente a la más absoluta intimidad de su vida familiar. Cada fotografía muestra algún aspecto de su propia vida en la que debe cuidar a sus hijos diariamente. Rincones de su hogar, sus mascotas, sus hijos jugando, durmiendo, etc.

 
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Respecto de los recursos estéticos y de lenguaje fotográfico, estos responden a estrategias de producción que ponen énfasis en la resistencia a “academicismos” fotográficos: desprolijidad técnica, desenfoque, exposiciones irregulares, etc. Todos estos elementos en función de expandir el plano expresivo de su fotografía. De este modo, estas fotografías se levantan alegóricamente a partir de su propia intimidad.

Fotografía 28. Nicolás Wormull.

 
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Fotografía 29. Alejandra Fassi.

El trabajo de Alejandra Fassi es inquietante. La intimidad, en este caso, es a partir de fotografiar su propia casa y sus propios padres. Esta performatividad transforma su  cotidiano en escena, pero no como “puesta en escena”; es más bien la iconización de su territorio.

Por ejemplo, la fotografía de su padre acompañado de un gato (Fotografía 29). Los colores, la cuidada composición y la iluminanción estructuran un espacio íntimo, con una carga emotiva determinado por el gesto del padre, la posición de las manos que descansan entrelazadas y la mirada que arranca del cuadro.

 
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Otro ejemplo son las fotografías de Cristóbal Traslaviña. Tienen la particularidad que es él quien frecuentemente es protagonista de sus fotografías, mientras consume drogas, o mientras mantiene sexo con alguna mujer anónima. Esta es una intimidad descarnada y cruda; la crudeza entendida como arraigo a pulsiones desenfrenadas. Son imágenes que narran desde el desamparo, desde el dolor, desde la oscuridad, pero también desde el amor y el encuentro. Siempre desde la revelación de lo  oculto, en tanto espacio íntimo.

Estas fotografías caracterizan algunos elementos que se constituyen en el fundamento de esta reflexión: el paso de la tensión referencial, asunto expuesto más arriba con las fotografías de “El Rostro de Chile”; “Chile From Within” y “El artificio del lente”, hacia lo performático, con los ejemplo de Wormull, Fassi y Traslaviña.

Para tratar de comprender este giro “íntimo-performático” de una imagen que ha tenido una trayectoria fundamentalmente “externa”; en términos referenciales, debemos observar, como ya lo hicimos con los tres trabajos documentales anteriores, ciertos aspectos  contextualizadores de las fotografías.

Fotografía 30. Cristóbal Traslaviña.

 
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Si consideramos la última década como el espacio en que estos fotógrafos se forman profesionalmente, el contexto político económico se encuentra en un momento de consolidación democrática. Los gobiernos de Ricardo Lagos y de Michelle Bachelet, ambos parte de la “Concertación de partidos por la democracia”; coalición que tuvo la responsabilidad de reestablecer el ejercicio democrático luego del período dictatorial; completan la primera década del siglo XXI, seguidos por el gobierno de Sebastián Piñera, apoyado por los partidos de derecha agrupados en la “Alianza por Chile”. En términos generales, este período se caracteriza por un constante crecimiento económico, en ocasiones alterado por crisis internacionales, pero bajo un acuerdo general de las características del modelo económico, que se define básicamente como una economía abierta, en donde será el mercado el que regulará los equilibrios microeconómicos. Este equilibrio se ha visto alterado por vicios propios del modelo, por ejemplo la colusión en los precios por parte de empresas o del exceso de endeudamiento en casas comerciales. Podríamos afirmar que la consolidación del modelo neoliberal de la economía chilena de los últimos doce años, ha generado una cultura extendida del consumo sobre la base del endeudamiento. La proliferación de las tarjetas de crédito, tanto bancarias, como de casas comerciales, ha permitido el acceso a bienes de consumo que sin esta herramienta no habría sido posible. Este supuesto equilibrio económico no ha sido suficiente como para que en los últimos años no se hayan visto manifestaciones de descontento social, motivados, precisamente, por la aplicación del “modelo”.

Ejemplo de esto son la “revolución pingüina” en protesta al sistema educacional escolar público; las marchas de carácter ecológicas opositoras a la construcción de represas; o, recientemente, las marchas de estudiantes universitarios por educación gratuita. Por otro lado, el prestigio de la “clase política” se ha visto disminuido considerablemente; lo interesante de esto es que resulta ser transversal, es decir, tanto el conglomerado de derecha, como la concertación de partidos por la democracia sufren una sustancial baja en las encuestas. Una variable clave para comprender el descontento social es la desigualdad en el ingreso. Como observa Sergio Grez Toso “Según el informe 2009 del Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD), la relación entre el ingreso per cápita del 10% más rico de los hogares y el ingreso del 10% más pobre de los hogares chilenos es de 26,2. Lo que traducido en términos del Índice GINI (…), Chile tiene un coeficiente 52,2, uno de los peores del mundo” (Grez Toso, 2012).

