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Maternidades e infancias “modernas” en discusión.
Una aproximación a los diálogos –asimétricos- y la economía moral  y política del desarrollo desde el oriente de Guatemala.

 Lorenzo Mariano Juárez

Retratos de aquí. Puntos de partida.

Una anécdota acaecida durante una de las muchas capacitaciones1 que tienen lugar en la región ch’orti’ del oriente de Guatemala puede resultar reveladora de los matices, los tonos y las modulaciones de los diálogos mecidos en estas geografías a la sombra del desarrollo y la industria del significado erigida alrededor de la noción de ayuda. Me la ofreció el doctor Armando mientras conversábamos sobre las dificultades que ofrecía la región en la implementación de programas y estrategias de salud y desarrollo. Siempre en el relato del médico, su equipo se encontraba capacitando sobre las actuaciones necesarias para afrontar una emergencia derivada de un terremoto o una inundación, dentro del marco de actividades de prevención de desastres. Las explicaciones se acompasaban con imágenes de mujeres dibujadas realizando las acciones oportunas en cada momento de la crisis. Al final de la plática, ante las preguntas del médico para comprobar si habían entendido todo, una mujer ch’orti' se apresuró a admitir que tales explicaciones serían como el doctor indicaba, pero no servían para la gente de la aldea, “para los naturales”, y que en todo caso, sería para gente de otros lugares, del altiplano. Cuando un intrigado doctor Armando se interesó por los motivos de tal afirmación, la mujer se encogió de hombros advirtiendo al médico lo obvio del planteamiento: el huipil coloreado de las mujeres de aquellos dibujos no se correspondía con los trajes de la región. Aquello valdría en otro lugar, pero no allí.

No he rescatado este diálogo con la vana idea de defender la imposibilidad de los encuentros del desarrollo con las poblaciones locales en base a una supuesta inconmensurabilidad ofrecida por cierto relativismo cognitivo o como una nueva contribución al papel de los antropólogos como “mercaderes de asombro” (Geertz, 2000:64). Para el doctor Armando, personificando de alguna manera el discurso de los planificadores, la anécdota se constituía en una metáfora ciertamente reveladora de los problemas que oponía al desarrollo la cultura local, una muestra muy especial pero convincente del error, de la idiosincrasia indígena y el estupor de un diálogo aparentemente irracional. En el otro lado, la advertencia de aquella mujer nos remite al proceso de negociación, reelaboración o resistencia frente al discurso desarrollista. Las dos caras de la historia. En realidad, los diálogos se suceden a cada instante y los malentendidos que ocurren tienen que ver, entre otros muchos elementos, con la incapacidad del discurso desarrollista de vislumbrar el peso de lo cultural en la población indígena, que queda opacado por las representaciones de lo errado, de lo fallido, a la espera del “arreglo” mediante la capacitación.

Este tipo de intercambio se reproduce en todas las esferas de la organización social, incrustándose en los mecanismos de reproducción social bajo el particular leitmotiv modernizador del desarrollismo.


 
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No obstante, el paisaje bucólico representado en la ethos modernizadora del desarrollo se cubre  también con zonas oscuras que nos advierten de ciertos escenarios contraproducentes de este discurso. La pretensión de este texto es adentrarse en tales escenarios, ejemplificados con el análisis de la economía moral de la maternidad y la infancia en la región ch’orti’- las imágenes y retóricas de unos y otros- a raíz de la “inundación” desarrollista con motivo de la crisis nutricional del 2001, conocida como “hambruna de Jocotán”. Para ello, en un primer momento me acerco al “descubrimiento” mediático de las madres e hijos ch’orti’ aquel agosto de 2001, un relato de la construcción discursiva de estas categorías desde la lente de la hegemonía. A continuación, opongo algunos de los trazos de las versiones locales para afrontar después un análisis político de las respuestas a los llamados a la solidaridad. Un proceso que se negocia y amolda en un nivel local en ocasiones dando paso a ciertas “dispepsias desarrollistas”, pero que remite de forma inevitable al carácter asimétrico de tales encuentros y las funestas políticas de representación que sustenta.

La irrupción desmedida del desarrollismo en esta región tiene una fecha sorprendentemente señalada, los últimos días de agosto de 2001. Los indígenas ch’orti’ se agolpaban en la escena local y global a través de historias y fotografías del sufrimiento y la desesperación.

Se morían de hambre.

El desembarco de las madres y niños ch’orti. La “hambruna” del 2001.

