“Aquellos campos desiertos e inhabitados tienen un porvenir grandioso, y con la solemne majestad de su silencio piden brazos y trabajo. Cuándo brillará esa aurora color de rosa? Cuando! Ay! Cuando los ranqueles hayan sido exterminados, o reducidos, cristinizados y civilizados”. Coronel Lúcio V. Mansilla: Una excursión a los indios ranqueles, 1870.


En 1879, cinco columnas del Ejército argentino, con un total de 6.000 soldados, avanzaron desde la extensa línea de frontera con los indios (que, del Atlántico a la Cordillera de los Andes, atravesaba todo el territorio nacional) hacia Río Negro y el “País de las Manzanas” (la actual provincia de Neuquén). Gesto más espectacular de un despiadado conflicto armado que continuaría hasta 1885, la llamada “Conquista del Desierto” fue la culminación de una prolongada historia de relaciones ambiguas entre la sociedad blanca y los habitantes originarios de la Pampa y la Patagonia.

Desde el siglo XVI, ambas sociedades coexistieron separadas por una frontera o “zona de contacto” permeable, con períodos de paz negociada y con períodos de tremenda violencia mutua, plagados de grandes y pequeñas masacres.
 
A partir de 1870, abierto un nuevo período de conflictos, los sectores dirigentes de la sociedad Argentina decidieron adoptar una “solución final” para la cuestión indígena: la eliminación física de esas sociedades. Esa opción por una resolución tan drástica del problema no se debió apenas a una posibilidad tecnológica, ofrecida por las nuevas tecnologías militares, de transporte y de comunicaciones (esa misma tecnología podría haber sido utilizada para favorecer una solución de integración, en lugar de destrucción). En realidad, lo que estaba en juego era el control territorial por parte del Estado Nacional (además de la apropiación de las tierras) completando así la instauración de un orden político y social y la formación del propio Estado y de sus instituciones.



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

La Producción del Desierto.
Las imágenes de la Campaña del Ejército Argentino contra los indios, 1879.



Este artículo aborda el tema de como las imágenes pueden constituirse en parte de un discurso legitimador en procesos de conquista. Específicamente se analizan las fotografías del retratista Antonio Pozzo; quien acompaña al General Roca durante la Campaña del Desierto en 1879. En este contexto la fotografía es portadora de un punto de vista que por un lado testimonia la crudeza de la experiencia y por otro tiene un potencial imaginario en el plano simbólico, en tanto establece nuevos mitos institucionales a partir de imágenes pasadas las que se transforman en la memoria constitutiva de la nacionalidad futura.



Autor: Héctor Alimonda & Juan Ferguson


e -mail:
hectorali@alternex.com.br








Revista Chilena de Antropología Visual - número 4 - Santiago, julio 2004 -
1/28 pp. - ISSN 0718-876x.
Rev. chil. antropol. vis.



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La dinámica propulsora del proceso era la expansión de la producción agroexportadora, a partir de la vinculación creciente con la economía internacional. Según la visión de mundo dominante, se completaba así la ocupación del desierto “bárbaro” por parte de la civilización.

Esta visión de la campaña de 1879 como “gesto espectacular” se reafirma cuando examinamos la colección de cincuenta fotografías de la misma existente en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. Para que el espectáculo fuera completo, era necesario su registro visual fotográfico. La fotografía era una tecnología de la época, tan avanzada como el fusil Remington, el telégrafo o el ferrocarril. Su utilización, en el medio físico del desierto, acompañando el desarrollo de la campaña militar, era, al mismo tiempo que su registro simbólico (más que testimonial), la confirmación y celebración de que ese ejército era portador de un nivel superior de “civilización”, que venía a apropiarse de esas “tierras vacías” para ponerlas en producción.


 

Pero recordemos también que la presencia de la frontera indígena creaba un espacio problemático donde no penetraban las capacidades represivas y organizadoras del Estado Nacional, favoreciendo la “indisciplina” de la población rural. El discurso de “Paz y Administración” que va configurando su lugar de enunciación en el Estado Nacional tiende a unificar a toda la población fronteriza, indios y blancos, en el rótulo de “barbarie”. Todos por igual deberán ser reemplazados por los portadores de la civilización.


La guerra contra los indios es presentada por los intelectuales, políticos y militares de esta nueva generación como una necesidad fatal. Conquista del desierto que supone, en realidad, la producción física y también simbólica de ese desierto, la eliminación material de los pueblos que lo habitan, pero también la negación de su propia existencia. Operaciones similares se han producido y continúan produciéndose en otras situaciones nacionales, como en Brasil:

Warren Dean las vincula con la confrontación entre sociedades que tienen modelos radicalmente diferentes de uso de los recursos naturales: cuando dos sociedades comparten el mismo sistema de apropiación de la naturaleza, lo que se establece entre ellas es una frontera política.

