Sebastián Meschengieser  &  Federico Lisica


I.

La representación de los jóvenes en el cine argentino de los 90 es una historia, entre las posibles, de las transformaciones que se operaron en el país durante la década de hegemonía neoliberal. Unas modificaciones contundentes en la cotidianeidad implicaron nuevas políticas de representación. Imágenes donde los jóvenes transitan sintetizando los itinerarios fracturados de una sociedad de nuevo tipo; constituyéndose en objeto de polémica.

Un marcado desplazamiento en su representación nos permite describir y criticar a los nuevos jóvenes verosímiles, fuertemente determinados por la irrupción del Nuevo Cine Argentino (NCA). Este movimiento diverso e inorgánico, desde fines de los 90, permite formular nuevas preguntas a nuestro campo visual. Y reivindica al cine como un medio privilegiado a la interrogación política coyuntural, reacomodando tipos y modelos para la memoria social.

 
A modo de hipótesis, sostenemos que aquel joven “tradicional” que amalgamaba las expectativas colectivas de y para la juventud -sea rebelde, soñador, cuestionador- tiende a desaparecer de las pantallas. Y es reemplazado, NCA mediante, por el joven indolente de clase media (corriente slacker) o el marginado sin retorno, de clase baja (corriente del realismo social). La hipótesis sugiere examinar películas como El viaje (Solanas, 1992) o Un lugar en el mundo (Aristarain, 1992) para luego poder ver qué jóvenes se nos presentan en obras claves del NCA, como Silvia Prieto (Rejtman, 1999) o Pizza, birra, faso (Caetano-Stagnaro, 1998). De la búsqueda clásica de un sentido épico político al desempleo, la apatía endémica y la marginalidad como escenarios omnipresentes de la vida del joven. Entendemos que la cuestión de la juventud pone especialmente en evidencia ciertos regímenes de visibilidad, marcos sociales de representación y percepción; y que revela, en los puntos que reaparecen con cada filme -en prácticas, consumos, discursos-, las zonas sensibles -es decir, los límites- para pensar época.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Apuntes sobre la marginalidad y la apatía
-los jóvenes en el cine argentino de los 90-.



La representación de los jóvenes en el cine argentino de los 90 es una historia, entre las posibles, de las transformaciones aplicadas en el país durante la década de hegemonía neoliberal. Imágenes donde los jóvenes transitan sintetizando los itinerarios fracturados de una sociedad de nuevo tipo; constituyéndose en objeto de polémica. Como hipótesis, reconocemos un desplazamiento en las expectativas para la juventud. Del joven como portador de la utopía de transformación social hasta llegar, Nuevo Cine Argentino mediante, al desempleo, la marginalidad y el delito; o la apatía y falta de cuestionamientos como conductas verosímiles (y excluyentes) de las nóveles generaciones.




Autor: Sebastián Meschengieser & Federico Lisica
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
e -mail: meschen77@hotmail.com








Revista Chilena de Antropología Visual - número 4 - Santiago, julio 2004 -
103/117 pp. - ISSN 0718-876x.
Rev. chil. antropol. vis.



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II.

Hay en el cine un conocimiento disponible, originado en sus contornos de pensamiento estético, en su destino de manifiesto de masas, sin necesidad de concebir una traducción puntual de contenidos “de la vida a la pantalla”. Nuestro trabajo, aquí compacto, nace de un debate político, estético e interpretativo. Tiene su inicio en nuestra propia identificación, cuestión que tanto tiene que ver con el cine: por su impresión de realidad, por su “ilusión tridimensional”, por ese ocultar sistemáticamente las huellas de la propia producción de representaciones. La incomodidad comienza al sentirnos identificados malditamente con aquellas jóvenes representaciones que se van constituyendo en la historia oficial de una época sentenciada a no facilitar novedad alguna, a no asumir posición soberana excepto como “estética de la vida cotidiana” (Sarlo, 1994). Nuestra propuesta, entonces, consistiría en contemplar sistemáticamente las imágenes, tomarlas por asalto, cuestionarlas sobre lo que ignoran o repiten.



