Antonio Pérez


En 1998, aparecía en internet la cara demacrada de un indígena brasileño presumiblemente estupefacto; según los titulares, era la “imagem do último sobrevivente de um povo desconhecido” . La obvia contradicción de una frase así -¿cómo se puede ser último, primero o medianero de un conjunto desconocido?- ponía de manifiesto el prejuiciado afán occidental por darse de bruces con dos de sus más queridas veleidades, a saber: con Las Postrimerías -sean de lo que sean aunque preferiblemente de lo Incómodo, ¡viva la molicie!- y con Lo Desconocido –pero, eludiendo lo misterioso-.

En este caso, lo que podríamos llamar el prurito etnoescatológico de Occidente –dar por extintos prematuramente a casi todos los pueblos indígenas-, resultaba de imposible complacencia puesto que, en la misma oración, se yuxtaponía a su opuesto, el prurito de novedad –etnia  desconocida  suele   ser  sinónimo   de  etnia nueva, pese a que Occidente desconoce casi todos los otros antiguos-.

 
Y, sin embargo, ahí estaba: el imposible maridaje de los contrarios robustecido y caucionado por un fotograma apenas legible pero de indudables fuerza expresiva y oportunidad etnohistórica. ¿Puede una imagen tener tanta influencia como para que se nos olvide la más elemental de las mecánicas lógicas?. El ejemplo de este indio brasileño nos dice que sí pero debemos añadir que sólo a condición de que semejante matrimonio contra natura se inscriba dentro de alguno de los prejuicios más arraigados en la cultura occidental.

Nunca hemos sido de la opinión excluyente de que “una imagen vale más que mil palabras”, no porque la creamos inverosímil sino porque siempre hemos creído que la recíproca -“una palabra vale más que mil imágenes”-, también puede ser cierta pues, como reza Perogrullo, todo dependerá de las fuerzas respectivas de las palabras y de las imágenes.


<<  Ô  >>
Pero el equilibrio entre ambos significantes se deshace cuando interviene un tercer factor: la memoria -también puede leerse, la educación-. Por esta razón, la imagen de ese indio que hemos dado en llamar sobreviviente/desconocido -o último/primero-, es significativa: porque se apoya y escuda en la memoria y/o/de los valores aprendidos. Si unos antropólogos tan experimentados como los autores de la nota que hemos escogido como pre-texto han caído en una contradicción tan ostentosa, ha sido -sospechamos- por la fuerza de la memoria.

Por lo demás, dejando este caso concreto y hablando en general, es obvio que, además de alterar el experimento por ser los experimentadores, los antropólogos no son seres etéreos cuya ciencia sea infusa sino que gozan o padecen memorias personales y han sido educados, formal e informalmente. Es plausible suponer que les influyen durante el resto de sus vidas las imágenes de su educación, esas imágenes fabricadas con insidia o con ligereza para el consumo infantil y/o popular -confundir estas dos categorías es uno de los peores desórdenes de Occidente-, y que permanecen más o menos escondidas en su memoria.
 
Pues justamente de esas imágenes infantiles y/o populares y de su amplio repertorio es de lo que tratan los siguientes párrafos.

Justificación teórica

Postulamos que, en el conjunto de la antropología, pueden distinguirse no menos de dos vertientes: la exótica -estudio de los grupos humanos ajenos al antropólogo- y la doméstica -estudio de las raíces sociales del comportamiento del grupo al que pertenezca el antropólogo-. Postulamos, asimismo, que la antropología tiene no sólo el derecho sino también el deber de fijarse como desideratum más obvio la comprensión más comprenhensiva del Otro. Esta tarea -prolija, proteica y variopinta como corresponde a toda pretensión holística-, sólo puede llevarse a cabo escudriñando hasta sus más (aparentemente) insignificantes resquicios todas las manifestaciones que del Otro podamos encontrar en nuestra cultura occidental.



Y es en la observación de las más extendidas de estas manifestaciones, es en lo que podríamos llamar la Otredad Popular (en adelante, OP) donde, justamente, se cruzan las vertientes exótica y doméstica de la antropología.

Se trata del punto de encuentro de una y otra porque, en un sentido, los materiales de referencia de la OP pertenecen al campo de lo exótico -v.gr., una postal con la cara de un indígena-, mientras que los elaboradores y los consumidores son domésticos -los editores y los consumidores de la misma postal-. Pero, además, en el sentido contrario, resulta que los fabricantes de estos exóticos materiales de referencia -los etnógrafos en primer lugar y después todos aquellos que les siguen en el proceso de conformación de la OP-, al ser individuos inmersos en un grupo doméstico, están afectados de origen por el consumo previo de la imaginería OP por lo cual es presumible que ésta les haya influenciado a la hora de abordar el estudio y/o la fabricación y/o el consumo de lo exótico.

 
En este trabajo no nos vamos a referir a las otredades más estudiadas -las que se custodian en la mayoría de los museos convencionales-, sino, precisamente, a esas nimiedades que, probablemente por mor de un despectivo encasillamiento a medio camino entre lo minúsculo, lo irrelevante y lo populachero, no han gozado hasta ahora de la atención prioritaria del grueso del gremio antropológico. En concreto, aludimos a las representaciones del Otro que se fabrican para el más amplio consumo posible y que se distribuyen y consumen con la mayor ligereza política. Es decir, nos centraremos en ‘el sistema OP’. Y trataremos de demostrar que este sistema “de” resquicio está sólo aparentemente horro de significado.

Pero antes, permítasenos una breve aclaración sobre lo que entendemos por ‘cultura popular’ y sobre su lugar en el mapamundi cultural: esta nuestra cultura occidental, al conformar un enorme sistema con innumerables ramificaciones, niveles de significación y transversalidades, es susceptible de análisis.


Aplicando el más elemental de ellos, el análisis binario, y según los criterios que nos interesen, podemos subdividirla en multitud de pares. A efectos de este trabajo, vamos a escoger como primario el criterio de difusión entre los individuos occidentales y, como secundario, vamos a decantarnos por el criterio de cientificidad -huelga añadir, de la ciencia a la occidental, hic et nunc-. Aunando en las debidas proporciones -primarias y secundarias- estos dos criterios, encontramos que nuestra cultura occidental puede subdividirse en dos clases, esas que han dado en ser conocidas como popular por un lado y como académica por el otro. La popular tendría mayor difusión y menor cientificidad mientras que la académica sería a la inversa. Es obvio que podrían escogerse otros parámetros pero creemos que, a los efectos que hoy nos ocupan, estos dos serán fructíferos.

