Pero las imágenes no son solamente un reflejo de la cultura, pues objetifican – en un proceso análogo al de las palabras y los nombres – el concepto de cultura. No sólo actúan como un espejo de aquello que se considera “cultura” desde el punto de vista de los diferentes agentes implicados en su definición, sino que se convierten en parte integrante de esa cultura. Durante este (interminable) proceso, la imagen reproducible asume un papel cada vez más preeminente en la descripción y definición de las identidades, que transforma la mera representación de las “manifestaciones culturales” en una norma cultural.
Las imágenes de la cultura visible, observable, que – en principio – sólo retratan esa misma cultura, pueden convertirse posteriormente en una “imagen-referencia”, de la misma forma que el “nombre” – que nunca se limita a describir, sino que siempre, en parte, prescribe. Bourdieu, tomando en consideración el ejemplo de la “familia”, llama la atención sobre el hecho de que las palabras, además de reflejar la realidad social, la construyen: “Si bien es cierto que la familia es sólo una palabra, también lo es que se trata de una consigna, mejor dicho, de una categoría, principio colectivo de construcción de la realidad colectiva. Se puede decir sin contradicción que las realidades sociales son ficciones sociales sin más fundamento que la construcción social y que, al tiempo, existen realmente, son colectivamente reconocidas. En cualquier uso de conceptos clasificadores como el de familia, realizamos a la vez una descripción y una prescripción que no se presenta como tal, una vez que está aceptada (casi) universalmente y se admite como dada: admitimos tácitamente que la realidad a la que atribuimos el nombre familia, y a la que integramos en la categoría de familias de verdad, es una familia real” (Bourdieu, 1996: 126-127).