En verdad, ese discurso se elabora en una particular relación intertextual con el que acompaña la expansión europea en Asia y África. En la particular situación latinoamericana, esas operaciones permiten a los sectores dominantes erigirse como interlocutores válidos de las potencias modernizadoras, y en ejecutores locales de los designios de la Historia Universal, el sojuzgamiento de los pueblos atrasados en nombre del Progreso. La destrucción de los pueblos nativos tiene el sentido de dar un mejor uso a su territorio, en nombre del valor de cambio. En otras palabras, se trata de un genocidio étnico y cultural como fundamento de una reapropiación política de la naturaleza.


“Es tarea de los exploradores de avanzada del progreso capitalista codificar lo que ellos consideran atrasado y disponible para el progreso.

 

El ojo europeo progresista presenta los hábitats de subsistencia como paisajes vacíos, dotados de sentido sólo en función de un futuro capitalista y de sus posibilidades de producir un excedente comercializable. Desde luego, desde el punto de vista de sus habitantes, esos mismos espacios son vividos como intensamente humanizados, saturados de historia y significación local, como lugares donde plantas, seres vivos, accidentes geográficos tienen nombres, usos, funciones simbólicas, historias, lugares en formaciones indígenas de conocimiento”.

Nada más natural, entonces, que el énfasis puesto por el ideólogo de la campaña de 1879, Estanislao Zeballos, en que la expedición sea acompañada por científicos y naturalistas, portadores de un nuevo “punto de vista” sobre el territorio y de la posibilidad de una nueva sistematización discursiva sobre sus propiedades, que, además de su fisonomía congnoscitiva, vendrá a constituir un elemento legitimador de la campaña militar civilizatoria.

La fotografía, en ese marco, es también portadora de ese nuevo punto de vista bifronte: otorga una realidad testimonial cruda a la experiencia, pero también tiene una potencialidad imaginaria en el plano simbólico, la de establecer la iconografía de nuevos mitos institucionales, a través de imágenes que, capturadas en un presente que clausura el pasado, se proyectan como memoria constitutiva de la nacionalidad futura.

El “Corpus” Fotográfico


El 11 de Julio de 1879 el periódico La América del Sur de Buenos Aires, comunicaba a sus lectores que el Sr. Antonio Pozzo se había presentado en la oficina correspondiente “solicitando privilegio de marca de fábrica por las vistas fotográficas que ha sacado de todos los puntos donde hacía alto la expedición al Río Negro”.



 

El “retratista” Pozzo (como aparece designado en otras fuentes de la época), había acompañado a la columna comandada por el General Roca en su expedición al Desierto, en calidad de fotógrafo oficial del gobierno y miembro del Cuartel General de dicho cuerpo militar, entre abril y julio del mismo año.

A esa altura del siglo XIX no era la primera vez que la fotografía, transformada en instrumento de propaganda, era utilizada para registrar las campañas militares. Es el caso, por ejemplo, de las famosas fotografías de Roger Fenton sobre la Guerra de Crimea en 1855, y de los registros fotográficos de la Guerra de Secesión en Estados Unidos, como el trabajo de Alexander Gardner en la batalla de Gettysburg (1863), y de las fotos de William Brady acompañando el avance “transversal” de la columna del general Sherman. También podemos recordar los centenares de fotos de la guerra franco-prusiana (1870), y en América del Sur, las imágenes de la guerra contra el Paraguay (1865-1870).

Es cierto que este tipo de registros sufría ciertas limitaciones técnicas, propias del momento, que quitaban todo dinamismo a las imágenes. Las pesadas chapas de colodio húmedo y la cámara de tres pies permitían muy pocos desplazamientos. Debemos recordar que el uso de placas secas preparadas de antemano (placa al gelatino-bromuro) data de 1871, y que el perfeccionamiento de los objetivos (anastigmáticos) se da recién en 1884. Sea como fuere, subyaciendo a todas estas iniciativas tenemos el hecho de que la fotografía, durante el siglo XIX (principal pero no exclusivamente) era considerada como “prueba irrefutable” de la realidad, su análogon perfecto, revestida de ciertas características muy apreciadas por el positivismo en boga: objetividad y cientificidad.

Si la fotografía era concebida como la imitación más perfecta de la realidad, esa capacidad mimética procedía, en gran medida, de su naturaleza técnica, que permitía la aparición de una imagen de manera “automática” o “natural”, sin intervención de la mano humana (en contraposición al arte, reino de la subjetividad creadora).

 

Pero además (y esto es central) ese poder documental podía ser aplicado a la conservación del pasado, esto es, como un auténtico auxiliar (servidor) de la memoria.

Hoy en día, ya no es posible pensar a la imagen fotográfica fuera del acto que la hace ser. En términos teóricos: si entendemos la fotografía como un mensaje que se elabora a través del tiempo, considerándola como imagen/documento (índice o marca de una materialidad pasada) y como imagen/monumento (símbolo de aquello que, en el pasado, una sociedad estableció como digno de ser conservado para el futuro), debemos concluir que si la fotografía informa, ella también conforma una determinada visión del mundo. En este sentido, hasta bien entrado el siglo XX, el control de los medios técnicos de producción cultural (que envuelven tanto al que los detenta como al grupo al cual sirve) fue privilegio de las clases dominantes, y de sus aparatos político-culturales. La fotografía no sólo favoreció la difusión de comportamientos y representaciones de la clase que controlaba tales medios, sino que también actuó como eficiente medio de control social a través de la educación de la mirada .

