A
BORDO
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Más miserables
aún parece el estado de estos infelices cubiertos apenas con pocos
y sucios andrajos, residuos de una almilla o camisa, que no demuestran
sentir la necesidad de repararse del frío ni de mejorar en algún modo
su condición de vida, preocupándose sólo de saciar el hambre (Alberto M. de Agostini S.S.) |
El
barco fue el lugar del rito civilizador por excelencia: vestir al indígena.
El primer acto frente a esta alteridad desnuda, fue entregar camisas, abrigos,
pantalones. ¿Simple adorno?, ¿Propio pudor?, las explicaciones siempre fueron
todas y ninguna, una mezcla de repulsión, compasión e ironía marcaba este
supremo acto de barbarie civilizada. Si bien es cierto que la principal
justificación a esta actitud fue la de protección ante las inclemencias
del tiempo, los alacalufes habían vivido de la misma manera por miles de
años.
Su
aspecto es verdaderamente repugnante y digno de compasión y demuestra abiertamente
la penuria y las privaciones de su vida errabunda y salvaje. Sobre el cuerpo
mugriento y fétido con olor a grasa rancia, cuelgan ropas desgarradas y
sucias, recibidas quién sabe cuanto tiempo hace de los pasajeros de alguna
nave de paso por allí, que les dejan al descubierto las piernas enjutas
y anquilosadas. Algunos llevan una almilla y una camisa y los más adelantados
también pantalones, pero todo ello sucio y hecho jirones. La faz cobriza
y aplastada, en la que brillan, entre dos pómulos prominentes, los ojos
pequeños, llenos de astucia, queda oculta en gran parte por los desgreñados
cabellos que, guarida de numerosos parásitos, les caen en largos mechones
sobre la frente y el cuello.