Francisco Gallardo Ibáñez


La historia del género documental posee su propia agenda desde los inicios del cine. De hecho, las primeras impresiones al celuloide que apasionaban y conmovían al público del mundo entero, no eran más que retratos en movimiento de obreros saliendo de una fábrica o la llegada de un tren, y aunque la aparición del cine ficción pudo eclipsar el género, la verdad es que los documentales tienen un merecido lugar, pues sus alusiones al mundo real son un extraordinario cruce entre el asombro y la credibilidad. Creemos saber mucho de la vida, una noción que nos proporciona seguridad y estabilidad, pero todos sabemos que no es cierto. Se trata de un arreglo cultural que por su propia ambigüedad, finalmente proporciona la legitimidad que otorgamos a la novedad producto del ejercicio documental. El mejor ejemplo de esta eficacia es Nanook del Norte (1922), que registra la subsistencia de una familia esquimal y fue un éxito de taquilla a nivel mundial. Algo semejante puede decirse de Buenavista Social Club (1999), que recupera el arte de viejos músicos cubanos, muchos de los cuales permanecían en el olvido.


 
La vida real ha convocado a realizadores audiovisuales, antropólogos y otros científicos sociales, pues a pesar de lo que crea el ciudadano común, ella representa una misteriosa encrucijada entre una multitud de estados psicológicos, desempeños sociales y diversidades culturales. Esta vida mundana que sólo en apariencia parece trivial o corriente, se desarrolla de manera espontánea y es poderosamente expresiva. Ella es una fuente de conocimiento y representación de inagotables posibilidades, pero llena de dificultades a la hora de crear una imagen fidedigna que haga justicia a su complejidad y fugacidad.

Esta búsqueda de realismo visual, fue también determinante en la formulación de la teoría y práctica de un tipo de cine ficción que rechazaba los artificios interiores de los estudios de filmación. Como los impresionistas que abandonaron su talleres para pintar a cielo abierto, los directores europeos de postguerra se sumergieron en la calles de la ciudades creando arte cinematográfico con actores arrancados a la vida misma.



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Realidades Confusas: del Documental Directo al Reality Show.


Una Familia Americana, un programa de televisión estrenado en Estados Unidos en 1973, es considerado el primer reality show. Una exitosa formula mediática, que basada en el documentalismo de la vida real y la antropología cultural, ha recreado el melodrama y sin ninguna modestia está discutiendo nuestras ideas acerca de la realidad.







Autor: Francisco Gallardo Ibáñez
Antropólogo. Museo chileno de Arte Precolombino.
e -mail: fgallardo@museoprecolombino.cl








Revista Chilena de Antropología Visual - número 4 - Santiago, julio 2004 -
43/50 pp. - ISSN 0718-876x.
Rev. chil. antropol. vis.



 <<   Ô  >>
<<  Ô  >>
Los 400 Golpes (1959) de Francois Truffaut y El Ladrón de Bicicletas (1949) de Vitorio de Sica son el paradigma cinemático de este anhelo realista. Pero fue con la aparición de las cámaras portátiles y el sonido directo, que los documentalistas pudieron ofrecer nuevos puntos de vista y decisivos argumentos a favor del realismo cinemático. El direct cinema norteamericano y el cinema vérité parisino de los 60 fue el primer gesto de cultura visual que liberó la imagen de sus pedestales, permitiendo al realizador seguir libremente a sus personajes bajo los dictámenes de sus propios impulsos y movimientos. Crónica de un Verano (1960) de Jean Rouch y Edgar Morin y Primaria (1960) de Drew y asociados, son reconocidas como obras fundadoras del género.

El efecto de realidad fue tan severo y convincente, que incluso la televisión se vio afectada por estos nuevos descubrimientos retóricos de la visualidad. Entre mayo y diciembre de 1971, la vida diaria de la familia Loud de Santa Barbara, California, fue objeto de 300 horas de filmación.


 

Bill y Pat y sus cinco hijos se transformaron en protagonistas de Una Familia Americana, una serial de doce capítulos que llegó a las pantallas el año 1973. El productor Craig Gilbert, y su equipo de filmación liderado por Alan y Susan Raymond, produjeron un hito en la historia de la televisión, que por primera vez abandonaba los guiones para crear un relato nacido de la acción directa y espontánea.

Diez millones de espectadores contribuyeron a elevar el rating por encima de toda expectativa del Public Broadcasting Service, la cadena de televisión educativa no comercial más importante en Estados Unidos. Pero no fueron las imágenes de Pat en la cocina o los chicos interpretando summertime blues en el garage lo que acaparó la atención de la audiencia, sino los entretelones del inesperado divorcio del matrimonio Loud, y la pasmosa confesión pública de la condición homosexual de Lance, el hijo mayor. Semana a semana, el público fue testigo de la tragedia de una familia en descomposición y colapso.


Fue así, como las convenciones realistas proclamadas por los realizadores de vanguardia, demostraron su eficacia en la producción de entretenimiento, una ganancia insospechada para la cultura visual de los medios que lidian por gobernar el interés de las masas.

La televisión encontró el éxito (algo que no es un misterio) en el aspecto más sensible y doloroso de la vida familiar de los Loud, asuntos que usualmente permanecen resguardados por la privacidad implícita en el dictamen “la ropa sucia se lava en casa”, principio cultural que la serie demostró es cancelado cuando se trata de una familia que no es la de uno. Expertos de las más distintas disciplinas y los medios de prensa de la época condenaron la serie, sin embargo, Margaret Mead -la antropóloga de mayor connotación pública en Estados Unidos- fue la única en celebrar el documental, pues en su opinión, la serie era la prueba manifiesta del advenimiento de una nueva herramienta de conocimientos para la sociología y la antropología.