Conducida entre esos dos raíles, la cultura popular sería también el conjunto de mercancías misceláneas que consume Occidente. A propósito, ostentosamente hemos eliminado a los productores de esta definición provisional y también a los consumidores. Se trata, por tanto, de una noción deshumanizada.

 
Por el contrario, la cultura académica sería el conjunto de productos especializados que produce Occidente, noción no menos deshumanizada y, además, construida como mera inversa de la anterior. Ambas definiciones son ad hoc para este trabajo y no tienen porqué ser contrastadas con las que aparecen en cualquier diccionario de ciencias sociales. Sobra decir que se nos puede acusar, con alguna razón, de desperdiciar el voluminoso corpus teórico que distingue entre cultura popular y cultura de masas; es cierto que la OP estaría mucho más cerca de la segunda que de la primera pero la preponderancia de la imagen, las adherencias peyorativas que comporta la –con toda razón- denostada cultura de masas y, asimismo, la presencia del etnógrafo en los orígenes de la fabricación de la OP, nos inclinan a mantener una terminología ad hoc. Es cierto que la antropología no establece ninguna jerarquía moral entre estas dos culturas -para ello estaría la Ética- pero tampoco es menos cierto que, de hecho -e incluso según un pretendido derecho-, existe un escalonamiento en las denominaciones académica-popular, que, aunque implícito y hasta inconfesable, es causa de enfrentamientos gratuitos.

El error subyacente a esta jerarquización radica en ubicar a ambas culturas en el mismo plano lógico cuando es obvio que pertenecen a órdenes racionales distintos -la académica en el verificable y la popular en el aleatorio-. Libres de la censura moral, se hace patente que debemos ampliar la temática de los datos significativos -actualmente reducidos a los sancionados por la Academia- incluyendo en ella a los del sistema OP.

Estudiar el modo antropológico de la OP es una tarea relativamente paradójica pues, por un lado sus datos están más a la vista que los datos etnográficos propios de la academia pero, a la vez, son datos más elusivos que éstos. Probablemente, eluden la mirada crítica porque son inestables, feos, mercantilistas, contradictorios, arbitrarios y, last but nor least, anónimos en buena parte.


Menos en lo que atañe al anonimato y, en menor grado, en lo referente a la arbitrariedad y a la contradicción, no podemos menos que alabar a la academia por haberse auto-edificado con la loable pretensión de escapar de esas desagradables características.
 
Pero, no sabemos si por suerte o por desgracia, lo cierto es que el sistema OP impregna al investigador desde el momento en que éste crece y se educa inmerso en la cultura popular -la otra cultura le llegará después, a veces demasiado tarde-. En el caso del antropólogo, podemos presumir que la OP -Otredad Popular- se le manifieste arropada con sus vestimentas más exóticas -o, al menos, brillantes hasta la fluorescencia- antes que con los faralaes del sistema OP local. Dicho de otro modo: a un occidental se le aparecerá con forma de indio o de pigmeo antes que como marginal urbano o como grupo folklórico vecino; tendrá la fortuna de ser visitado por una tercera cultura que no será de masas (urbana) ni popular (folklórica) Pero, en todo caso, el futuro intelectual crecerá con una imagen del Otro exótico que, probablemente, será un estereotipo racista; que después lo recuerde reiteradamente o lo olvide y que, de recordarlo a secas, lo califique científica o moralmente o de ninguna de las dos maneras, no es tema que vayamos a tratar en estas líneas. De semejante lastre prejuicioso habrá de librarse a lo largo de su trabajo y gracias a éste último.

441
442
443
444
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>

En cuanto al peso que tiene la OP dentro de la imaginería del común, es trivial constatar que -mucho o poco, con buena o con mala cara-, los indígenas siempre han estado y están presentes en la imaginería occidental. Además, podemos resumir en breves palabras las consecuencias cotidianas que de esa presencia se derivan: buena parte del racismo y de su contrario, el humanitarismo, hunden sus raíces en el consumo infantil (y adulto) de la OP.

De ahí la importancia que concedemos al estudio antropológico de los productos OP y, más concretamente, de los que toman como icono a la otredad indígena -el icono en este contexto es también, literalmente, un pre-texto-. Entre esa multitud, hoy sólo vamos a observar aquellos que tiene el papel como soporte. Nos referiremos a esa miscelánea de imágenes en dos dimensiones que inunda desde los lugares turísticos -venta de postales- hasta las escuelas -intercambios de cromos y de tebeos-, desde las páginas de cualquier diario -la publicidad- hasta las calles y las aulas -los carteles-.

 

Pese a todos sus evidentes defectos, como parte de la cultura popular, la parte icónica de la OP es pionera en el uso de la imagen -recordemos que ésta era una de las razones para mantener una terminología ad hoc que olvida la distinción entre ‘popular’ y ‘de masas’, cfr. supra-. Esta innovación puede ser debida a que la imagen manipulada es muy efectiva cuando se aplica a la infancia y no menos a las masas analfabetas -funcionales y, asimismo, las absolutas-. Podemos recordar que estos dos colectivos se han alimentado casi exclusivamente de la imagen bidimensional -en menor medida de la palabra recitada o escanciada pero esa es otra cuestión-, en especial en los tiempos pre-televisivos. Razón de más para estudiarlos añadiéndolos un valor más: su relevancia como objetivo de la acción educativa -casi siempre, des-educativa-.

A todas las justificaciones teóricas anteriores, vistas todas ellas desde el punto de vista del occidental -latinoamericano u otro-, hay que sumar las que podrían derivarse de su excelencia como documentos para la exaltación de lo étnico.

En estos tiempos de tránsito de la etnoescatología a la etnogénesis, de los sempiternos “últimos  indios” de  los reportajes  populares a   los neo-indígenas de los organismos indigenistas, humanitarios y de derecho internacional, no podemos desdeñar la influencia (positiva o negativa, habrá que decidirlo caso a caso) de la imagen OP. Como se dice en un gran libro de culta fotografía de unos aborígenes:

Este conjunto de imágenes [fotos de Mapuche] ha trascendido más allá de la época en que fueron captadas, siendo presentadas en los más variados soportes. Su presunta fidelidad histórica y su antigüedad como fotografías las ha legitimado para ser reproducidas en los más variados textos de antropología e historia, en catálogos de exposiciones de la cultura mapuche y afiches de difusión cultural; han sido reimpresas como propaganda de reivindicación étnica e, incluso, como gráfica para el turismo y la exaltación de lo étnico”.









