Es una gran ventaja conseguir “subir” al cuarto con quien ya hubo intercambio de afectos en el alojamiento, porque en un segundo momento, o sea, “allá arriba”, es necesario ajustarse no sólo con la “chica” que ya ocupa el cuarto, sino que con las demás inquilinas del piso, ya que la cocina y los baños son comunitarios. La transferencia de un cuarto hacia otro, es más o menos constante, una vez que las relaciones pueden deshacerse o rehacerse en el transcurrir de la permanencia en la Casa. Esto ocurre también, porque la rotatividad de muchachas es grande, por la finalización de la carrera o por la mejoría de su condición financiera, lo que las posibilita para arrendar un mejor inmueble.
Las negociaciones necesarias para ocupar un cuarto son diversas: en cuál y cuánto espacio cabe quién; si la delimitación será rígida (lo que sólo se descubrirá con el tiempo o con la ampliación, o no, de la intimidad entre las “chicas”); los horarios de silencio, de estudio, de sueño, de visitas; la división de los utensilios de cocina (que generalmente cada una trae de su casa), de los alimentos; si las reflexiones serán hechas juntas o separadamente; la limpieza y orden del cuarto, y hasta de los espacios más personales, ya que todo está a la vista de todos, menos los objetos al interior del clóset.
Debido al arreglo espacial y social de la Casa, es de esperarse que lo privado y lo público se confunda, y lo segundo acabe superando e imponiéndose a lo primero. La privacidad implicada en los actos más simples como bañarse, hacer sus necesidades, dormir o cambiarse, es violada y expuesta bruscamente y, en la práctica, oprimida por el comunitarismo que convierte la existencia en un ejercicio de representación -o de construcción de una persona- pública. |