 

Sabiendo que las fluctuaciones de lo visible no son fortuitas, que responden a las necesidades o al rechazo de una formación social, a una verdad o a sus alrededores.

La representación de los jóvenes (antes como “revolucionarios”, hoy como apáticos o salvajes) vale como punto de partida para el análisis de las relaciones sociales, como espacio en el cual se concentran y configuran las formas en las que una sociedad se concibe, como uno de los principales terrenos de enfrentamiento de lo simbólico: a los jóvenes se les atribuyen imprescindibles características y cometidos pero, a la vez, una cierta capacidad latente de poner en conflicto la reproducción social.
Los jóvenes de los 90 suelen ser caracterizados a partir de matices bien difíciles de reivindicar: individualismo, consumismo, vacío, violencia ilegítima, culto por el cuerpo más no por las ideas, ausencia de utopías colectivas, en fin, una existencia sin desafíos trascendentes. La cuestión de la identidad joven contemporánea presenta al mercado como un único espacio en el cual se alcanza la misma.

La realidad política, el amor, el trabajo comunitario, el arte, el pasado y el futuro son los “grandes temas” que, simultáneamente, van desapareciendo de la constelación de los jóvenes representados mientras retornan furibundos, casi como un reto, en los textos académicos y mediáticos que intentan dilucidar a los jóvenes de carne y hueso de hoy, presos de la globalización y el fin de la diferencia como huella humana.

Los discursos dominantes sobre la juventud de los 90, como bien recuperan Margulis y Urresti (1996), se basan en mitos que la consideran un bloque homogéneo, sin tomar en cuenta -más allá de las dimensiones simbólicas- los aspectos fácticos, materiales, históricos y políticos en los que se desenvuelven como actores sociales. Los mitos principales de este tipo de discurso anuncian a la juventud como “maravillosa” (y así les endosa la pureza y motricidad necesaria para “rescatar” a la humanidad), como un “puro ocio” (pasando por un tiempo sin angustias ni responsabilidades, la llamada “moratoria social”; mito explotado por la publicidad) o la interpretan “gris”, como una verdadera desgracia social, depositaria de todos los males.

 

Estos mitos resultan imprescindibles para leer los desplazamientos que observamos en la representación cinematográfica de los jóvenes. En síntesis, el primero tendría una relación casi directa con los jóvenes del cine previo, el segundo con la corriente slacker del NCA, y el último con su realismo.

III.

Dos puntos (para nosotros dilemáticos, como veremos) destacamos en relación al NCA: el tipo de intervención política y la representación de los jóvenes. Debemos recuperar cuestiones, tanto estéticas como institucionales, que nos permitan abordar la historia del cine argentino en los 90, marcado fuertemente por su producción y las rupturas que establece. A partir de una serie de consensos -en realidad, oposiciones frontales con el cine anterior-, el NCA construye una identidad pese a la diversidad que contiene: no a historias repetidas, no a la técnica irresponsable o negligente, no a discursos altisonantes.


Películas en primera persona, actores no profesionales; el intento por recuperar el habla de la calle y los tiempos muertos de la vida real, la reivindicación de la ciudad como protagonista y de la verosimilitud de los relatos.

Las condiciones propicias para este movimiento se generaron con la consolidación de tres ámbitos: las nuevas escuelas de realización, los circuitos de exhibición no comerciales (cine clubes, retrospectivas) y las publicaciones de crítica surgidas en los ´90.

Por las dificultades para obtener fondos, y la cada vez mayor hegemonía de los temas y géneros norteamericanos, el NCA se vio obligado a hacer una estética de sus propias condiciones: una destacada falta de artificio y ampulosidad, acorde a una realidad económica que deposita a sus realizadores en los márgenes, obligando a ejercer el llamado “cine a pulmón”.




 

Lo que articula a estos nuevos protagonistas no es la pertenencia a grupos o instituciones en común sino la capacidad de apertura y predisposición generacional a los quiebres estéticos, narrativos y técnicos; y la reacción contra el cine que lo precede, de sus temas, tonos y parlamentos.