 
Y, continúa la autora, lo que es más importante desde el punto de vista de las organizaciones indígenas y de los historiadores: la fidelidad histórica de estos documentos, antes presunta, es ahora admitida y hasta caucionada por los individuos que en su día fueron meros objetos etnográficos, por los mismos indígenas:

“Una de las consecuencias que podemos deducir de esta permanente circulación y sobre-exhibición iconográfica, ha sido la transformación de estas imágenes fotográficas en uno de los referentes fundamentales para la ilustración, exhibición, defensa y proclamación de la identidad étnica mapuche” .








Por todo ello, creemos que está justificado el estudio sistemático de la OP. Aunque más de uno siga considerándola como uno más de esa “infinidad de procesos mundanos sin significado” (Max Weber).

Genealogías

La OP que nos hoy interesa, la amerindia, es la parte popular, actual y agente de un tema más amplio: el de la imagen que el aborigen americano ha padecido en Occidente. Una imagen condicionada desde sus primeras manifestaciones por los informes escritos puesto que, pese a la -todavía reproducida- iconografía decimonónica subproducto en muchos casos de las conmemoraciones cuartocentenarias, no hubo ni curas ni pintores en la primera expedición colombina y si bien los primeros no tardaron en cruzar el océano, no así ocurrió con los segundos quienes se demoraron en llegar a las Américas pudiéramos decir que siglo y medio, hasta que Albert Eckhout y Frans Post arribaron al Brasil holandés.

Pese a esta incomparecencia, el desarrollo de la imprenta y el rápido progreso en la reproducción de los grabados, facilitaron que buena parte de las primeras obras sobre las Yndias estuvieran ilustradas; por ejemplo, aunque escasos y fantasiosos, hay grabados en la crónica peruana de Cieza de León (Sevilla, 1533) y en la Historia de Antonio de Herrera (Madrid, 1615).

 

Sin embargo, las primeras imágenes que de los amerindios aparecen en Europa no lo hacen en España sino en Alemania y en Portugal. Es posible que la primera de todas ellas sea la xilografía de los Tupinambas -indígenas hoy resurrectos o, como ellos gustan decir, resistentes- que se publicó en Nuremberg hacia 1505. Ese mismo año, el portugués Maestro de Viseu se atrevió a sustituir en su lienzo sobre la Epifanía al rey Baltasar por un indio brasileño. Medio siglo después de tamaña audacia, el archifamoso Hans Staden (Marburgo, 1557) abriría la puerta a la no menos conocida pléyade de los De Bry, John White et allii, tribu pictórica que, si bien todavía no ha cruzado el Charco, al menos se guía para sus grabados por las indicaciones de testigos presenciales.

Si en aquellos primeros siglos el relato oral daba lugar al texto y a la imagen “de oídas”, en la actualidad es la imagen del amerindio la que suscita numerosos textos.

445
446
447
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>

El indígena se convierte así en la medida del triunfo de Occidente; la exhibición de los Kaliña (Guayana dizque francesa) que vivieron en el Jardín d’acclimatation de París en 1882, tuvo tanto éxito que hubo de repetirse en las exposiciones universales de 1889 y de 1900 y también en 1892, evento del que, al menos, nos queda el recuerdo de las tres víctimas amerindias que ocasionó... y de las impresionantes fotos tomadas por el príncipe Roland Bonaparte. Incluso un país de imperialismo vicario y ramplón como la España de aquellos tiempos se permitía el lujo de exhibir indígenas; así ocurrió en Madrid, en 1887 con un grupo de 42 nativos de Filipinas, Marianas y Carolinas; en 1897, con un grupo de Ashanti africanos; y, en 1900, con una “tribu esquimal”.

Todos estos espectáculos suponían un gran despliegue de publicidad y, en consecuencia, de papelería conexa. Sin embargo, hoy resulta muy difícil encontrar estos materiales populares.

 

Lo atestigua la autora antes citada cuando, a propósito de la exposición con Inuit, se lamenta de que “desgraciadamente no han sido encontrados ni los carteles ni los programas”,  por    lo  que   ha  tenido  que  depender de   las crónicas periodísticas para reconstruir la evolución del acontecimiento y su repercusión popular. Evitar en lo posible estos inconvenientes para la investigación es otra de las razones que pueden aducirse para el acopio y estudio de los efímeros, deslavazados y preteridos materiales populares.

El centón popular

Si los amerindios en persona eran considerados como carne de circo y abandonados a su destino en cuanto surgían las primeras dificultades, es de suponer que sus imágenes populares corrieron igual o peor suerte.

En 1869, el periodista Ned Buntline -un villano que suele escabullirse de la Historia Universal de la Infamia- fabrica el personaje Búfalo Bill con tanto éxito popular que, catorce años después, este pernicioso dizque vaquero crea su propio circo y llega en gira triunfal a Europa inundándola de pseudolibros, carteles, escarapelas y toda suerte de memorabilia según la cual los amerindios pieles rojas son hábiles jinetes y taimados ciudadanos. Pero si el binomio Buntline-Bill no engañaba demasiado puesto que carecía de pretensión científica alguna, más preocupante nos resulta ahora que, en 1894, el circo Barnum & Bayle tuviera no menos éxito masivo pero en este caso mezclando lo plebeyo con lo académico hasta el extremo de ofrecer entre sus atracciones un ‘gran congreso etnológico de tribus salvajes’.

Desde aquellas fechas, el flujo de imágenes populares supuestamente amerindias no ha cesado de aumentar. Igual sucede con los espectáculos -cultos o incultos- en los que el aborigen cumple a la fuerza con su papel de espejo invertido de las virtudes del progreso occidental.
 
Por ello, todavía es raro encontrar una producción divulgativa que destaque no los aspectos convencionalmente académicos de la cultura material amerindia sino la utilización popular de los materiales acopiados por los etnógrafos o, mejor aún, la cara oculta de la manipulación. Por no remontarnos a los amerindios caribeños ostentados por Colón a la vuelta de su primer viaje -un exhibicionismo recurrente hasta la actualidad-, es de notar que, desde principios del siglo XIX, han sido abundantes los casos de indígenas exhibidos en circos y no sólo con la relativa condescendencia mostrada por Buntline-Bill sino en condiciones de cruel esclavitud.

Pasados los años, a los circos propiamente dichos les sustituyeron esos otros circos del progreso mercantilista que han dado en llamarse ‘exposiciones universales’ -o nacionales-.
Como era de suponer, estas apoteosis del imperialismo no hubieran estado completas sin la inclusión de los ‘salvajes domesticados’.