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Desde el punto de vista del control social, la fotografía contribuye con su registro a celebrar los eventos definidos como “relevantes” según la lógica del poder, indicando qué es lo que debe perdurar y a partir de cuáles códigos iconográficos.

Ahora bien, en el caso de las fotos de la expedición al Río Negro, producidas por el Ejército argentino y que comparten plenamente aquella ideología de la objetividad, la construcción de una memoria no sólo aparece como un objetivo central, sino que está anclada en referentes histórico-sociales muy concretos. En efecto, la “Conquista del Desierto” y el sometimiento de los indios señalan, para la Argentina oficial, la matriz y la institucionalización de la República Conservadora como acuerdo básico entre el Ejército y la Oligarquía; relación que cuenta, entre sus rasgos más notorios y permanentes, una acción represiva que se distingue   por   su   capacidad   silenciadora  para   negar   la
violencia.



 

Memoria de una victoria militar sobre el indígena (en realidad, su exterminio), pero también memoria de una cierta versión de la historia y de la construcción del Estado Nacional y sus instituciones, las fotografías de 1879 aparecen, para nosotros, plenas de significaciones. Sin pretender agotar un análisis que requeriría una metodología mucho más rigurosa, nos proponemos explorarlas a partir de la formulación de algunas preguntas dirigidas a las fotos y a su contexto.

                                           * * *
Toda fotografía tiene una historia, una trayectoria existencial que  comienza  con  la  intención  para  que ella exista  como
tal. Entonces, ¿por qué las fotos de Antonio Pozzo?.

Para los propios contemporáneos, la extensión de la línea telegráfica y la incorporación del fusil Remington fueron factores decisivos en la “solución del problema indígena”. Era el “progreso”, corporizado en esa tecnología, el que venía a auxiliar a la “civilización” en la liquidación de los últimos baluartes de la “barbarie”.

No resultará extraño entonces que la fotografía, una tecnología moderna que se ubicaba en el mismo plano valorativo, haya acompañado a la empresa militar de 1879 atendiendo a un requisito implícito: la autocelebración. En especial porque ella venía a certificar la eficacia de una empresa cuidadosamente planificada, en la que nada estaba librado al azar, empezando por el registro de su propia memoria.

En efecto, el fotógrafo oficial Antonio Pozzo (quién realizaba trabajos para el Gobierno por lo menos desde 1864, cuando registró las imágenes de la locomotora “La Porteña”, primer ferrocarril argentino y, no por casualidad, otro símbolo del “progreso” deseado), no acompañó a cualquiera de las cinco columnas que realizaron la expedición sino precisamente a la del Cuartel General, que lideraba Roca. Esta columna, recordemos, se caracterizó por dos hechos significativos: por ser la única que en su recorrido no encontró indios enemigos contra los cuales disparar un tiro, y por llegar puntualmente el día 24 de mayo a la isla de Choele Choel para asistir a la gigantesca misa de campaña, celebrada frente al  Ejército  en
formación el día 25, fecha del aniversario patrio de la Argentina.
 

El General Roca era tan consciente de la carga simbólica de la expedición que se adelantó a la columna el día 22, para asegurarse que estaría el 25 de mayo en Choele Choel.

Estas circunstancias, que no pasaron desapercibidas para algunos de sus contemporáneos más esclarecidos (Sarmiento la calificó de “paseo en carruaje a través de La Pampa”), es la que permite fundamentar una visión de la campaña de 1879 como gesto espectacular por parte de Roca y del Ejército. Bien entendido, eso es así si limitamos nuestra referencia a la columna principal, ya que las columnas laterales al mando de los otros oficiales de Roca cumplieron eficazmente su tarea de “limpieza” del territorio. De esa racional combinación entre una “parada marcial” y unos “laterales arrasadores”, sólo la primera sobrevive en el registro fotográfico.

Siendo así, ¿qué muestran (y cómo) las fotos de Antonio Pozzo?.


Las fotografías registran, siguiendo el itinerario y la cronología de la expedición (entre Carhué y Choele-Choel), los diversos puntos en que la misma hizo alto y sus protagonistas: campamentos, fuertes y poblaciones; los oficiales, la tropa, los sacerdotes y, en menor cantidad (sólo 4 fotos del total), grupos de indios “amigos” y prisioneros; animales, carretas y armas; paisajes y localidades “nuevas”. En forma conjunta, el acto de registro y su memoria van construyendo un dispositivo narrativo que sigue un orden preciso y no es producto del acaso, sino que señala un camino de acción y de lectura predeterminado. De manera un tanto evidente, entonces, el sentido está contenido aquí en proponer esa linealidad que apunta a una meta determinada, y que se alcanza de manera inexorable.

Los lugares

Esa técnica se complementa con otra, en donde una particular configuración del punto de vista y la perspectiva contribuyen a padronizar la relación entre el espacio representado y el espacio de la representación:

 

exceptuando una fotografía (sobre la cual volveremos más adelante), lo que vemos son grandes panorámicas donde los sujetos y objetos fotografiados se pierden en una inmensidad vertiginosa. Al mismo tiempo, esa perspectiva se resalta por la proximidad de los primeros planos del suelo, en un efecto que recuerda el uso de la lente “gran angular” en la fotografía contemporánea.