El NCA pone a la vista, omitiendo el manifiesto y la denuncia explícita, un viaje alocado por la Argentina en el cual se mezclan la precariedad que adquirió el empleo, la influencia de los medios en la agenda pública, la decadencia del Estado, el derrotero de la educación y los imaginarios históricos; las privatizaciones, la cultura de la corrupción, la exclusión y los efectos del endeudamiento titánico. En suma, el inventario general de lo que suele denominarse “menemismo”.

Las corrientes principales que suelen identificarse al hablar del NCA son, como decíamos, la del realismo social y la slacker. Ambas aquí se definen priorizando el itinerario de los jóvenes en función de su origen social más que a partir de determinadas operaciones estéticas.


En la primera predomina un realismo “sucio” y un mayor ajuste en el uso de los géneros clásicos. A partir de las figuras de Adrián Caetano, Bruno Stagnaro y Pablo Trapero, es la línea que mayor reconocimiento ha adquirido, consolidación en TV incluida. En esta línea dominan historias en las que el contexto afecta directamente el devenir de los protagonistas, en especial el mundo del trabajo, el desempleo y las zonas que el poder hegemónico silencia, o sólo emergen como focos de conflictividad criminal. La calle, la cárcel, la comisaría o la villa miseria como escenarios que funcionan ya no como un soporte pasivo e indiferente, sino como actores determinantes de la suerte de sus protagonistas, de sus vidas. Los principales títulos son Pizza, birra, faso (Caetano-Stagnaro), Mundo grúa y El bonaerense (Trapero); Bolivia y Un oso rojo (Caetano).

La segunda se destaca por su falta de pretensiones, el distanciamiento y la desdramatización en la narración. Cuenta con Martín Rejtman como principal antecedente, y una serie de directores que, al momento, sólo presentaron su opera prima (Villegas, Acuña, Alonso, entre ellos).
 
El término slacker tiene su origen en la literatura norteamericana de no ficción, donde se representa a los jóvenes a partir de tres señas significativas: la vagancia, el desapego al trabajo y la fuerte adicción al zapping televisivo. Aunque aquí lo que prevalece es la apatía, la repetición y el silencio. Las películas que pueden ubicarse en esta línea sufren constantemente de la indiferencia del público, a la vez que cierto reconocimiento en festivales del circuito europeo. Los largos planos secuencia, el grado cero en la actuación y los diálogos parcos son justificados como parte de la reacción constitutiva del NCA, como un cine que elige ser auténtico antes que recargado. Los títulos más significativos para el análisis son Rapado y Silvia Prieto (Martín Rejtman), Sábado (Villegas), Nadar solo (Acuña) y Sabés nadar? (Kaplan).

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El ensayista David Oubiña (2003) concibe al NCA como un cine quirúrgico: una mirada sobre las superficies que las disecciona, y examina para mostrarlas como un organismo descompuesto que necesita arreglo. En sintonía con su afirmación, entendemos que los procesos y marcas que deja la década del 90 resultan un tópico recurrente, un escenario naturalizado a lo largo de esta serie de ficciones. Y que sólo puede definirse al NCA, entonces, situando cada película en relación a las demás, observando cómo, una al lado de la otra, componen “el mapa de la Argentina menemista”. Queda planteado, para el espectador, la cuestión ética de la mirada sobre lo real, la opción moral de interpretar la tragedia del país arrasado, aún sin concebir al cine como una herramienta de transformación ni construir a su destinatario como sujeto revolucionario. El NCA ya no requiere prevenir y abrir los ojos (“iluminar”) para poder decir esto es lo que está pasando; sino, más bien, esto es lo que ha resultado, para bien o para mal, esto es lo que hay, ejerciendo una suerte de “pesimismo crítico”, hijo más de la razón que de la voluntad.
 

IV.

Señalamos que, con el NCA, el cine de la década explicita su crisis, obligando a componer nuevas preguntas para hacer visible lo que tiene para decir sobre los jóvenes y su tiempo. Un nuevo cine despojado y austero que, conviviendo aún con las viejas formas, nos propone un joven de clase media abusando de su moratoria social y del silencio; o uno marginado capaz de matar o morir al su vida no valer nada. Unos son la nada, los otros valen nada. El orden del ser y el del valor devaluados hasta la nada. Ya no existen, al menos entre estos nuevos verosímiles que se nos proponen, los imprescindibles, aquellos hombres que Bertolt Bretch homenajeara.