Por ejemplo, en 1987, antes de que internet revolucionara la recolección bibliográfica, Peer Schmidt nos ofrecía una bibliografía sobre el tema de 26 páginas (Escuela de Estudios Hispano-Americano,1990: 489-514) que enumera a 249 autores (individuales y/o colectivos) con un total de 305  títulos. Por su parte, en 1996, Bartra (1996) cita en su bibliografía a 244 autores con un total de 272 títulos, y, lo que es más importante, documenta con esmero las 98 ilustraciones. Este gigantesco corpus textual depende en su mayoría de ilustraciones cultas (mapas, grabados, lienzos, murales), pero la imagen popular va por otros derroteros. Al no dejar rastros cultos, es decir, al no ser admitidas en las bibliotecas y en los gabinetes de curiosidades antecesores de los museos, las imágenes para consumo popular de los siglos XVI al XIX son, paradójicamente, minoritarias en el acervo de las intelligentsias occidentales. Pero a principios del siglo XIX comienza a invertirse esta relación y las imágenes en serie quizá entendidas como meros iconos pero gozando ya de una propia autonomía frente a los textos, independizándose de ellos, inician su invasión de los espacios populares.

 

En Europa, las más conocidas actualmente van a ser las estampas fabricadas en Epinal (Francia), y dentro de ellas, las pergeñadas desde 1828 hasta 1891 por la firma Pellerin También hacia esa última fecha se consuman las últimas invasiones de importancia bélica -de importancia territorial todavía se están produciendo, en Amazonía, el Chaco y el Ártico-.

Nos referimos a las conquistas del desierto y del Sur en el Cono Sur y, la que es más importante a efectos populares universales, la conquista del Oeste por parte de los norteamericanos. A partir de la feroz campaña propagandística de las más que dudosas hazañas de ésta última, se despierta en Occidente un inusitado interés popular por unos amerindios aún no reducidos por completo pero ya definitivamente derrotados -es decir, inocuos-.


450
449
448
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>

Si, desde 1492, los amerindios como pueblos fueron sentenciados por buena parte de la intelligentsia europea para satisfacer sus delirios de exotismo, de monstruosismo y de extremismo -que malamente encubrían la caución del saqueo-, tampoco hubo ‘clemencia intelectual’ cuando, desde finales del siglo XIX, dejaron de representar un duro obstáculo a la postrer conquista. Los amerindios estuvieron obligados durante siglos a ser rarísimos monstruos de extremadas maldad y/o bondad, de eso caben hoy pocas dudas por lo que la pregunta que ahora se impone es: ¿durante cuántos siglos?.

A nuestro juicio, durante trece siglos -es decir, desde mucho antes de 1492-. Trece -o catorce- siglos porque tales median desde San Isidoro de Sevilla (c. 560-636) hasta la actualidad y es que postulamos que el inventario de rarezas proto-medievales que elaboró este proto-enciclopedista en su Originum sive Etymologiarum libri XX (en breve, las Etimologías), está en la raíz de la imaginería que hubieron de cumplir los amerindios.

 

Dicho de otro modo, los monstruos isidorinos estuvieron esperando ocho siglos -desde el VII hasta el XV- una oportunidad para ser descubiertos, descritos y confirmados. América se la sirvió en bandeja.

Es de subrayar que el inventario del arzobispo sevillano se sustenta en un argumento colectivo, no en esas razones individuales que corren el riesgo de quedarse en anécdotas, irrelevantes por su excepcionalidad. San Isidoro comienza su frenética enumeración asegurando que: “Del mismo modo que en cada pueblo aparecen algunos hombres monstruosos, así también dentro del conjunto del género humano existen algunos pueblos de seres monstruosos”.

Monstruo a monstruo, velay todos los monstruos que los europeos “verán” en las Indias. Comprobamos así cómo una imaginería propia del Oriente Medio y del Mediterráneo más antiguos, reverdece en el Nuevo Mundo no siglos sino milenios después (según Bartra, el Salvaje u hombre agreste se remonta al Enkudi babilónico, un amigo de Gilgamesh.

451
<<  Ô  >>

Si la élite intelectual eurocéntrica se abandonó durante siglos a estos excesos imaginativos -y racistas-, hoy, transmutados y reducidos los Otros a caníbales -sí, aún fantasmea el canibalismo- y ‘hombres próximos a la Naturaleza’ -sí, delirios de un ecologismo que olvida la cultura-, no es de extrañar que en el mercado actual de imágenes amerindias populares sea posible rastrear la herencia de aquellos sus tatarabuelos o, al menos, de reconocer las mudanzas del dislate. Puesto que el universo iconográfico popular es cuasi infinito, en esta nota nos limitaremos al más somero inventario de cinco conjuntos de imágenes actuales (postales, carteles, anuncios publicitarios, cómics y cromos); como universo de estudio -en el sentido sociológico del término ‘universo’- hemos utilizado casi exclusivamente los materiales acopiados en una entidad española acompañándolos de la ineludible referencia internética. Al final de cada apartado, esbozaremos una aproximación a la importancia económica de todos estos items.

 
Postales

Desde principios del siglo XX, los avances técnicos de la fotografía y, sobre todo, el virus turístico inoculado por Cook (no James, el navegante, sino Thomas, el ex predicador baptista que, en 1841, comenzó organizando vacaciones para abstemios militantes y terminó inaugurando el turismo de masas), propiciaron la duradera moda de las tarjetas postales. Pero, hasta medio siglo después de aquél turbio nacimiento, no comenzaron los amerindios a aparecer habitualmente en ellas, desde entonces y hasta la fecha compitiendo en desventaja con los monumentos y los paisajes.

En esta secuencia más que centenaria, las postales han reflejado todos los aspectos de la vida amerindia pero en proporciones muy desiguales. Por ejemplo, brillan por su escasez sus reuniones políticas -nunca fueron y siguen sin serlo plato del gusto occidental- y sus actividades de subsistencia -su trabajo- están igualmente infra-representadas.

<<  Ô  >>
452
440

Quizá no esté de más añadir que, independientemente del obvio utilitarismo de los mitos rubicundos, el misionero no llega solo y sólo con las insignias de su fe -la cruz en el caso de la Figura 1-, sino que desembarca con todas las demás insignias de su cultura; por poner un ejemplo asaz prosaico, en los casos amazónicos de los años 1950-1990’s que conocemos de primera mano, con la antena de su emisora de radio.