Es cierto que el rígido encuadramiento que privilegia el sentido horizontal de la foto, la centralidad del enfoque y una equilibrada distribución de planos, formaban parte del conjunto de reglas de composición de la época, propia de la estética positivista. Tampoco hay que olvidar que existían ciertos límites técnicos que ya comentamos (en especial la rusticidad de los objetivos, que no facilitaban la inclusión de diversos elementos en la foto a distancias considerables). Pese a todo ello, las panorámicas con gran profundidad de campo fueron una elección deliberada del fotógrafo con consecuencias directas sobre la totalidad del registro.



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Los personajes

Hay otro dato que aparece en las fotos de forma paralela a la presencia constante del vacío: la casi total ausencia de retratos en primer plano. La única foto que cede a esta modalidad es la que muestra al General Roca y su Estado Mayor en un alto de la marcha.

Que los “gentleman” de la élite pretendiesen reafirmar su rol protagónico apareciendo retratados puede parecer un poco obvio. Pero resulta significativo que ningún otro miembro de la expedición haya conseguido llegar hasta ese digno primer plano. Comenzando por esos soldados que (¿inesperadamente?) presentaban rasgos étnicos demasiado próximos a sus terribles enemigos. Indios y gauchos parecen conformar, así, las dos caras de una misma moneda.

En una obra ya clásica, Romain Gaignard apunta estas semejanzas:


 

“El araucano de la pampa, montado en su caballo, tenía rasgos propios: vestido con el poncho y el chiripá (...), con botas de potro, se parecía mucho al jinete mestizo, al gaucho. Sus armas eran idénticas (...). Había una diferencia: el gaucho se alimentaba con carne de vacuno, el araucano con carne de caballo”; y en cuanto a los soldados de los fortines “despojados de todo, viven, como sus adversarios, de los ganados cercanos y de la caza. De esta manera, cuando los gauchos desertores de la frontera se refugiaban en las tolderías      indígenas,    las      pocas      diferencias     casi
desaparecían”
.

Aspecto externo y género de vida pueden entenderse, así, como otro importante rasgo de semejanza entre aquellas sociedades. Esta simetría aparecerá, inclusive, en las propias operaciones militares. El momento decisivo en que la tendencia de la guerra se vuelve favorable al Ejército, es a partir de 1876, cuando Roca comenzó a adoptar la táctica indígena, en la forma de los llamados “malones blancos”, rápidas incursiones de caballería que alcanzaban las tolderías indias.


Un espacio “vacío”, que debe ser “llenado”. Pero, ¿de qué y de qué manera?. La apelación del presidente Avellaneda de que era necesario despojar a los indios de “los territorios más ricos y fértiles de la República” para establecer allí colonias agrícolas con industriales inmigrantes europeos, no nos debe llamar a engaño. Hoy sabemos que la gran propiedad ganadera nunca dejó de ser privilegiada en el proceso de ocupación territorial.

Es significativo que en las fotos el “vacío” no se limita a los lugares “nuevos”, sino que también se hace presente allí donde la ocupación era anterior. Ya sea en las fotografías de guarniciones como Carhué, cuya ocupación data de 1876, o de ciudades como Patagones fundada en 1779, o en las de los paisajes que rodean a éstos y a otros asentamientos del hombre blanco, como los fortines. En todos los casos, lo que domina en estas imágenes es un espacio casi sin vestigios de agricultura, de árboles o de personas. Pero se trataba de un espacio que, hasta esa época, nunca había dejado de ser habitado, transitado y simbolizado por las poblaciones indígenas.

 

Parecería como si el paisaje propio del valor de uso de las comunidades indígenas se abriese ahora al valor de cambio de los blancos sin implicar una modificación en sus contenidos.

En otras palabras: estamos sugiriendo que el registro fotográfico de Antonio Pozzo da cuenta, sin proponérselo, de una singular serie de simetrías en la “zona de contacto” entre esas dos sociedades que se enfrentan. Estas simetrías, que son denunciadas por las imágenes y que resultan evidentes en los registros escritos de la época, fueron sistemáticamente negadas por el discurso oficial. Es que, de ser reconocidas, no sólo hubieran horrorizado a esa élite liberal, tan preocupada en diferenciarse de la “barbarie”, sino que, además, habrían deslegitimado a la solución militar de la cuestión indígena. Ninguna evidencia traen esas imágenes de que la ocupación de ese territorio por los blancos signifique un modelo más “avanzado” de vinculación con la naturaleza, o una incorporación de los avances de la civilización técnica de la época.


Significativamente, lo que acaba siendo resaltado en todas las fotos es un rasgo preciso de la percepción del espacio: el vacío (horizontes muy lejanos, tierras sin límites, grandes espacios, etc.). Eliminados real y visualmente sus habitantes anteriores, la Patagonia se abre ahora como un desafío donde ejercer plenamente todas las posibilidades, los recursos y la voluntad del poder civilizatorio.