El derrotero del joven representado a través de la década demandaría repasar cada título, los análisis y justificaciones como una serie. Reseñamos aquí los ejes y prioridades de dicho recorrido.

El método para relevar el corpus, comprendido por películas argentinas de ficción estrenadas comercialmente entre el ´92 y el ´02, se basó en la siguiente serie de ítems:

· Las relaciones manifiestas que se establecen en las películas; y las imaginarias o virtuales, aquello del fuera de campo que puede reconstruirse a partir de elementos propios del film y de la época en que se sitúa.

· La estructura organizativa del film, cómo está ordenado, a partir de quién se despliega la narración. Si los jóvenes que aparecen son protagonistas o personajes secundarios en los roles que les toca jugar. Si corresponden a modelos implícitos de personalidad o conducta, a estereotipos reconocibles, hibridez o condiciones inéditas.

· El universo social del filme, los orígenes sociales de sus protagonistas y los espacios en los cuales se desenvuelven (urbanos, institucionales). Lo que muestran de ellos y lo que no, los acentos de la trama; a qué cuestiones refieren los principales parlamentos y acciones.

 

A partir de lo que llamamos genéricamente “compromiso” diferenciamos a los jóvenes del viejo cine de los del NCA. Compromiso que tiene que ver tanto con la mirada sobre el país como por la situación inmediata de sus protagonistas, por la forma de vincularse con la memoria y la historia, con la propia vocación u ocupación. Repasamos qué tipos de compromiso son factibles en el “viejo cine” para multiplicar la capacidad quirúrgica del nuevo, y cómo se llega al único horizonte de querer pasar el tiempo o sobrevivir. Un horizonte de verosímiles vigentes donde el joven fluctúa entre la indiferencia y la anomia.

1) En una primera parte, tomamos a los jóvenes que van desapareciendo de las pantallas, aquellos rebeldes, portadores de una utopía de transformación social. Muchas veces obvios y otras con más dimensiones (visibles en la pantalla o posibles de reconstruir por los indicios que deja) que los constituyen como sujetos politizables.


Con sus matices, orígenes e historias diversas confluyen en un punto: en su presencia aparece la pregunta por las propias condiciones de existencia. Asoma la incomodidad que el mundo les produce, traducida en acciones más que parlamentos. Se los ve buscando algún tipo de construcción alternativa: inmadura, idealizada, mínima o absolutamente personal. Sin embargo, no deja de rondar en sus quimeras el fantasma de la acción colectiva, de las alianzas, de la revisión de la historia, del rechazo por algún enemigo bien definido, aunque ninguno llegue a subvertir efectivamente los órdenes.

Esta zona del compromiso -de lo que el joven debe ser como reservorio de energía social, como promesa de futuro, de amor y poesía, de cuestionamientos radicales- fue dividida, sólo para fines analíticos, en tres conjuntos:
» Los jóvenes que cuentan con “la fuerza”, un nervio sedicioso que les nace de adentro o estalla ante algún estímulo determinado que cambia sus vidas para siempre; hecho potencialmente peligroso y lindante con la categoría de “enemigo público”. En especial El viaje (Solanas) y Caballos salvajes (Piñeyro).
 

» Los jóvenes que portan su identidad y compromiso desde una pura vocación que los define y afirma como sujetos de acción. En especial La nave de los locos (Wullicher) y Solo gente (Maiocco).
» Los jóvenes que requieren de la tensión con un otro (un adulto) para encomendarse a la aventura; o que deben convivir con el prejuicio de que no son cómo deberían, que en este tiempo nada puede hacerse. A esto lo llamamos “mandato”, sea por inspiración o competencia generacional. En especial Un lugar en el mundo (Aristarain) y El dedo en la llaga (Lecchi).