A finales de agosto de 2001, la crónica de una reportera de Siglo XXI, Julia Corado, develaba2 a la opinión pública guatemalteca la vergonzosa situación del oriente del país: niños y ancianos famélicos luchaban por sobrevivir, llenando un pequeño hospital en la localidad de Jocotán. Allí entrevistó a una joven, Juanita, una adolescente que moriría horas más tarde, sumándose a una lista que no dejaba de crecer. Las reacciones fueron inmediatas, desmedidas: decenas de periodistas de medio mundo, agencias de cooperación internacional, políticos, empresarios o doctores de renombre internacional se sumaron al naciente Movimiento Solidario3: el país necesitaba solidaridad.

Las crónicas de los medios de comunicación de aquellos días construyeron la trama de un relato articulado alrededor de un tipo particular de imágenes y fragmentos de narrativas de la desolación, el abandono y la indefensión, un estereotipo de eso que Escobar denominó la “iconografía del rescate” (Escobar, 1994). Aquí he recopilado algunos ejemplos4 (Fig. 1 a 8) de la construcción “mediática” de la maternidad y la infancia ch’orti’ a través de aquellas imágenes, aunque el discurso supuso un referente inmediato para la re-construcción de la identidad ch’orti.


 
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Imagen 1. Iconografía del Rescate. Prensa Libre (2002).

Imagen 2. “Abandonados”. Prensa Libre (2001).

 
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En el análisis de contenido, algunos rasgos son evidentes: la objetivación de la pobreza se conjuga con una actitud pasiva de indefensión de madres y pequeños. Las imágenes tienden a encuadrar a los niños en las comunidades, solos o acompañados de su madre, con la ausencia casi siempre notoria del padre de familia. Aparecen desnudos, o con las ropas raídas, sucias, cargando con el peso estereotipado de la falta de higiene. Algunos relatos advierten de la falta de vestidos a causa de la pobreza que sufren. La indefensión es la nota dominante.

En una fotografía de un especial de Prensa Libre publicado el 23 de junio de 2002, esto se hace más que evidente: Byron Perez aparece casi oculto tras su esposa, una desesperada Juana Vasquez que se lleva la mano a la cabeza, mientras seis de sus  nueve hijos aparecen hacinados en la casa, una representación clásica de la pobreza con los rasgos antes descritos. Pero la foto aparece además glosada: “Aquí habita la miseria. Los niños duermen en una cama hecha de chiriviscos. Cuando tienen comida, la cocinan afuera del rancho, en un fogón del piso”.

Imagen 3. Iconografía del Rescate. Prensa Libre, 2001.

 
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Imagen 4. Llamados a la Solidaridad Prensa Libre, 2001.

Otras de las imágenes ofrecían la representación de estas mujeres y sus hijos en el hospital, donde la higiene parecía recuperarse, pero no así la indefensión y las poses de espera, de inacción. Con el paso de los días, las crónicas parecían contar el número de víctimas (“Camotán: 41 muertos por desnutrición”; Siglo XXI) Los pies de página que acompañaban a esas imágenes no podrían ser más explícitos acerca de estos cuerpos que servían de presentación de la infancia indígena: “Jaime Pérez (6 años) es un niño salvado de las garras de la muerte. Su estado era muy delicado. La desnutrición le reventó la piel y agrandó el estómago”. El mismo nueve de septiembre, Prensa Libre publicaba algunos detalles de aquellos cuerpos, de naturaleza espectral, vivos muertos:

“una asesina silenciosa había llegado a Camotán y Jocotán, y luego a Olopa. El hambre dejó a su paso espectros, en lugar de gente, con delgadez extrema, sin pelo, y el cuerpo cubierto de llagas y úlceras. Ante la hambruna, poco pudieron hacer los lugareños, pues sus recursos no alcanzan ni siquiera para pagar el viaje desde las montañas a la cabecera municipal, donde podrían consultar un médico o conseguir alimentos. Al visitar las poblaciones afectadas, se descubrió casos dramáticos en los pequeños ranchos, donde la gente, semidesnuda, con enormes abdómenes y extremidades raquíticas no remitió a las regiones africanas, donde el hambre también acecha”.

 
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Imagen 5. La hambruna en los medios. Siglo XXI (10-Sep-2001).