Por lo demás, acabados los indios salvajes o siendo peliagudos de fotografiar, señalaremos que buena parte de las postales actuales de amerindios se centran bien en ritos modernos bien en representaciones de un idílico presente etnográfico que tiene mucho de dramatizado y poco de presente real. Ejemplo de lo primero sería la Figura 2, en la que puede apreciarse a una pareja de supuestos indígena posando entre registros del tendido eléctrico con un fondo de ruinas arqueológicas mesoamericanas.

 

Ella es escandalosamente caucásica y él un poco mestizo; ella afecta en su semblante un dolor “milenario” -pentacentenario para ser más exactos- pero como quien canta un bolero; él, una piedra más arriba, la protege mientras avizora el porvenir. Ambos pretenden actualizar los ritos “aztecas” desde la escenografía propia de los concheros -cofradías mexicanas de blancos y/o mestizos nostálgicos de un pasado precortesiano-. Por su parte, la Figura 3, es ejemplo de falsificación del presente etnográfico; pese a la apariencia de que estamos contemplando la vida familiar de unos aborígenes apenas contactados, la realidad es muy distinta pues estas personas son indígenas maká de Paraguay, gentes que viven en una minúscula reserva (335 Has.) sita a tiro de piedra del centro de Asunción y que subsisten haciendo el indio ante los ocasionales turistas, vendiendo artesanías de plástico y, sobre todo, como peones en busca perpetua no de la famosa “tierra sin mal” sino de algo más prosaico: cualquier changa (empleo).

Por el contrario, sus fiestas han sido siempre muy fotografiadas así como sus grupos familiares y también sus individuos, niños en especial.

Los trabajos de Masotta (2001) nos ofrecen una buena perspectiva sobre las postales de amerindios en la primera mitad del siglo XX y, además, nos eximen de insistir en ese período temporal pero no podemos dejar de reseñar que, en cuanto a los aspectos más siniestros de la invasión europea de aquellos años entendida como mero espectáculo, los amerindios han tenido más suerte que los pueblos indígenas de los demás continentes, probablemente porque se ahorraron las calamidades del colonialismo externo -otro tema sería el del colonialismo interno-. Por ello, no hemos encontrado en América -al menos hasta la fecha y en América Latina-, las postales angustiosamente macabras que, a principios del siglo XX, se vendían en Occidente con motivos asiáticos y africanos.



 

Como canalladas extremas, podemos mencionar la postal de una ejecución en Indo-China de 1908 y la fina estampa de un doble ahorcamiento en Etiopía 1910; por inaudito que parezca, en junio de 2003, ambas estaban a la venta en www.simonandrews.com con los precios de 35 y de 70 libras esterlinas respectivamente.

Mención parte merecen las postales de propaganda misionera pues son las únicas en las que suele aparecer el occidental, huelga añadir el misionero. La impresión que saca el espectador no avisado es que el misionero llega a un pueblo que le está esperando. Es la versión popular del mito apenas menos popular del amerindio que cree en la llegada desde el Levante de los dioses rubios, viracochas o nuevos tlatoanis. Del creer al ansiar no hay más que un paso y ese es justamente el que nos ofrecen las postales: un pueblo indígena que, ¡por fin!, presencia arremolinado la llegada del salvador.
454
453
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>

Finalmente, hemos de constatar que los precios que alcanzan las postales con amerindios son inestables, arbitrarios y sin relación alguna con criterios históricos o etnográficos. Se trata, por tanto, de un mercado fraccionado por países e incluso por ciudades del mismo Estado, sin uniformidad internética y, en definitiva, sin consolidar. A título de orientación añadiremos -con todas las reservas que impone un mercado así-, que los 200 euros que puede alcanzar alguna postal de principios del siglo XX (cfr. nota 18), son excepcionales. Los precios universales -es decir, a través de internet-, oscilan más alrededor de los 3-10 US$ como puede comprobarse entrando en las páginas web de las casas de subasta -por ejemplo, en eBay o, si se prefiere sites más especializados, en www.judnick.com o en www.fritzantiques4.homestead.com-.

Carteles (afiches, posters)

Si las postales significan para su comprador y/o su destinatario el nivel mínimo de compromiso público gracias a su manifiesto apoliticismo, los carteles significan el extremo opuesto: el compromiso máximo.



 

Lo cual, casi sobra decirlo, comporta que su difusión sea indiscriminada y masiva en el caso de las postales mientras que los carteles se difunden en medios especializados y en cantidades que no suelen sobrepasar lo testimonial.

El repertorio de las postales suele incluir obras de ingeniería o de arte precolombinos en mayor porcentaje que esas mismas obras aparecen en los carteles -salvo que éstos sean de índole turística-. Esta (relativa) ausencia de motivos neutros hace resaltar la hegemonía de lo reivindicativo y de lo propagandístico que ostenta la mayoría de los carteles de/con/sobre amerindios. Mientras que enviar una postal suele indicar muy poco sobre el conocimiento y el interés que sobre los amerindios tenga el comprador, no así ocurre con los carteles. Su mayor precio, su menor distribución y sus dificultades de transporte y conservación, consiguen que su compra se convierta casi en una declaración de principios indigenistas. La posterior exhibición en lugar público o semi-público (oficinas, por ejemplo), los configuran definitivamente como una aceptable medida del grado de interés, compromiso y conocimiento del medio indígena-indigenista que ha de suponérseles a sus habientes.

Al principio eran carteles rudimentarios, buena parte no producidos en imprenta propiamente dicha sino en offset, en blanco y negro o, a lo sumo, con colores básicos. Pero, una década después, ya encontramos carteles indígenas impresos con cuatricromía -separación de colores-, en papel de mayor gramaje y en tamaños mayores. Aún así, llama la atención que organizaciones hoy tan conocidas y tan poderosas -ha llegado a tener ministros- como la CONAIE ecuatoriana, a finales de los 1980’s comenzara su andadura propagandística en su faceta cartelera con afiches de reducido tamaño. Por ejemplo, su Primera Asamblea Nacional (en Territorio Tsáchila, agosto 1987) se anunció con unos carteles de colores básicos y de medidas 32,5 x 42 cms. Carteles de las mismas características formales convocaron por las mismas fechas a la ‘Movilización Nacional’ contra ‘la celebración de 500 años de crimen contra la humanidad’.

Como ya puso terminante y visualmente de manifiesto en 1980 una memorable exposición fotográfica, las mujeres se ven obligadas a des-pecharse y los hombres a emplumarse.
 
Además, la postal es engañosa por un doble motivo: porque no refleja la actual realidad maká y también porque, suponiendo que quisiera reflejar un “presente etnográfico” perdido en algún lugar del pretérito, lo falsea igualmente pues los maká fueron un pueblo de cazadores-recolectores y no de laboriosos sedentarios como pretende la postal.