2) Luego desarrollamos cuestiones de ciertas películas que podríamos situar, por distintas razones, en un lugar intermedio entre la utopía y la marginalidad o apatía. Zona de jóvenes que saben que van hacia la nada pero que los incomoda el viaje. Jóvenes que no pueden hacer nada sin antes saber realmente quiénes son, en qué país viven. Jóvenes que saben que algo deberían hacer, pero no pueden salir de la inmovilidad.


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A diferencia de los slackers, aquí los jóvenes son víctimas no de su propia desidia sino de circunstancias límites que los empujan a una acción que no tendrá premios ni redenciones. Villas miserias, estaciones de trenes que ya no avanzan, delincuencia juvenil, filas de desempleados, inmigrantes hacinados en conventillos desvencijados. Las imágenes nos ubican en el extremo más degradado del mito de la juventud gris, donde los jóvenes aparecen como el resultado y estandarte de los peores males, “el emergente” violento, el sector más afectado por las crisis, en fin, “la desgracia y resaca de la sociedad”. Robar y matar, vender drogas o consumirlas. En el mejor de los casos: no hacer nada y vagar.

A diferencia de la corriente anterior, aquí los jóvenes no abundan. Al desaparecer cualquier atisbo de moratoria social en los sectores más bajos, la propia categoría de juventud ha quedado muy borrosa.
 

En países subdesarrollados como el nuestro la juventud se vuelve posesión, y parece reservada a sectores altos o medios, a aquellos que pueden acceder a educación superior y diferir, en ese tiempo, otras exigencias que “acortan” el período, como formar una familia o salir a trabajar.

En fin, el nuevo cine nos habla de una ciudad a la que le brotan fast foods, sirenas y mugre; nos habla de empleos inestables, de inercia colectiva, de la cerveza como único derroche de placer; nos habla de abandonar la escuela y de la violencia omnipresente. Allí podríamos vincular vida y pantalla, pantalla y vida. Pero, a la vez, sólo nos habla de jóvenes que no hablan, que ya no pueden, que quizás nunca pudieron. Y allí es donde negamos la transparencia o el reflejo, esa evidencia que resultaría de asumir irresponsablemente la imagen.

El nuevo cine, quizás como parte deliberada o inconsciente de su propia ruptura, parece proponerse terminar cada película sin que se genere modificación alguna en los pensamientos o acciones del joven en cuestión, porque eso es verdad, eso es auténtico; y, si en la vida que nos han legado no hay happy end, aquí tampoco.

Vemos los slackers como unos jóvenes automatizados, que parecen ser todos iguales, que pasan el tiempo, que nada los conmueve ni mueve, o los mueve sólo la inercia, al tener sus necesidades básicas satisfechas. Como si todo diera lo mismo, llegando a estados de mudez o incomunicación exasperantes. “Vivir” se resume a la preservación de los órganos vitales en mínimo funcionamiento, y cualquier modificación en sus rutinas o conductas parece azarosa y aceptada casi como por acto reflejo. Frases hechas, lugares comunes, obsesiones recurrentes.


 

Exponentes de la clase media en decadencia, sin sueños ni objetivos: una generación que es fruto de la hiperinflación y el autoexilio, fortaleciendo los sentidos más triviales de los ´90 en cada (in)acción o parlamento. Lo que vemos en la pantalla es un relato-juego donde los protagonistas llevan a la cúspide un proyecto de rebeldía negativa ya que “no hace falta vivir por algo, se puede vivir por/para nada”. Es lo que sus cuerpos parecen querer decir; un desgano y aburrimiento que se trasluce y reduce a aceptar los cánones de lo establecido, sin la fuerza como para subvertir la propia ingravidez.

Los marginados son los excluidos sin retorno: por edad, origen social o destino de gatillo fácil. El contexto socio económico queda expresado con prepotencia y afecta explícitamente a los protagonistas, los aplasta.



Los jóvenes de Buenos Aires viceversa (Agresti) o Vidas privadas (Fito Páez), no pueden florecer sin que se les blanquee el pasado, su propia historia. Y su historia es la historia reciente del país.