Comencemos por el espacio recién apropiado, por donde las tropas transitaban por primera vez (más de la mitad de las fotos se ocupan de él). Hace algunos años, Susan Sontag ya señaló la importante función que ha cumplido siempre la fotografía como ayuda en el dominio de un espacio en el cual nos sentimos inseguros. Más recientemente, Annateresa Fabris mostró de qué manera algunas imágenes de lugares “vacíos” sirvieron, en el siglo XIX, de refuerzo y justificación a las intenciones expansionistas del colonialismo europeo. Siendo así, es posible sostener (en principio) que estas fotos de 1879 intentaron fijar en imágenes el disciplinado dominio/conocimiento de un territorio que era percibido como hostil y desconocido.

 

Y también “construído” como tal en el propio registro, tal como parece indicarlo una mención del padre Espinosa a la tarea del fotógrafo Pozzo cuando siguen una senda abierta en el monte por los soldados: “Pozzo sacó la fotografía y le puso los peligros”.

Más allá de la retórica condenatoria contra los indios (que aparecían como el motivo principal de la campaña), el verdadero objetivo de los expedicionarios se orienta precisamente a la conquista de esas (aparentemente) ilimitadas extensiones de tierra patagónica que alimentaban al imaginario europeo desde la época de las primeras exploraciones, generando una mitología no menos extensa. En su obra de 1878, verdadera justificación de la futura conquista, Estanislao Zeballos (un intelectual miembro de la oligarquía bonaerense) es muy claro al señalar que “nuestra incalculable riqueza futura está allí escondida de una manera latente, sobre la inmensa llanura, y en las montañas de la dura cordillera” . No debe sorprendernos, entonces, el hecho de que esas tierras ya hubieran sido casi totalmente enajenadas antes de su posesión efectiva.

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Es bueno destacar que cuando hablamos de las semejanzas existentes entre los dos lados de la frontera, que hacían posible la coexistencia entre indios y gauchos, no desconocemos el odio y el encono acumulados durante años de conflictos. Esa circunstancia, por sí misma, creaba legitimidad entre la población para el proyecto de genocidio de los indígenas.

Volviendo al análisis de las fotos, la diferenciación jerárquica entre los oficiales y la tropa, se ve reafirmada por ciertas actitudes de los primeros que aparecen de manera constante: en todas las fotos donde son retratados, Roca y sus oficiales asumen aquellas poses afectadas características del arquetipo del burgués del siglo XIX, imágenes estereotipadas de concentración dominadora, donde la personalidad desaparece casi por completo, más propias de un estudio fotográfico que de una empresa declaradamente tan llena de peligros. ¿O será que, dadas las circunstancias de la propia expedición, tal vez no existiesen diferencias importantes entre esos ámbitos?.

 

Sea como fuere, las poses de los oficiales actúan como índices inequívocos que informan a sus contemporáneos quienes son los conquistadores de esos territorios y qué lugar pretenden ocupar en la memoria de la nación. Esas mismas poses, por otra parte, denotan una familiaridad con la situación del retrato fotográfico, propia de lo que, parafraseando a Ana María Mauad, podríamos denominar “cultura para la mirada”, y que, en esa época, era patrimonio casi exclusivo de las clases dominantes.

Dentro de una serie de imágenes, que se caracterizan por la maciza presencia del componente masculino/adulto, se destacan dos fotografías de las mujeres y de los niños que acompañaban al ejército.


En una de ellas, se ve un semicírculo de soldados en pie, en cuyo centro aparecen sentadas muchas mujeres y niños: son las familias de la tropa.

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Convenientemente “protegidas” por sus hombres, con pañuelos que cubren sus cabezas, a veces con niños en sus brazos, las mujeres ocupan el centro de una escena que, sin duda, fue cuidadosamente preparada. Esta centralidad que les fue adjudicada en la composición no se corresponde con el número exiguo de fotos que las registra (4% del total).

En realidad, esa escasa atención no refleja la verdadera importancia que tuvo, durante el siglo XIX, la presencia femenina en las campañas del Ejército argentino. Se puede hacer referencia -entre otros episodios- al Sitio de Montevideo (1812-14); a la Guerra del Paraguay (1865-1870); y a la Conquista del Desierto. Según Zeballos, en 1878 había 6000 veteranos y 2000 mujeres en el ejército de la frontera sur.


 
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“Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias (...) En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desgarrado que los ingleses llaman gris (...) Quizás las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal, y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quién ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida real: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia.
 

Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después, en la revolución de 1874; quizás mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...”.

Ebelot, por su parte, al narrar el ataque a una tribu indígena, nos cuenta que algunas de las mujeres capturadas acaban casándose con miembros de la tropa: “En los primeros días de nuestra llegada a Puán se llevaron a cabo numerosos casamientos que, faltos de una denominación más correcta, llamaremos casamientos militares. Igual cosa ocurrió en Carhué, donde se envió una parte de los prisioneros. Las Divisiones casaron allí a sus últimos hombres célibes. Las indias, sin duda, salieron ganando con el cambio. Es más fácil amar y servir a los maridos del segundo matrimonio que a los del primero”.