Esta desigualdad ha sido claramente un factor de inestabilidad social invisibilizada por estrategias técnicas de consumo, como el ya mencionado endeudamiento.

En este punto podemos aventurar una idea arriesgada: el “iluminismo técnico” no ha sido capaz de satisfacer necesidades más complejas por medio del mero consumo. En este sentido, la razón occidental toma forma en los dispositivos técnicos y se instala como configurador de mundo.
 
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El valor superior que adopta en la sociedad el dominio de estos dispositivos se fundamenta, a su vez, en el prestigio iluminista de la columna epistemológica que guía a occidente: el principio de razón suficiente. Este principio cristaliza el anhelo de revelación de las funciones de la Physis, que ha permitido el aseguramiento de la subsistencia, producto del dominio sobre la naturaleza. Pero este aseguramiento dispone del individuo como si fuera parte de una masa informe, pero operativa para el sistema técnico. Esta observación, que tiene su origen en filosofías europeas de mediados del siglo XX, es aplicable a la marginalidad latinoamericana, pero desde un modelo socio-económico que ve al ser humano como engranaje.

En este contexto, la descripción que hace la filosofía post moderna del ser humano, como aquel que está arrojado no ya al “mundo”, sino a su propia suerte, en la precariedad la ausencia de estructuras sostenedoras, se hace reconocible en la fotografía documental chilena de los últimos cinco años, aproximadamente.

Como hemos afirmado, el gesto contemporáneo es el de la participación como actor protagónico de la escena fotográfica, lo que lo transforma en una acción performática. La escena que se registra es, en dos de nuestros tres casos, el de la intimidad del hogar. Esta selección espacial obliga a poner en marcha dos procesos diversos y complementarios.

Uno, el distanciamiento necesario para “objetualizar” lo más cercano; y dos, por medio del proceso fotográfico, transformar en símbolo la cotidianidad íntima. El tercer ejemplo activa la performatividad desde el protagonismo sexual del fotógrafo en la escena.

Esta performatividad se despliega estéticamente desde un uso particular de la luz. Como decíamos más arriba, la metáfora luminosa no alcanza a cubrir la amplitud de la experiencia contemporánea, en tanto que la razón ya no puede ser entendida como la “manifestación inequívoca de lo humano”.

Al ver las fotografías de Alejandra Fassi que hace de su intimidad, contrastan fuertemente con las imágenes de su trabajo profesional. Su labor de fotógrafa de prensa produce imágenes “luminosas” que muestran escenas de espectáculos, retrato de personajes de connotación pública, artistas y políticos. Este escaparate de rostros y situaciones “brillantes” se enfrentan a las fotografías al interior de su casa. En este caso, la intimidad performática se juega desde el gesto adusto, ausente e impasible del padre frente a la cámara, como también desde el autorretrato transparente y estetizado a partir de la precariedad material del espacio y la saturación y contraste cromático y luminoso, respectivamente.

 
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La intensidad de la intimidad revelada como acto performático se afirma en que aquella es el territorio matriz del sujeto. De este modo, se pensaría que es aquí donde operaría con mayor esplendor una “verdad originaria”.  La fotografía de esta intimidad ilumina un lugar consagrado al “secreto”, a lo oculto, a la reserva espacial como cobijo, pero que al ser alumbrada asoma una verdad contradictoria: el silencio, la penumbra, el gesto ínfimo. Así, esta intimidad se transforma en el objeto referencial de todas las fotografías de Fassi. La fotógrafa escribe en su Flickr a partir del trabajo en proceso Vida mía: “La casa, en pequeños rincones son grandes sus historias y frente a mis ojos, está el descubrimiento...  Mi hogar.. Mi familia, Mi vida...Con buenos y malos tiempos” (http://www.flickr.com/photos/...). Este breve texto confirma el ejercicio fotográfico como revelador, como vía al descubrimiento, pero no ya de un tiempo y espacio exterior, sino fundamentalmente interior, como posibilidad de reconocimiento identitario, en donde las referencias externas se debilitan frente a las referencias más cercanas. El gesto político de Fassi corresponde a aquel que se funda en la conciencia del agotamiento las estructuras ideológico-institucionales que pudieran sostener el acontecer individual y colectivo, el giro es hacia lo más cercano como fundamento. El énfasis en el uso de mayúsculas del determinante posesivo “Mi” muestra que la autorreferencialidad textual es equivalente a la fotográfica. En este rincón se teje la experiencia como unidad de origen que es compartido por los miembros de la familia.


La relación espacial invertida de los “rincones” con las “grandes historias” expone manifiestamente la relevancia de este lugar precario que se descubre a los ojos de la fotógrafa; de este modo, el habitar se convierte en una verdad no ya luminosa, sino más bien literalmente oscura.