 

Su entusiasmo debió parecer paradojal para su contemporáneos, pues como Mead afirmó: “Yo creo que [Una Familia Americana] es tan nueva y significativa como la invención del drama y la novela -un nuevo modo en que la gente puede aprender mirando en la vida, viendo la vida de otros interpretada ante la cámara”.

Los elogios de la Dra. Mead estaban fundados en su preocupación científica por el uso del cine en el registro de patrones de conducta cultural. Experiencia que ella y su marido Gregory Bateson, habían ensayado en Nueva Guinea y Bali en la década de los 30. El productor de la serie, Craig Gilbert, conocía de cerca este trabajo, pues poco antes había realizado un documental sobre estas investigaciones antropológicas y fílmicas. Fue durante la realización de Margaret Mead's New Guinea Journal (1969), producida, escrita y dirigida por Gilbert, que este llegó a la convicción de que una familia estadounidense bien filmada, podría ilustrar algunos de los patrones culturales inscritos en la vida diaria de la gente en su país.

Una Familia Americana fue el primer reality show, y debe su origen a la antropología y documentalismo de vanguardia posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la serie puso de manifiesto un problema poco grato, una dificultad ética que es una fuente de tensión y debate permanente entre científicos y documentalistas, pues nadie sabe con exactitud, ¿cuáles son los límites de la confidencialidad respecto de la vida privada?. Un problema cuya respuesta es otro problema, pero que estos últimos realizadores han solucionado privilegiando las opiniones o intereses de los protagonistas. En Australia, por ejemplo, numerosos films sobre ceremonias secretas de los aborígenes son objeto de una prohibición gubernamental, pues según las organizaciones indígenas su difusión compromete la supervivencia y conservación de los sistemas tradicionales de circulación del conocimiento. Esta es una restricción que los productores de televisión han resuelto de manera pragmática, extendiendo formulas contractuales que legalmente los liberan de los acuerdos de buena voluntad que suelen limitar a los científicos sociales y muchos documentalistas.

 

Sin embargo, esto no puede ser interpretado como un abuso institucional, pues es bastante obvio que existe un número creciente de personas dispuestas a vulnerar su privacidad como un medio de lograr fama y publicidad.

La búsqueda de exposición pública, que por estos días parece ser un vehículo para obtener éxito personal, y de lo cual la familia Loud son el antecedente, ha permitido la proliferación de un sinnúmero de reality show.

Hoy en día, mediante concursos y pruebas de cámara es posible ser un participante voluntario de programas de “vida real” como Citas a Ciegas o Mundo Real de la cadena MTV. Esta es una nueva y supermediática fórmula de reality show, pues aunque el registro audiovisual sigue de cerca las convenciones del género realista audiovisual, las condiciones en las que se desarrolla la vida ordinaria tiene poco de ordinario. Poca duda cabe que el grupo, caracterizado por el desconocimiento mutuo y una abierta heterogeneidad, es algo bastante raro en el mundo real.

Se trata de una situación límite entre muchas otras, que con diferentes grados de intensidad, estimulan la acción y la reacción emocional. Este procedimiento favorece un desarrollo narrativo que, en última instancia, deja de ser vida real para trastocarse en melodrama real. Los torrentes de lágrimas reales y verdaderas, las intrigas reales y verdaderas, las aversiones reales y verdaderas, entre otras tantas emociones básicas reales y verdaderas que supongo conmueven real y verdaderamente a los espectadores no constituyen el secreto del éxito del nuevo reality show, sino algo que es más difícil de aceptar sin incomodarnos.

Se trata de seres humanos, que aunque a voluntad, son objeto de selección, confinación, vigilancia, monitoreo y manipulación. La analogía con los experimentos de laboratorio realizados con animales en cautiverio es tal vez extrema, pero es una afortunada metáfora a la hora de evaluar la variante casa estudio que ha movilizado la participación de miles de jóvenes chilenos.


 


45
46
47
48
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>


 

Desde los orígenes de la “imagen en movimiento”, la dificultad de los documentalistas de las más diversas disciplinas fue como imitar la realidad a través de la cámara. Este era un elevado problema teórico, cuya solución todavía muchos esperan con filosófica ingenuidad, sin embargo, los dilemas planteados por las nuevas expresiones del reality show son mucho más serios que una duda acerca de la verdad o un airado comentario moral, pues si aceptamos como “vida real” aquello que cada tarde o noche luce en nuestros televisores, tendríamos que concluir que no es la imagen la que imita a la realidad, sino que es la realidad la que imita a la imagen. Una derivación impensada e inquietante, pues no faltará quien por poco atento tenga dudas acerca de donde comienza la vida real y donde termina el reality show. Realidades confusas, que tal vez son el primer indicio del acierto futurista de Orwell, pues lo que es realidad para unos es una ficción para otros.

Bibliografía

Jeffrey Ruoff
“A Bastard Union of Several Forms': Style and Narrative in An American Family" in Documenting the Documentary: Close Readings of Documentary Film and Video. Eds. Barry Keith Grant and Jeannette Sloniowski. Detroit, MI: Wayne State University Press, 1998, 286-301.
Jeffrey Ruoff
“Can a Documentary Be Made of Real Life?': The Reception of An American Family" in The Construction of the Viewer: Media Ethnography and the Anthropology of Audiences. Eds. Peter Ian Crawford and Sigurjón Baldur Hafsteinsson. Denmark: Intervention Press in association with the Nordic Anthropological Film Association, 1996, 270-296.


 


49
50
<<  Ô  >>
44