Alfred Ebelot, el ingeniero francés que participó de la expedición de 1879, nos aporta datos más precisos: “Los cuerpos de línea reclutan, en sus peregrinaciones a través de las provincias y arrastran tras de sí, casi tantas mujeres como soldados. El Estado tolera y hasta favorece esta costumbre, provee a estas criaturas de buena voluntad de raciones en los campamentos, de caballos en caso de viaje y se encarga de la educación de los hijos. No son mujeres de la calle (...) se encargan de todas las tareas menudas en las que el gaucho no sabe desempeñarse. Un regimiento sin mujeres se ahoga en el aburrimiento y la suciedad y las deserciones son numerosas. Un jefe de sus hombres se alarma cuando disminuye el personal femenino de su tropa, porque ésta puede desmoralizarse. (...) Una vez incorporadas al regimiento, estas reclutas con polleras desarrollan rápidamente un espíritu de cuerpo, aprenden a gustar de la vida de cuartel y no la abandonan más”.



 

Para evitar esa “desmoralización”, algunos oficiales del Ejército no dudaban en recurrir al rapto de mujeres entre las poblaciones cristianas para proveer a su tropa (Ebelot da un ejemplo de 1874). Verdaderos malones “al revés”, resultan un decisivo indicador de hasta qué punto pueden relativizarse las diferencias entre ambas sociedades.

Mujeres blancas cautivas de los indios, mujeres indias capturadas por los blancos: protagonistas decisivas de un mestizaje demográfico y transcultural que se va dando en la frontera pampeana. Son numerosos los registros de las cautivas blancas que se identificaban con sus compañeros indios, y se negaban a abandonar la cultura indígena.

Un cuento de Jorge Luis Borges, “Historia del guerrero y de la cautiva”, (en El Aleph, de 1949) constituye una perfecta parábola de la problemática de la transculturación, narra una de estas historias, y merece ser citado extensamente. En 1872, en Junín, la abuela inglesa del narrador, casada con el coronel Francisco Borges, comandante de la frontera, encuentra entre indias capturadas a una inglesa cautiva.

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“¿Qué nos ficará depois da vitória da lei?

Y, ¿cómo las fotos de Antonio Pozzo representan a los indios?. Dice Dubois: “Lo que una foto no muestra es tan importante como lo que revela”. La fotografía se presenta, así, como una elección realizada dentro de un conjunto de elecciones posibles, que no fueron efectuadas, y que guardan con ésta una relación de equivalencia o de oposición.

Estas definiciones son absolutamente pertinentes para reflexionar sobre la representación de los indios en las fotos de la expedición de 1879. En especial, si tenemos en cuenta que, como apuntamos más arriba, en el total de cincuenta fotografías los indios aparecen sólo en cuatro (8%); pero si nos referimos a los aborígenes prisioneros en esa campaña, ese número se reduce a una foto (en la cual sólo hay mujeres y niños), ya que las otras tres muestran a indios “amigos”, sometidos anteriormente.

 

Proponemos, entonces, un primer nivel de significación relacionado a los “salvajes” y “bárbaros” enemigos: su ausencia del registro. ¿Qué fue de ellos? ¿Por qué no aparecen en las fotos? El ingeniero Ebelot nos confirma una sospecha: “En la Pampa no se hacen prisioneros” [se refiere a los varones adultos] “se aplica con todo rigor a los indios las viejas leyes militares de los españoles para los bandidos y los salteadores de caminos. Ya es un rasgo de humanidad fusilarlos, en lugar de inflingirles una muerte atroz a golpes de lanza”. Que en realidad es lo que acaba sucediendo la mayoría de las veces, como lo testimonia el mismo Ebelot: “El último recuerdo que me queda de ese día es el de la ejecución de dos indios que habían sido tomados prisioneros. Los veo aún, pequeños, rechonchos, impasibles, en la torpe actitud del indio a pie, parados delante del estado mayor y respondiendo invariablemente: “Yo no sé”, a todas las preguntas que les dirigía el intérprete, sobre los jefes, las fuerzas y detalles de la invasión. Basta! dijo simplemente el comandante (...) se precipitaron sobre ellos a lanzazos. Los dos hombres, las manos atadas sobre la espalda, corrían, tropezaban, gritando a cada golpe:


 


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Señor! Señor! Era todo lo que sabían en español. (...) mis ojos encontraron al otro indio, extendido y agonizante. Un oficial tuvo piedad de él y lo hizo degollar, pero como esto no fue suficiente, y los estertores eran cada vez más horribles, le clavaron un cuchillo en el corazón. Quienes se habían encargado con evidente satisfacción de este cruento oficio, eran dos guardias nacionales, dos gauchos de frontera”.

Una vez más debemos tener presente que, si bien la columna de Roca no se enfrentó con indio alguno, sus lugartenientes sí lo hicieron. Es por ello que el hecho de que el fotógrafo no registrara la violencia o sus efectos, debe ser atribuido a una decisión del Ejército. Esto tuvo consecuencias muy concretas para el registro iconográfico: un espacio “vacío”, construido por imágenes estáticas y tranquilas donde no aparecen ni muertos, ni heridos, ni batallas, acaba presentando una guerra “limpia” (sin crueldades), ordenada y sumamente eficaz.