La persistencia de la intimidad como objeto fotográfico contemporáneo en nuestro país es un hecho consistente. Esta consistencia podría interpretarse como un síntoma que manifiesta veladamente una cierta necesidad de arraigo, de pertenencia y por lo tanto una cierta orfandad. Si vinculamos la intimidad con la orfandad, este lugar se resignifica no desde la hospitalidad y el cobijo, sino que más bien desde lo patente de esta condición, incluso en este espacio.

Justamente en el trabajo Chocolate On my Jeans de Nicolás Wormull la intimidad es una que se muestra descolorida y difusa. Estas características se aprecian desde las especificidades técnicas del trabajo que se proyectan en un sentido alegórico. El uso de material sensible (negativo blanco y negro y color), luego escaneado y subido a la red, sin manipulación         aparente, muestra imágenes con “errores” técnicos que no hacen más que enfatizar lo antes afirmado. Fotos desenfocadas, manchas, dificultades con la cortina de obturación, velos, etc., fotografías –suponemos- realizadas con negativos vencidos, ya que los colores lucen muy deslavados, constituyen los rasgos técnico-estéticos fundamentales que el fotógrafo pone en juego como uno de los elementos articuladores de su trabajo.
 
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Subir una foto cada día durante un año de lo más cercano. ¿No es acaso lo más cercano lo que se muestra como más lejano? La cercanía no es garantía de conocimiento, más bien acercarse a esta cercanía es permitirse la posibilidad del misterio y de lo ominoso. Lo familiar como lo siniestro, aludiendo –evidentemente- al conocido texto de Freud “Lo ominoso” del año 1919, muestra que esta intimidad no es necesariamente el lugar, como ya decíamos, de cobijo y seguridad, sino por el contrario de agobio, de agotamiento y tedio. De todas las fotografías no hay ninguna en que los miembros directos de esta familia se muestre alegre o al menos sonriente; por el contrario, en el retrato familiar se oscurece su identidad.

La performatividad, en tanto participación de la escena del autor de la imagen, se concreta con la aparición del propio Wormull en algunas fotografías a modo de autorretrato frente al espejo o sin espejo, pero siempre con el tedio de la experiencia familiar cotidiana.

La performatividad de las fotografías de Cristóbal Traslaviña lo muestran como protagonista de la experiencia sexual registrada. Ya no sólo como testigo de la escena, sino que él mismo se fotografía en un contexto materialmente precario. En este caso, la sexualidad y la intimidad se ofrecen, del mismo modo que Wormull, desde fotografías que tensionan los recursos estéticos.

Imágenes nocturnas, luz deficiente para el material sensible; por lo tanto los recursos estéticos del movimiento y la falta de nitidez potencian los elementos discursivos de la marginalidad sexual.  La luz cede su lugar a la penumbra, y ésta construye un espacio sostenido en lo indefinido, en aquello que traza su figura a partir de material impreciso.

Esta tendencia técnico-estética de la fotografía contemporánea en Chile, construye una metáfora desalentadora en un momento en que la sociedad se satisface de sus logros materiales. La relevancia de lo luminoso es sustituida por la penumbra íntima. Este espacio es identificable como resistencia política inconsciente en el momento en que los relatos ideológicos sostenidos en lo luminoso ya no son capaces de sostener ciertas demandas inmateriales de un colectivo social. De este modo, la sombra se levanta como metáfora, como ya decíamos, de resistencia que ve en lo más cercano un doble sentido; por un lado, el soporte de su propio acontecer; pero, por otro, la precariedad de la experiencia del sujeto contemporáneo.

Los trabajos documentales que aquí se exponen revelan ya no sólo su propia significación temática a través de su medio técnico, sino que se levantan como posibilidad hermenéutica de las transformaciones que nuestra sociedad ha experimentado desde la década del 60’ hasta nuestros días.
 
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La documentalidad fotográfica ha permitido vislumbrar un largo proceso de secularización, pero no solamente desde un punto de vista espiritual, sino que la desconfianza de las estructuras políticas y sociales, lo que hace que el espacio que queda por fotografiar sea la propia circunstancia, no como un discurso abarcador de orden identitario, sino como la exposición de aquello que lo constituye como sujeto. Ya no es el discurso homogeneizante de Quintana de 1960, menos la fotografía política durante la dictadura y su afán combativo, ni la colectividad programática del Artificio del lente; el riesgo contemporáneo es el fotógrafo transformado en su propio objeto por medio un acto performático radical.

Notas

1. Este artículo es resultado de la investigación Fondecyt 1110362 “Luz, modernidad y representación en Chile”, 1910-2010.
2. Fondo Nacional de Desarrollo de las Artes.
3. He puesto entre comillas este “fotografiar”, porque se entiende, habitualmente, una identidad entre los conceptos fotografiar y  registrar; lo que implica necesariamente la ubicación de la imagen fotográfica en el plano del referente, es decir, sitúa, como ya lo hizo Barthes, a lo que define a la fotografía más allá de ella misma.

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http://chocolateonmyjeans.blogspot.com/2011/04/blog-post.html

http://www.informepais.cl/descargas/....pdf

 


 
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