O vemos una transición como la de Hache, en Martín (Hache) (Aristarain), quien conoce al dedillo cuál es (era) el imaginario dominante sobre el joven, pero no puede hacerse cargo de nada: las presiones sociales lo alejan aún más de lo que debería ser. Otro caso paradigmático es el de Florencia, en El mundo contra mí (D. Feijóo). En ella se plantean unos conflictos interiorizados, la necesidad de decir y hacer cosas “grandes”. A diferencia de Hache, aquí la presión por hacer algo de su vida parece surgirle de adentro; no de los ejemplos, no de la educación, no del choque generacional. Aunque a Florencia nada se le ocurra (y nada haga) no deja de sufrir por la imposibilidad de avanzar.
 

Sufrimiento improbable en los jóvenes del Nuevo Cine, quienes resultan adaptados a pasar por la vida sin dejar una huella. Y no hay el menor indicio de rebeldía en la postura. Ni siquiera el cinismo que se les concibe a los Generación X.

3) El punto de llegada es la representación que hace el NCA. Describimos a grandes rasgos las principales características de sus protagonistas, la identidad que postulan para el joven y sus relaciones con el entorno. El escepticismo y la intención testimonial clausuran el esquivo horizonte de la utopía. Y la renuncia a la utopía parece querer constituirse en un certificado de madurez.

A fuerza de repetición y similitudes -y de reconocimiento-, surgen jóvenes verosímiles en esta época de apatías y desocupaciones varias. Podríamos decir que en el viejo cine hay una necesidad de que se revele al rebelde, al menos en una acción, en un parlamento. La semilla que uno, debe imaginar, florecerá en un nuevo hombre.

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V.

Nuestro cuestionamiento al NCA radica en la apatía de sus jóvenes, en su destino de fantasmas errantes e inadaptados sociales. Nuestra mirada, quizás, surge de la sospecha de que siempre se está viendo lo mismo, de que las representaciones de los jóvenes resultan en una cierta obligatoriedad de formas y discursos, en una permanencia. El testimonio en el NCA son las imágenes, es allí dónde radicaría lo político: interiorizado en mecanismos narrativos y en la representación del transcurrir de los protagonistas. Pero concentramos nuestras dudas (nuestra crítica, también política) sobre la representación de una generación golpeada, a la que pertenecemos.

Aún reconociendo el reacomodamiento del discurso cinematográfico al contexto (las clases medias en decadencia, las clases bajas en la marginalidad o el total abandono); aún reconociendo la necesidad de superar  al  joven  ahistórico   como signo  de revolución, rechazamos  un  
 

discurso dominante que los devuelve homogéneos, individualistas y mudos, como la clausura fáctica de cualquier movimiento posible, como incapaces de decir nada del mundo, de intervenirlo críticamente.

Es el dilema en el cual venimos braceando: la cuestión de si el NCA, en su camino a la hegemonía, se hace cargo de desnudar las secuelas del diluvio neoliberal mientras postula unos jóvenes vacíos para la historia oficial, la verosímil. Hablamos aquí de los jóvenes que representa el cine que mejor ha expuesto las consecuencias de los ´90 en la Argentina. Que, quizás también, sea mejor cine. Imprescindible, seguro, como parte de esa lucha eterna que emprenden los lenguajes en su propio territorio. Pero que, en relación a los jóvenes, no deja de fortalecer las ideas dominantes, hasta prejuiciosas y soberbiamente condescendientes.


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La cuestión es si ciertamente hay una operación de transparencia en el nuevo cine, que se define auténtico por reconocer y expresar al joven en su mínimo rol histórico; que desnuda a su vez los falsos discursos dobles de un viejo cine declamatorio y solemne que lo alababa hasta saciarlo y mantenerlo allí sentado y satisfecho.

O si, de manera inversa, el minimalismo no hace otra cosa que duplicar el efecto de indolencia y horizonte corto como si se tratara sólo de jóvenes que no hacen nada, en un silencio cómplice que sólo es desbordado al analizar la ciudad que los aloja, el trabajo que los despoja, o las relaciones que establecen entre sí, con los otros, con las instituciones. Y es allí donde este cine puede ser quirúrgico, como planteara Oubiña. O pide a gritos quirófano, un análisis polémico, político, ético y estético del que pretendemos ser parte.


 

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