 

Pero esta circunstancia también tendría efectos sobre la construcción de esa memoria histórica estatal, que se pretende nacional: si esas imágenes tienen la ventaja de no atemorizar al futuro público de la Nación a quien van dirigidas, inscriben igualmente, de forma categórica, a la violencia como un lugar “borrado”, inasible, y cómplice en el cuerpo social.

Pero esa verdadera operación simbólica, para ser totalmente eficaz, no podía permitirse una “desaparición” absoluta de sus enemigos. Es por ello que algunos de los sobrevivientes, bien escogidos, van a ser integrados de forma subordinada en el registro fotográfico. Y aquí abrimos un segundo nivel de significación.


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Comencemos por una descripción de las tres fotografías de indios “amigos” o reducidos con anterioridad. La primera foto es una imagen de Carhué, guarnición y poblado donde se inicia el registro fotográfico. Muestra un puñado de “toldos” y casas en la “periferia” del poblado. Los “toldos” no son totalmente de cuero (como en el desierto), también están hechos con paja, ladrillo y tierra.

Se ven varios indios sentados, semiocultos entre las viviendas, que no miran a la cámara (es difícil distinguir su edad o inclusive su sexo). Desde la derecha de la imagen, donde se ubica el poblado, surge una mujer de pie con dos niños, uno de ellos en brazos y otro de la mano. La mujer no es india (lleva un vestido).
 

 


Las otras dos fotos son de Choele Choel, a orillas del Río Negro, punto de llegada de la expedición. En una de ellas, un grupo numeroso de indios muy jóvenes (adolescentes) está en formación militar en medio del campo; todos llevan uniformes y el pelo muy corto; hay tres sacerdotes que “circulan” por la formación, y un altar con candelabros a la izquierda de la foto; atrás de la línea de indios, se ven soldados veteranos y algún oficial observando la escena. En la otra, hay varios indios adultos en pie, con lanza y poncho; algunos llevan uniforme militar; al frente de ellos hay dos oficiales del ejército y un paisano sentados, tomando mate es un campamento militar.


Partimos de una lectura secuencial (Barthes) que, siguiendo la progresión cronológica del registro, lo relacioné con los personajes y con lo que Mauad llama “espacio del objeto” . En este sentido, una característica que surge con fuerza en las imágenes es que los indios aparecen asociados a distintos objetos externos (casas, altar) y personales (uniformes), propios de la sociedad “blanca” o cristiana; así como también a personajes claves dentro de ésta en el ámbito de la frontera (mujer, sacerdotes y oficiales militares). La premisa que sugerimos es que, esos objetos, actuando como mediadores entre los blancos y los indios, contribuyen a conferir a estos últimos una posición subalterna, delimitando e indicando el lugar que deben ocupar en la sociedad “blanca”.

Los indios de la primera foto ya no son los del desierto. Fueron “integrados en la civilización” por lo menos dos años antes de la expedición (Carhué fue conquistada en 1876). Les permiten vivir en los márgenes del poblado, pero para ello han debido alterar radicalmente la forma y función del tipo de habitación que ocupaban tradicionalmente: la utilización de ciertos materiales de construcción (ladrillo, paja y barro) y  las
dimensiones reducidas del recinto (más apropiado para una familia monogámica), hacen que esos “toldos” parezcan ranchos, la vivienda del gaucho.
 



Pero hay otra señal, que se complementa con la anterior, y que es la presencia de esa mujer con los niños casi en el centro de la imagen. La mujer y las criaturas son ubicados intencionalmente cerca de los indios y con las casas del poblado detrás. Pero, a diferencia del resto de las fotos, aquí no hay hombres o soldados que ejerzan una función “protectora”. Simplemente porque ya no es necesario (y aquí está, para nosotros, la mayor carga connotativa del mensaje visual). Porque si las mujeres eran la presa favorita de los indios, que las raptaban para transformarlas en cautivas, la forma en que esta mujer aparece en la foto pretende constituirse en una prueba irrefutable, tanto de la “integración” de los indios, como de que aquellos tiempos han llegado a su fin.

En la segunda foto, ya en Choele Choel, los uniformes militares relucientes y el bautismo reflejan el carácter reciente de una “pacificación” que, sin embargo, ya ha pasado algunos puntos clave (por lo menos la etapa previa de adoctrinamiento, sin la cual no se bautizaba a los indígenas).

 

Sin embargo, el centro de la escena lo ocupan los sacerdotes, quienes se ubican frente a los indios, munidos de ciertos objetos materiales de su liturgia, tales como el altar y las cruces. La formación de los indios se ubica frente al altar. La presencia de los oficiales, en segundo plano, cierra la escena y se ofrece como garantía de seguridad (creemos que esta presencia conjunta de soldados y de curas no es casual).

La última fotografía también fue tomada en Choele Choel. Muestra a varios indios adultos, que probablemente ya han mostrado su “lealtad” en el campo de batalla. Un índice de ello son las lanzas que ostentan con seguridad; otro, el uniforme del ejército que llevan puesto. Esta lectura se refuerza por la posición de los oficiales, sentados de espaldas a los indígenas, y que aparecen en actitud distendida, sin preocuparse por esa presencia a sus espaldas.