Aparentemente, el discurso mediático de estas renovadas “narraciones humanitarias” pretendía por un lado denunciar la gravedad de los hechos que ocurrían en el oriente, y por otro, estimular las acciones solidarias del resto de la población, con llamados a colaborar frente a la desgracia. Tal y como ha señalado Paul Vernon , el descubrimiento humanitario del hambre se inicia con su categorización como noticia con los ataques del Times a la Nueva Ley de Pobres, a la  que llamó la “Nueva Ley del Hambre” (Vernon, 2011:32-44). Las críticas se hicieron recurriendo a lo que Thomas Laqueur describió como “narraciones humanitarias”, narraciones detalladas de las biografías y sucesos que llevaban a ciertos individuos a morir de hambre, un deber moral a pesar de lo atroz de esos detalles (Laqueur, 1989). La misma línea seguiría después en los relatos de la hambruna de Irlanda en el Ilustrated London News o la emergencia del nuevo periodismo de finales del XIX5, tiempo en que dejó de considerarse “de mal gusto que la gente exhibiese su hambre insolente ante los ricos” como un miembro del parlamento inglés había comentado en 1887 (Vernon, 2011:36).

 
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Si, durante la emergencia del hambre como noticia casi dos siglos atrás se habría logrado su definición como un problema social y como la expresión de un sistema distributivo desigualitario y no tanto un problema moral e individual, durante la hambruna del 2001, en mi opinión, tales discursos condujeron en un sentido alternativo: la exhibición de la distancia y la definición de la cultura indígena como errada, situada en un plano moral inferior.

Del proceso de mostrar el sufrimiento para ofrecer el discurso que a los pobres le faltaban alimentos y no moral, pasaremos al otro correlato que la falta de alimentos es subsidiaria de la falta de moral. Una regresión de dos siglos…

Vuelvo un instante al contexto de emergencia de este discurso. Aunque es evidente que la irrupción de esta narrativa mediática mezcló el carácter del sufrimiento de otros como capital simbólico con la posibilidad de atacar al gobierno de Portillo sacudido ya por varios escándalos, las explicaciones coyunturales que se ofrecieron –la sequía de dos años y la caída de los precios del café- fueron insuficientes y el argumento del olvido del oriente era algo demasiado trillado y manoseado. Era necesario recurrir a explicaciones más “fuertes”: la cultura local, la falta de cultura, el fatalismo indígena (López, 2009; Mariano, 2009). Orografías corpóreas de cuerpos como espectros, de cuerpos errados. Cuerpos “menos” humanos.

Imagen 6 Infancias desvalidas. Prensa Libre (2001).

 
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Imagen 7 Infancias y maternidades Ch’orti. P.L. (2001).

El 11 de septiembre, en el diario El País se afirmaba: “Por complejas razones, y el fatalismo puede no ser ajeno, estos indios no se movilizan cuando sus hijos caen enfermos: los dejan en sus casas y los enfermeros deben ir buscándolos, aldea por aldea, casa por casa”. El fatalismo, los patrones culturales, el devenir del hambre como un asunto  ch’orti’. Nada nuevo, por supuesto6. Las causas del hambre sepultadas en narrativas del fatalismo, del abandono, de la falta de acción. De las infancias erradas, de los cuerpos como espectros, a las maternidades equivocadas que no saben cuidar a los hijos, que no hacen todo lo que debieran. Las retóricas de “pobres madres” y “pobres hijos” daban paso a “madres irresponsables” e “hijos abandonados”. Todo esto sepultaba los enfoques estructurales del problema y la acusación a la administración del presidente Portillo. El hambre era un asunto indígena, y las explicaciones reposaban en “su idiosincrasia cultural”. Eso parecía evidenciar el discurso mediático.

Madres erradas. Malas madres.


La literatura foucaltiana y posfoucaltiana sobre cómo el poder es ejercido a través de representaciones que aspiran a ocupar las narraciones de verdad es ya densa y conocida. Las imágenes contribuyeron entonces a la construcción ideológica del discurso al que antes me refería; en palabras de Braudrillard, las imágenes se transfiguraban como “asesinas de lo real”. Veamos con algo más de detalle las reglas culturales de este discurso.

 
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Tal y como ha apuntado Briggs (2003:185), la imagen de un niño solo resulta –en occidente- inquietante, y nos incita a resolver el problema narrativo que presenta, confortarle si sus padres no están. La ausencia de los padres en las imágenes ofrecía un espacio para la retórica de su despreocupación o incluso para sus preferencias por los alcoholes. Pero el asunto central es, como han señalado  Sinervo y Hill (2011) para las imágenes de las postales andinas en Cuzco, que se introduce la idea que los andinos – y aquí los ch’orti’- no cuidan de sus propios hijos, esto es, a través de estas imágenes se introduce el discurso de la falta de cuidado de las madres, su despreocupación, ofreciendo el espacio necesario para la intervención paternalista a través de la construcción ideológica del abandono. Narrativas que arrancan la agencia local7. Basta echar un vistazo a la fig. 3 para ubicar todos estos significados en la llamada de ese niño, que extiende la mano demandando nuestra presencia.