 

456
455
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>

A todo ello ha de sumarse que, desde los años 1970’s, las organizaciones indígenas comenzaron a hacer tiradas considerables de carteles propios.
Así como sucedía con las postales, algunos trabajos de lo que podríamos denominar ‘la escuela chilena de antropología visual’ nos ahorran mayores disquisiciones teóricas sobre la semiótica cartelera. En este caso, Campos (2001) y, más concretamente, Mege (2001), han investigado la cartelería de y sobre los Mapuche aportando no sólo descripciones (etnografía) sino también reflexiones centradas en elementos de análisis, terminología y categorizaciones (antropología).

Ello no obstante, debemos señalar que los carteles amerindios satisfacen unas necesidades ‘menores’ -por ej., de decoración para las habitaciones de adolescentes y de jóvenes- y otras de mayor calado público –por ej., las señas de identidad de las oficinas de organizaciones humanitarias-, pero todavía no ha habido una exposición que les considere como obras de arte -indígena, popular, comunicativo u otro-.
 
Es éste un paso a dar en el futuro inmediato y debería darse como apoyo a las reivindicaciones indígenas puesto que los carteles, además de su valor estético y/o comunicativo, conservan el testimonio de las actividades de organizaciones indígenas, muchas veces sumidas en difíciles circunstancias, quizá la peor de todas ellas, el exilio. Por esto último, incluimos como ilustración de los carteles de las organizaciones indígenas una simple muestra, la de una actividad datada en 1978 de un grupo mapuche exiliado en Inglaterra (véase la Figura 4).

Para finalizar, consignaremos que los precios que alcanza la cartelería amerindia están aún menos normalizados que los precios de las postales pero con una particularidad: que el mercado está inundado por los carteles provenientes de las obras de Edward S. Curtis (1868-1952, un autor que murió en el olvido pero que ahora es plagiado hasta la exasperación) y otros pioneros de la fotografía de indígenas.



<<  Ô  >>
457

Estas fotos, generalmente de un estilo entre pictórico y realista, suelen ofrecerse sin texto o con unas palabras de dudosa poesía y podríamos decir que son meras fotos ampliadas y no propiamente carteles puesto que para serlo les faltaría la referencia concreta a una actividad y, en general, el propósito informativo. Sea como fuere, su coste ronda los 10 US$. El valor del resto de los carteles de ‘pieles rojas’ norteamericanos puede oscilar entre 8 y 40 US$ siendo más apreciados aquellos que incorporan alguna suerte de intervención ornamental -grecas, leyendas, colores, etc-. Por su parte, y hasta donde hemos averiguado, no hay precios de referencia universal/internética para la cartelería de los amerindios al sur de Río Grande.

Anuncios (publicitarios) en papel

Al menos desde principios del siglo XVII, la imagen del amerindio se ha utilizado como señuelo para la venta de toda clase de mercancías.
 
En fecha tan temprana como 1629, la Mattachusets (sic) Bay Company, ya utilizaba a un ‘piel roja’ como motivo central de su sello (Figura 5); se trataba de un gigante ‘salvaje’ que empequeñecía a los árboles, portaba un arco compuesto, sus partes pudendas estaban cubiertas con hojas y de su boca, en el mejor estilo de los comics actuales, brotaba una imploración: “Come.Over.And.Help.Us”. Como vemos, ya hace cuatro siglos, el colonialismo no sentía el menor escrúpulo a la hora de hacerse propaganda bajo guisa de empresa humanitaria.

Más aún que en los dos casos anteriores (postales y carteles), es en el terreno de la publicidad donde la imagen del amerindio ha sido usada con mayor utilitarismo y, por ende, con el mayor despego de toda etnografía, etnohistoria y etnopolítica contemporánea.

Salvo en casos excepcionales como el arriba citado -al que habría que añadir los anuncios de las organizaciones humanitarias-, en el resto de la publicidad con cara india, el amerindio es un mero trámite para vender unas mercancías que nada tienen que ver con el indígena. Así, la imagen del amerindio se ha utilizado para enmascarar desde productos de tecnología punta (y mercadeo no menos moderno) hasta productos pretendidamente artesanales, desde armas hasta empresas misioneras, desde bienes raíces -muchas veces, de anterior propiedad indígena- hasta minucias ornamentales. Y conste que dejamos fuera de esta enumeración un sector del mercado que hoy experimenta un desaforado auge, el de las mercancías con marchamo New Age y esotéricas en general, sector que contiene un subsector específicamente dedicado a explotar la ‘sabiduría ancestral’ de los indígenas.

Después de servir como señuelo humanitario, la imagen de los amerindios -en especial de los ‘pieles rojas’-, fue utilizada para anunciar  mercancías  exóticas  cercanas  a su  entorno  -por ej.;
el tabaco de Virginia- para, con el paso del tiempo, diversificarse hasta alcanzar todo tipo de productos.

 

En el pasado inmediato, se llegó a utilizar modelos occidentales para sustituir a los auténticos amerindios aunque parece ser que la moda actual supone un regreso a la utilización de rostros con facciones aproximadas a las propias de la ‘raza cobriza’. Incluso, en el colmo de un supuesto respeto a la políticamente correcta igualdad entre los pueblos, se han dado casos recientes en los que el modelo publicitario es realmente indígena y aparece con sus nombres y apellidos -nos constan ejemplos con masai y con ‘tailandeses’-. Pero, en general, sigue brillando por su ausencia el debido respeto a la verosimilitud etnográfica lo cual dificulta conocer la pequeña historia de la elaboración del anuncio. Otro frecuente obstáculo a la investigación surge cuando los inventarios de anuncios publicitarios no tienen entre sus referencias archivísticas la mención al icono amerindio. Habiendo archivos de decenas de miles de anuncios, esta ausencia de descriptores específicos se constituye en un problema cuasi insoluble; una honrosa excepción la encontramos en la página web del archivo de la Duke University.

Las supuestas virtudes mercantilistas de los amerindios –adjudicadas contra su previsible voluntad y, desde luego, sin su conocimiento-, alcanzan el máximo par de prejuicios y virtudes/vicios imaginables. Si la hostilidad y/o la hospitalidad amerindias, su mansedumbre y/o su belicosidad, su canibalismo y/o su vegetarianismo, son los dos polos entre los que se debate el imaginario occidental, ello se refleja en la publicidad actual. Para los vendedores de un ron latino, el indios es sinónimo de sabiduría, pero, simultánea y quizá no excluyentemente, para una compañía de telecomunicaciones, el indio habla un idioma minoritario y decadente (Figura 6).