Estas tres fotos, en conjunto, nos permiten aventurar una reflexión.

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Uno de estos campos, en la isla Martín García, en el Río de la Plata, recibió a algunos caciques guerreros sobrevivientes y a sus familias. Nunca saldrían de allí. Otros cautivos adultos fueron enviados como fuerza de trabajo forzada para las plantaciones azucareras de Tucumán, provincia de origen del general Roca y escenario, en esa época, de un pujante desarrollo agroindustrial. El destino de otros fue su leva forzosa en unidades del Ejército o en buques de la Marina.

Otro campo de detención estaba ubicado en la Plaza del Retiro (antiguo lugar de concentración y venta de esclavos en la época colonial), cerca del centro de Buenos Aires. En ese lugar se procedía al “reparto” de las mujeres y los niños entre las familias de la ciudad, para usarlos como criados y sirvientes. Las escenas que allí se daban provocaron la reacción de algunos observadores de la época. Decía el diario El Nacional, de Buenos Aires, el 20 de marzo de 1885: “... lo que hasta hace poco se hacía era inhumano, pues se le quitaba a las madres sus hijos, para en su presencia y sin piedad, regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigían.

 

Éste era el espectáculo: llegaba un carruaje a aquel mercado humano (...) y todos los que lloraban su cruel cautiverio temblaban de espanto (...) toda la indiada se amontonaba, pretendiendo defenderse los unos a los otros. Unos se tapaban la cara, otros miraban resignadamente al suelo, la madre apretaba contra su seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruzaba por delante para defender a su familia de los avances de la civilización, y todos espantados de aquella refinada crueldad, que ellos mismos no concebían en su espíritu salvaje...”.

Estaba encargada de esta distribución de prisioneros la Sociedad de Beneficencia, que también los enviaba a casas de familia del interior. Esta Sociedad, formada por damas de la burguesía porteña, se reservaba aún un último detalle macabro: en sus libros y actas no figura ningún nombre de los indios que pasaron por sus manos, ellos jamás fueron registrados. Con lo cual, la “desaparición” (ahora sí) se volvía completa.

 

Si seguimos la premisa anterior, vemos que ningún objeto media entre ellos y los hombres blancos. Es que probablemente todavía están muy próximos de la “barbarie”. Tal vez es por eso que los tres sacerdotes aparecen entre los indios, repitiendo un gesto que remite a los días de la conquista española, bajo la atenta mirada de los oficiales, que cierran el espacio de la foto. La cruz y la espada entonces, un par simbólico que, después de los años turbulentos de la revolución y las guerras civiles, volvía a ser valorizado positivamente, en tanto fundador de una nueva nacionalidad (y de un nuevo Estado). Es Zeballos quien, al abrir el primer capítulo de su libro, invoca “la herencia recibida de la Madre Patria, que conservamos fielmente”, para justificar la nueva conquista.

¿Cuál era el destino?, en fin, ¿qué les esperaba a estos seres en el nuevo contexto “civilizado”?. Los prisioneros fueron remitidos (por tierra o por barco) a Buenos Aires, y recluidos en “campos de detención”.


Carhué, que fue el punto de partida del registro, se constituye ahora, inversamente, en el punto de “llegada” simbólico, el destino que le espera a los indios. Lo que los blancos quieren y esperan de ellos es precisamente eso que se ve allí: un espacio marginal dentro del mundo “blanco”, donde reina la soledad. A su vez, las formaciones y los bautismos de Choele Choel pueden ser leídos como etapas del camino que lleva hacia ese destino, como constituyendo los pasos necesarios para esa “integración”.

Un destino que no es el peor de todos, porque, digámoslo una vez más, se trata de indios que se sometieron “voluntariamente” al ejército, y por lo tanto tienen aún ciertos “derechos” (languidecer en un rincón de esa llanura que les perteneció, bajo la mirada “compasiva” de los blancos, o desparramarse absorbidos por ese mismo ejército que acabó con su identidad).

Las cosas se presentan un poco distintas para los sobrevivientes de los que lucharon hasta el final.

 

Esto es así tanto en el registro fotográfico, como en su destino posterior, como prisioneros.

La única foto que da cuenta de ellos , nos muestra en primer plano un grupo numeroso de mujeres (muy jóvenes) y de niños indios, formando una línea, sentados en el suelo en pleno campo; entre ellos aparecen tres curas de pie con un libro en una mano, mientras “circulan” entre los prisioneros; detrás de este grupo, en segundo plano, se ven algunos oficiales y dos civiles (probablemente algunos de los científicos de la expedición – ¿Ebelot, quizás?) que observan la escena. Una carreta (izquierda) y una carpa militar (derecha) “cierran” la escena en los laterales; al fondo, casi en el horizonte, se ve el campamento militar.

Aquí, la oposición sentados (indios)/parados (blancos) establece una precisa jerarquía entre los personajes. Muchos de los indios se abrazan y tratan de cubrir su rostro o su cabeza.


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