La definición desde un punto de vista político de la categoría de “ayudados” en general y las nociones de “infancia” y “maternidad” en particular girarían hacia la idea de lo fallido, de lo errado a través de la aliteración de lo que Nelson llamó “etiquetas hostiles” (Nelson, 1999). La emergencia indígena derivada de la visibilización mediática fue  la emergencia de un cuerpo deficitario, errado.

Así eran las infancias y las maternidades ch’orti’8. Las tesis del trabajo de Spurrs o Boltanski que ligan el sufrimiento de los pueblos indígenas con cierta degradación moral e intelectual o las anotaciones de Kleinman sobre el consumo de sufrimiento como capital en las sociedades occidentales como una expresión de la superioridad social tienen aquí un referente inmediato (Spurrs, 1993; Boltanski,1999; Kleinman y Kleinman, 1996). El hambre se reducía a un asunto de malas –indígenas- madres.

Maternidades e infancias ch’orti’. Versiones locales.

Al igual que le sucedía a aquella mujer que no se veía representada con las imágenes de los pósteres de las capacitaciones, la retórica ch’orti sobre la hambruna se aleja de esas representaciones mediáticas hegemónicas. Curiosamente, el asunto del hambre y la desnutrición se explica con una particular retórica de “malas madres” (Mariano, 2009; 2011), pero en realidad las tramas culturales son mucho más complejas. Aunque no puedo desarrollar aquí toda esta cuestión, apuntaré a ciertos elementos sobre los que descansa el discurso indígena sobre la “hambruna” y la “desnutrición” y las definiciones de maternidad e infancia que sustentan.


 
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Imagen 8  Infancias locales. Versiones indígenas. Mariano Juárez, 2010.

Una primera divergencia tiene que ver con la negación de la presencia del hambre, tal y como me lo relataría doña Rosalina en Tunucó Abajo: “se la inventaron, se inventaron la hambruna los que vinieron a tomar video”. El sentido de estas negaciones se opone a la “facticidad” de las imágenes con un sentido culturalista y una visión fenomenológica de la experiencia del hambre para los ch’orti, que se inserta en discursos sobre la identidad indígena, la retórica culinaria sobre el maíz o los roles de género (Mariano, 2009; 2011). La irrupción de la desnutrición en la vida social indígena es vivida como un padecimiento “moderno”, como lo explicaba don Hipólito “desnutrición, palabra nueva para nosotros los ch’orti”. O el intento de traducción que me avanzaba don Paulino: Nosotros aquí decimos de al tiro, bien desnutrido que dicen ustedes por medio de estudio, desnutrido”. La etiología compleja de este padecimiento9 en la actualidad deambula entre las narrativas de malas madres –aquellas que en las versiones locales se despreocupan por sus hijos y sus labores, la noción indígena de la falta de cuidado, que incluye diversas acciones y omisiones como madres y esposas (Mariano, 2009) y el contrapeso retórico de la noción de “malos hijos”, aquellos que simplemente enferman.

 
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Imagen 9. Madres ch’orti de camino a una reunión. Lorenzo Mariano, 2009.

 
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La noción local de “malas madres” delimita los escenarios sociales de los roles de género escenificados en el contrato social del matrimonio: el hombre se compromete a mantener la palma de la mano de la esposa caliente –el trabajo en la milpa y llevar maíz a la casa- y la mujer tortillear y cuidar a los hijos. En realidad, el orden social se mantiene a través de estas obligaciones de género, de tal manera que el descuido de las madres en los cuidados de los pequeños es sancionado con reprimendas y retóricas culpabilizadoras de ciertas enfermedades. Sin embargo, lo cierto es que aunque uno sea una buena madre – en las concepciones locales- la enfermedad “siempre es más lista” y el desenlace fatal es difícil de evitar. Al fin y al cabo, en la violenta cotidianidad de la región algunos niños simplemente se enferman, muchos mueren, hecho nada sorprendente. Esta idea forma parte de las convenciones sociales sobre la maternidad y la infancia; vivir se torna siempre una fatalidad, sujeta a destinos no siempre comprendidos, alejados en cierta manera de las acciones y las posibilidades familiares; no hay mucho que objetar, ni mucho sobre lo que interrogarse. Así parece haber sido siempre, destinos particulares marcados de antemano. En ocasiones, algunos niños parecen estar predispuestos a enfermarse, como en cierta ocasión me apuntaba doña Bernardina, oriunda de Pashapa, sobre el último de sus nietos; había llegado con ganas de enfermarse, y con apenas un mes de vida, ya había visitado el hospital de la cabecera departamental. Las ambivalencias se tornan de esta forma cotidianas en fluctuaciones de responsabilidades maternas y hechos que simplemente pasan, porque así ha sido siempre10.