 

Lo cual, en la jerga de la mercancía, quiere decir que las lenguas indígenas no pueden aspirar a entender el logos occidental; lo cual, a su vez, nos sugiere no demasiado indirectamente que son lenguas inútiles o, al menos, degradadas.Por haber tratado antes este tema (Pérez, 1997), nos excusamos de mayores abundamientos. Pero no sin antes mencionar de pasada que los anuncios publicitarios indigenoides tienen un mercado partido en dos: a) el de los anuncios contemporáneos, que no cotizan ni aparentemente se recopilan, y de los que, por tanto, sólo hay acumulación previa sin mercado ni siquiera intercambios públicos; b) el de los anuncios antiguos de treinta y más años. Estos últimos, cuando son objetos y no simples papeles, pueden alcanzar precios desmesurados porque satisfacen el capricho de los nuevos ricos occidentales y los comerciantes saben que los caprichos originados por la nostalgia se pagan caros -o, dicho en su jerga, “no tienen precio”-.


Tebeos (BD, comics, fumetti)

Los tres grupos anteriores (postales, carteles y anuncios) influyen en la imaginación de los adultos pero son los tebeos o cómics los que impresionan (o impresionaban) directa y explícitamente a la niñez y a la juventud.

Hasta la llegada de la televisión y de los juegos cibernéticos, los cómics o comiquitas fueron, de hecho, uno de los factores educativos de mayor peso y, en la misma medida en la que constituyeron uno de los ejes de la educación informal, fueron determinantes a la hora de conformar el imaginario individual del futuro genocida o del futuro antropólogo -suponiendo que no coincidieran ambas personalidades-.

Asimismo, los anteriores grupos no han sido apenas estudiados en su faceta indígena pero, por el contrario, éste grupo de los cómics goza de una inmensa bibliografía, entre la que hoy nos gustaría destacar el clásico de Dorfman y Mattelart, D+M .

 

Es fácil encontrar desde estudios sobre la influencia ideológica de los cómics en la visión occidental -o desarrollada- del mundo subdesarrollado (AICOS, 1988) hasta, más específicamente, ensayos sobre cómics e indígenas; a veces, enmascarados en los títulos como ‘cómics y antropología’ -abundando con ello en la fastidiosa confusión entre etnografías exóticas de referencias amerindias y reflexiones antropológicas-.

Pero no hemos mencionado a D+M simplemente por su condición de clásicos o porque merezcan el homenaje siempre renovado de todos aquellos –entre los que me cuento- para los que Disney es uno de los mayores corruptores de la historia sino porque la empresa en la que trabajaban durante el gobierno de la Unidad Popular chilena, la editorial Quimantú, produjo en aquellos breves años algunos ejemplos de cómo utilizar el instrumento cómic en beneficio de la educación infantil/juvenil -y no para el encanallamiento de las tiernas edades, como suele ser la regla-.
458
459
460
461
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>

Mege, Pedro. Rewe y clava, signos mapuches: Estrategias de acción icónicas de las organizaciones mapuches. IV Congreso Chileno de Antropología, Santiago de Chile, 2001. En: www.rehue.csociales.uchile.cl/antropología/congreso/s1301.html
Pérez, Antonio. “Monaguillos del consumismo: Introducción a la etnopublicidad amerindia“. En: Anales del Museo de América, nº 5, pp. 147-166, Madrid, 1997.
Verde Casanova, Ana. “Una página en la historia de los Inuit de Labrador: “Esquimales del polo al Retiro”. En: Revista Española de Antropología Americana, nº 24, pp. 209-229, Madrid, 1994.

 


BIBLIOGRAFÍA Y CIBERGRAFÍA

A.I.C.O.S. Fumetti e idee. Educazione per un nuovo sviluppo. AICOS, Milán, 108 pp. 1988.
Alvarado P., Margarita; Mege R., Pedro y Báez A., Christian (eds.) Mapuche. Fotografías Siglos XIX y XX. Construcción y Montaje de un Imaginario. Editorial Pehuén, Santiago de Chile, 243 pp. 2001.
Alvarado, Margarita y Mason, Peter. La desfiguración del Otro: sobre la historia de una técnica de producción del retrato “etnográfico”. IV Congreso Chileno de Antropología, Santiago de Chile, 2001.
En: www.rehue.csociales.uchile.cl/antropología/congreso/s1303.html
Báez Allende, Cristián. De la evidencia al indicio: el Kultrun y su carácter icónico. IV Congreso Chileno de Antropología, Santiago de Chile, 2001.
En: www.rehue.csociales.uchile.cl/antropología/congreso/s1302.html
Bartra, Roger. El salvaje en el espejo. Destino, Barcelona, 348 pp. 1996.
Bradford DeLong, J. Estimating World GDP. One Million B.C. - Present.
Campos, Luis. Etnicidad e iconos no tradicionales de representación entre los Mapuche de Santiago. IV Congreso Chileno de Antropología, Santiago de Chile, 2001. En: www.rehue.csociales.uchile.cl/antropología/congreso/s1305.html
Collomb, Gérard. Kaliña. Des Amérindiens de Guyane à Paris en 1892. Réunion des Musées Nationaux, s/l, 1992.
Conde, Javier. Lo tengo, no lo tengo. Los cromos: historia de una ilusión. Editorial Espasa, Madrid, 182 pp. 1998.

 

Dorfman, Ariel y Mattelart, Armand. Para leer al Pato Donald. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 233 pp. 1974.
Escuela de Estudios Hispano-Americanos. La imagen del indio en la Europa moderna. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sevilla, 514 pp. 1990.
Holland, Luke. Indians, Missionaries and the Promised Land. Survival International, Londres, 46 pp. 1980.
Instituto Socioambiental. Notícias Socioambientais. Imagem do último sobrevivente de um povo desconhecido (17/08/98) En: socioambiental.org/website/noticias/indios/19980109.htm
Library of Congress. The. Emergence of Advertising in America. 2001.
En: memory.loc.gov/ammem/ Página Web conectada a Duke University. En: scriptorium.lib.duke.edu/eaa/
Maguet, Frédéric. Indiens de papier. L’image de l’Amérindien dans les collections du MNATP. Réunion des Musées Nationaux, s/l, 12 pp. 1992.
Marín, Ventura; Fuentes, L. y Berríos, J. Jungla. nº 135, Quimantú, Santiago de Chile, s/p, 1972.
Masotta, Carlos. Cuerpos dóciles y miradas encontradas. Límites del estereotipo en las postales de indios argentinas (1900-1940). IV Congreso Chileno de Antropología, Santiago de Chile, 2001. En: www.rehue.csociales.uchile.cl/antropología/congreso/s1308.html

 

Dicho de otro modo, las apreciaciones etnográficas (pseudo) siguen estancadas en los niveles de tolerancia y amplitud de miras de los años 1960’s, época en la que prevalecían los tópicos más manidos sobre el supuesto ‘carácter amerindio’, rasgos tan elusivos y disparatados como los que conforman los no menos supuestos ‘caracteres nacionales’. Para una muestra del nulo progreso de esas descripciones, véanse el dibujo y la leyenda de la Figura 8 -una “indígena ona” del año 1959- y compárense con sus homólogos de la Figura 9 -una “familia ona” de años después- y después convéngase en que podrían ser cromos de hoy.