La idea de llegar “con ganas de enfermarse” remite a un ideario colectivo que presupone de alguna manera la existencia de un destino previsto con anterioridad, algo usual entre los indígenas mayas11. Y por otro lado, la noción de infancia se delimita como un periodo de especial fragilidad, un momento vital muy susceptible para la enfermedad12.

Nancy Scheper-Hugges se ha preocupado por encuadrar analíticamente lo que ha denominado “dejar ir”, un repaso a la “economía moral de la maternidad” con los datos de su trabajo de campo en Brasil (2004:276-283). Asegura que, a diferencia de las tesis de Sara Ruddick que sostienen que la idea de “sostener” es un rasgo femenino fundamental del pensamiento maternal, las madres del Alto mantenían una actitud más humilde, admitiendo que muchas cosas escapaban a su control. Las prácticas maternales y el pensamiento se decantaban por un “dejar ir” –letting go-, un sentimiento de calma y resignación ante los acontecimientos aciagos. Y continúa la argumentación situando el concepto de Winnicot (1987) de “madre suficientemente buena” – la capacidad de las madres ordinarias para llevar a cabo las tareas requeridas y sostener una nueva vida- en un renovado planteamiento: ¿hasta qué punto una maternidad “suficientemente buena” depende de la presencia de un bebé “suficientemente bueno”? Las visiones culturalistas de la maternidad y su relación de dependencia con los contextos de pobreza, hambre y penuria no sorprenden en las etnografías del presente. Estas afirmaciones sobre Bom Jesus da Mata sirven igualmente para la región ch’orti’, lejana a esa idea de “sostener”.

 
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Lo que yo sostengo para la región ch’orti’ es que, a través de estas estrategias narrativas que apelan a la idea de provisionalidad y a una economía moral de la maternidad más cercana al letting go, las narraciones se convierten en actos performativos que lidian con las representaciones locales del padecimiento – la transformación del dolor en sufrimiento- sin poner en cuestión el orden social y moral (Mariano, 2011):  no es que sean madres que no atienden a sus hijos, que los descuidan, que reciben al marido bolo; es que simplemente, lo frecuente es que la enfermedad “venza”. Este discurso podría amoldarse en ciertas estrategias locales para lidiar con el sufrimiento de la pérdida de los hijos, pero, por otra parte, el estigma del fatalismo y la despreocupación no sólo se encuadra teóricamente en marcos de sentido alternativos, sino que se diluye con una mirada atenta a la etnografía. Las decisiones sobre las elecciones sobre la atención son siempre complejas, insertas en tramas culturales y el peso de lo económico y lo político se inserta en eso que Young denominó el estudio de a Sickness o las dimensiones sociales de la enfermedad (Young, 1982:270). Es decir, la negativa a llevar a un niño enfermo al hospital no es una “simple” elección, como podría parecer a ojos occidentales, sino que mezcla de forma compleja el peso de lo económico, las valoraciones sobre los médicos y el hospital, las asimétricas posiciones de género, las nociones sobre “morir bien”, el cuidado del resto de la familia o la opinión de las suegras, entre otras cuestiones. Y en ese  dificultoso contexto, contamos también con ejemplos del agobio y la desesperación con la que se vive la enfermedad de un hijo y la búsqueda de soluciones.

Así lo relataba la mamá de Narciso:

“cuando yo me acosté con ese niño, entonces estaba la casa siempre de cercado y cuando yo vine aquí a la cocina el pobre niño estaba tirado allá, porque el estaba bien grave; pero como tengo una patoja y ella está siempre estudiando yo le dije, “mirame cuidame el hijo porque los errores no son de los hijos”, y le dije a mi hijo: “te vas a morir”, estaba ¡bien hinchado! Me lo pepelé y me lo llevé a la cama y le digo yo: “ay tata, ¡te vas a morir!” El no me hablaba estaba ciertamente ¡grave! Vaya aguanté la dieta, son como siete días y decía yo: “Dios mío, qué voy a hacer con ese niño”. Pero a los 15 días como yo tuve al niño, vinieron los doctores de Bethania y ese día no había nadie para decir la verdad que me dijera andá. Me estuve bañando, bañé a él, bañé al tierno y fui ahí a la consulta, le dije al doctor: mire en la casa tengo un niño que lo tengo… porque yo ya llevaba tres días de cuidarlo, yo amanecía sentada con ese niño pero nadie me decía: “mirá te voy a acompañar a cuidar a ese niño”, sino que era directamente como si hubiera sido íngrimo y yo les decía a los demás: “ay Dios, ¿será que ustedes no piensan que el niño se va a morir?” Yo tierno con ese niño todavía sentado con él de noche, es que es el tiempo de trabajo y todo me ponía… ah bueno, decir que aproveché que ese día no había nadie porque si yo les decía me decían: “porque si vas a ir a dejar al niño, vas a ir a dejarlo a que se muera, que se muera en la casa y no que se vaya a morir por ahí”. Vaya, según yo es que si yo lo dejaba es que se me iba a morir y me fui, y me dijo el doctor: “vaya a traerlo,” tiré al tiernito y me dijo: “vaya a traerlo” y yo lo llevé”.

 
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Imagen 10. Espera en la consulta. Lorenzo Mariano, 2009.

Relatos como este desmontan las postales de fatalismo y desdén del discurso mediático hegemónico, de la falta de preocupación por los hijos, que también aparece sancionada culturalmente en la cultura indígena, simplemente en retóricas algo divergentes. No puede ser de otra manera cuando el acercamiento es sólo superficial, de unos pocos días, tiempo donde es imposible acercarse al sufrimiento y las lágrimas.

Ciertamente, los ch’orti no se reconocen en aquellos otros retratos construidos en el ejercicio del poder. Desgraciadamente, el discurso desarrollista ha enfocado la “modernización” de lo ch’orti’ en base a aquel otro discurso mediático, un punto de partida para el inevitable desencuentro.

De las llamadas a la solidaridad y sus respuestas. Un renovado impulso modernizador.

Recordémoslo aquí una vez más: es complejo el diálogo con la diferencia sin renunciar a las nociones de universalidad propias. Los actores e instituciones del desarrollo, insertos en esa industria del significado de la ayuda y la modernización –médicos, cooperantes, maestros, Ongs…- han hecho poco por encuadrar las representaciones indígenas sobre la maternidad y la infancia, y han caído seducidas por las representaciones hegemónicas y su carácter mistificador. Se trata de maternidades “erradas” que requieren del arreglo modernizador a través de capacitaciones y otras prácticas.

 
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Cuando los intercambios se fijan en la arena de lo moral, la complejidad se vuelve imposibilidad. Es posible rastrear entonces el camino de un proceso neocolonial de imposiciones de experiencias y cierta moralidad que apunta hacia las “adecuadas” formas de ser una madre: la que quiere a sus hijos, la que prioriza quedarse en el puesto de salud por encima de otras cuestiones, las que le ofrecen alimentos, pero también amor: “madres que sostienen a sus hijos” como algo natural, que abandonan prácticas moralmente sancionables como no pelear por un hijo hasta el último aliento.

Así, tanto las narrativas de las capacitaciones o las imágenes que las acompañan ensalzan modos de infancia ligadas al ocio, el entretenimiento y el juego, o maternidades construidas en torno al amor incondicional por sus hijos o, incluso, padres que colaboran en la alimentación de los pequeños cuchara en mano. El discurso del “amor a los hijos” se vuelve central en la elaboración de las prácticas maternas “adecuadas” y en muchos de los carteles y las capacitaciones es posible leer o esuchar aquello de “alimento y amor, para los niños lo mejor” mientras en otros se recuerda que la higiene es parte de ese amor de una madre para con su hijo.

Imagen 11. Infancias occidentales.  
Publicidad Vitacereal. Lorenzo Mariano.

 
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Imagen 12 Padres “modernos”. Publicidad Bolsas desarrollo. Lorenzo Mariano, 2011.

Imagen 13. Cocinando en la casa. Lorenzo Mariano, 2011.

 
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Imagen 14. Alimentos y amor. Lorenzo Mariano, 2009.

Basta un vistazo para comparar ese antes y el después de estas representaciones para advertir la “magia occidentalizadora” (Mariano, 2011) que define el tránsito de los cuerpos errados a los normativos al estilo “moderno”.  El carácter “pedagógico” de este discurso expresa una vez más las carencias indígenas, una aceptación tácita del discurso de la degradación moral: es verdad que faltan alimentos, pero no es menos cierto que falta “amor de madre”, que no es otra cosa que ideología occidental. Lo moral como un discurso neocolonial. Los nuevos cuerpos políticos del sufrimiento no son el espacio del empoderamiento, sino de la nueva desigualdad.

La retórica del desarrollo afianza esa noción de “cuerpos errados” para los ch’orti’, no sólo a través de ejemplos como los anteriores. A continuación reproduzco un diálogo entre un médico y un matrimonio ch’orti que discutían sobre la necesidad de ingresar a una de las hijas en el hospital. Eso, o la desnutrición la mataba:

 
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“-Pues yo no veo ningún problema, lo que yo digo es que como una mamá siente más por el hijo, en cambio el hombre como trabaja uno…(Padre, Don Gregorio)
-pero mira, eso del sentir por el hijo es una segundo, porque si él sintiera por el hijo de verdad, debería de mandarlo, porque ella sabe que para curarlo, porque allá no le vamos a hacer nada, ni lo vamos a tratar mal ¿verdad?- comenta el Dr. Jorge Mario.
- es cierto- apunta el papá.
- si ella sintiera por el hijo debería de mandarlo. Ya tu esposa en otras consultas anteriores trajo otro creo., replica el Dr.
- ese no es, es el otro- señala la mamá, doña Damiana.
- y tampoco lo quiso llevar, y yo le volví a ofrecer lo mismo –el médico-.
-Allí le hacen exámenes de pipi, exámenes de popo, de todo, y le dan su comidita. Yo le decía a tu esposa, mira hay que dar blanquillos, no alcanzamos, pero allá si alcanzan. Y uno vos, si uno debe ser también hombre y decir: yo no me alcanzo, no puedo, pues que me ayuden, pero la ayuda no te la voy a dar en pisto… la ayuda te la van a dar en bienestar de tu hija. Yo te invito para que vayas a avisar las cosas y no seas egoísta vos y tu esposa en decir: “no la lleven”, porque el decir no la lleven la única…”- Dr. Jorge Mario

Imagen 15. Doña Damiana y su familia durante la conversación con el doctor Jorge Mario. Lorenzo Mariano, 2009.

 
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Buenos padres, verdaderos padres, padres de verdad. Los que sienten de verdad, los que asumen que no alcanzan, que necesitan ayuda. Cuerpos errados que necesitan reparación.

Los problemas de este enfoque son evidentes. Por un lado, reproducen cierta política de representación que diluye la agencialidad local. Tal y como han mostrado etnografías como las de Liisa Mallkki (Mallkki, 1996:390), el humanitarismo recrea la universalidad a través de imágenes que reducen a los ayudados en “puras víctimas”. Nada se sabe entonces de los esfuerzos y las luchas cotidianas, de los desvelos y los lamentos. Una política de representación de lo errado que se convierte en un nuevo instrumento de la ideología dominante, recreando estereotipos y “etiquetas hostiles” nada novedosas: lo cultural como problema. Como algunas críticas del humanitarismo han señalado, el humanitarismo requiere de que el sufrimiento de las personas sea representado a través de la pasividad, no en la acción que toma para enfrentarlo o escapar de él (Boltanski, 1999:190; Malkii, 1996).

Por otro lado, este enfoque esquiva el nexo de unión inevitable entre tales ideologías y los contextos socioeconómicos y políticos de la región. Las decisiones de los sujetos –como los de esa madre que se negaba a ingresar a su pequeña en el hospital- no son una mera consecuencia de caprichos o de una ideología que pueda desligarse de las relaciones de poder.

El costo del ingreso, los maltratos recibidos en el hospital, el número de hermanos, la atención a la casa y su rol como esposa… cuestiones como estas quedan opacadas por el discurso de la ayuda donde el amor al hijo está a la altura de los alimentos que recibe. Lo moral no sólo como dominación, sino como proceso de mistificación posmoderna del desarrollismo.

Dispepsias desarrollistas. Cuerpos en construcción.

Las implicaciones de estos encuentros discursivos ligados al escenario del desarrollismo, el humanitarismo y la ayuda no sólo se ciñen al ámbito de la representación, sino que tiene un eco en la ideología y las prácticas ch’orti’. Con las limitaciones de espacio, voy a dedicarle algún comentario al proceso de “in-corporación” de estos procesos en la cotidianidad indígena. El discurso del desarrollo se revela entonces como una serie de interacciones de modernidad biopolítica tensionadas. Aunque con mayor o menor fortuna, el discurso desarrollista ha sido un agente central en los procesos de cambio cultural en las últimas décadas. A pesar de poder exhibir ciertos éxitos en un particular proceso de modernización, algunos de los reclamos han chocado con ciertas resistencias, hecho nada sorprendente cuando se pone en cuestión nociones centrales de la identidad con ese discurso de lo fallido. Aquí voy a referirme a ciertos escenarios de desencuentros – lo que en otro lugar he definido como “dispepsias desarrollistas” (Mariano, 2011)- heredados de estos encuentros tensionados por definir las nociones de maternidad e infancia.