 
 

Desde el punto de vista económico, sirva como referencia que, en las subastas cibernéticas españolas, álbumes de los años 1960’s con gran contenido indigenoide o pseudo-etnográfico tales como América y sus habitantes o el decididamente antropológico Razas humanas -nunca reeditado-, tienen unos precios de salida circa 40 euros, dependiendo del estado de conservación aunque influye más en el precio que la colección esté completa o incompleta. Hasta donde hemos podido observar, las pujas de estas subastas son tan minoritarias -o elitistas-, que no se suele sobrepasar la cifra de tres o cuatro ofertas por item. En algunas partes de Europa, ello vendría a indicar que los indígenas siguen reñidos con la nostalgia de las clases medias.







Al ser productos ligados a la moda más efímera -léase, no heredables por los hermanos pequeños- y siendo de papel y goma, materiales muy perecederos -y demasiado voluminosos para los apartamentos urbanos-, suelen desaparecer antes que otros juguetes... para, décadas después, ser reencontrados por los coleccionistas en los comercios especializados en el consumo de la nostalgia.

En su apariencia actual, las colecciones de cromos surgen a finales del siglo XIX como publicidad no demasiado indirecta y como complemento a la oferta de variados productos más o menos arbitrariamente relacionados con la temática ilustrada en los cromos; así, los cromos de amerindios estuvieron ligados en sus orígenes a mercancías supuesta o realmente próximas a los amerindios tales las que aludían a la colonización del espacio estatal ‘desierto’ -cromos propaganda  de compañías  de   ferrocarriles-, a  las domesticaciones agrícolas precolombinas -chocolates y cigarrillos-, a oficios peligrosos -exploradores, militares e incluso los mismos indios: duro oficio el de su supervivencia- o a acontecimientos históricos como el ‘descubrimiento de América’.

 

Huelga añadir que, en este último tema, la ideología depredadora se mostraba agresiva y sin escrúpulos -y el chauvinismo, hispano o anglosajón, no menos-. Sirva como ejemplo de lo dicho la colección que una marca española de chocolates publicó en 1934: en aquella Historia de Cristóbal Colón -repárese: de Colón, ni siquiera de América-, los amerindios eran alanceados y tiroteados sin compasión y sus tierras expoliadas sin remilgo legal alguno. Pero los ejemplos podrían multiplicarse, hasta una actualidad cromística en la que las colecciones (muy variadas, la web de eBay enumera hasta 150 temas cromísticos) ni siquiera llegan a hipócrita nivel de lo políticamente correcto, salvo Pocahontas y similares cuyo veneno es destilado según la fórmula disneyana –es decir, salvando sólo las formas-. O sea, que no podemos encontrar una evolución positiva en estas colecciones, máxime cuando en los 1960’s las había específicamente etnográficas (tipo razas humanas) mientras que ahora aquella múltiple etnicidad ha sido sustituida por la monocorde esclavitud de la ponzoña de las series televisivas.

El párrafo inicial de la Figura 7 es toda una declaración de principios: “Hay hombres a los que no importa mucho un ser humano de su misma sangre. Pero hay otros que serían capaces de dar la vida por él...”. (Aquellos cómics no serían paradigmas de indigenismo pues subyacía en sus historietas una concepción aventurera o pionera de la colonización del mundo pero, comparados con el racismo y el machismo explícitos y militantes de la inmensa mayoría del resto de los cómics producidos entonces -y ahora-, salen beneficiados y con honores.
Además, no debemos olvidar que, en la contraportada y/o en páginas sueltas del interior de algunas colecciones, aparecían láminas didácticas sobre las culturas amerindias.

En cuanto a la importancia económica del cómic en general, no es necesario encarecerla; pero, a efectos históricos o de coleccionismo, baste con recordar que sus antiguallas de los años 1930’s pueden alcanzar cifras millonarias -en cualquier moneda; v.gr., 50.000 US$ por un número 1º de la revista Superman-.

 

Por lo que respecta a los cómics de entre 10 y 30 años de antigüedad, con amerindios o con indígenas en general, al ser raros pero no insólitos, sus precios en el mercado internético pueden sobrepasar fácilmente los 100 US$ -en realidad el mismo precio que otros cómics de la misma época puesto que el mercado todavía no ha singularizado el cómic con indígenas-.

Cromos (trading cards)

De los cinco sectores seleccionados, los cromos constituyen el caso más específicamente infantil y, por lo tanto, el que puede tener una influencia menos explícita o reconocida en la formación del futuro ciudadano occidental -u occidentalizante-.
Es un producto semibasura pensado para jóvenes occidentales de hasta 14 años por lo que, una vez pasada la adolescencia, el cromo es relegado al cajón del olvido.


466
465
464
463
462
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
<<  Ô  >>
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Entre el Bazar y la Bolsa.
Los Amerindios en la Imaginería Popular
.


Después de una prolija justificación teórica seguida de un breve repaso histórico, se analiza “el Bazar” reducido y desglosado en cinco categorías (postales, carteles, anuncios, cómics y cromos), un sector de productos propios de la cultura de masas (a efectos simplificatorios, en el texto confundida con lo popular) en el que es frecuente la utilización mercantil de iconos de amerindios. Se añaden unos cálculos orientativos del valor en el mercado -en “La Bolsa”- de estas mercancías.





Autor: Antonio Pérez
Fundación Kuramai (España)

e -mail:






Revista Chilena de Antropología Visual - número 4 - Santiago, julio 2004 -
439/466 pp. - ISSN 0718-876x.
Rev. chil. antropol. vis.



 <<   Ô  >>