 
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La política de representación se complementa aquí con las repercusiones en el mundo de vida ch’orti’.

Debo decir que el discurso moralista modernizador de las nuevas maternidades e infancias ha calado de forma desigual en las comunidades y familias. Algunos relatos parecen abrazar la causa de los “nuevos tiempos”, aunque otros tantos se aferran a la idea de los modos tradicionales. Lo que queda es un espacio sociológico marcado por la tensión, por la incertidumbre. En ocasiones, los sentidos del cambio reproducen nuevos modelos de experiencia y construyen nuevas representaciones en torno a prácticas tradicionales en sentidos marcados por el estigma y la sanción moral. Las nuevas formulaciones del hambre y la desnutrición entre los pequeños de las comunidades vehiculan los sentidos y significados occidentales de categorías como “infancia” o “cuidado materno”, en transacciones retóricas que abogan por nuevas formas de experimentar el sufrimiento y delimitar los esfuerzos, las prioridades en la atención o el cuidado. Recapitulemos el sentido local de la desnutrición infantil como padecimiento, esto es, la relación íntima entre los roles de género, las asimetrías de un sistema patriarcal y la potencia simbólica del maíz en la cultura indígena. La introducción del discurso global sobre la desnutrición se interrelacionan con los esquemas locales de orden social y moral subyacentes en el sentido indígena del padecimiento, lo que en ocasiones aboca necesariamente a esto que denomino dispepsias desarrollistas: si la retórica local responsabilizaba a las madres de la desnutrición de los pequeños, este intercambio dialogal terminar por reafirmar esa tesis, culpabilizando –a través de nuevas demandas y responsabilidades- a las madres.

Veámoslo con un poco más de detalle.

Por ejemplo, muchos programas de desarrollo han incluido entre sus objetivos el propósito de modificar las relaciones de género desigualitarias. Gran parte de las capacitaciones inciden sobre el nuevo papel de la mujer en la toma de decisiones domésticas. En esas charlas se pone en valor el papel de la mujer en un plano de igualdad del esposo, en la toma de decisiones en lo que refiere a la familia, como los gastos, las decisiones de salud o la distribución de los alimentos, de forma que en la casa deben comer primero los niños pequeños y los más vulnerables, alterando el esquema tradicional de rendimiento a favor del de vulnerabilidad. Las demandas se focalizan en las madres. Igualmente, los reclamos al control de la natalidad se centran en las mujeres, muchas de las cuales esconden estas prácticas del conocimiento de los esposos. A fin de cuentas, una madre debe preocuparse por la salud de sus hijos, y qué mejor manera que darles la mejor parte de la comida y no tener más hermanos con los que repartir lo poco que tiene. Lo que “cualquier” madre con sentido común haría… Las lógicas globales se enfrentan de nuevo al sentido local al sostener que la excesiva tasa de natalidad mantiene una estrecha relación con elevadas cifras de pobreza y consecuentemente, dificulta el descenso de la incidencia y la prevalencia de la desnutrición. La solución es evidente: disminuir el número de embarazos y la prevención “debe”centrarse sobre la responsable: las madres.




 
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De tal manera que las nuevas demandas convergen con las tradicionales, y las madres deben poner mucha atención en el cuidado diario del niño, evitar mantener relaciones sexuales con los maridos bolos, observar ciertas prescripciones dietéticas durante el embarazo o no dar de mamar una leche contaminada cuando vuelve a quedarse embarazada. Al modelo popular hay que sumar las nuevas directrices, procedente de las infinitas capacitaciones que reciben y que hablan de igualdad de género, de no dejarse pegar y mantener un nuevo modelo de reparto de la comida, la asunción de nuevas responsabilidades en la toma de decisiones e incluso disminuir el número de embarazo. Y todo ello sin tener en cuenta la agencialidad de las madres en ese contexto concreto. Nuevas demandas sin tener en cuenta sus escasas posibilidades. En un intento por modificar una relación de género desigualitaria se “fortalece” el discurso que sitúa a las madres como responsables de la desnutrición de sus hijos. Ironías “blaming the victim” del desarrollismo.

También los nuevos relatos de la infancia remiten cada vez más a un proceso de construcción “occidental”. En una recopilación de dibujos y redacciones que pedí que me hicieran niños de diversas escuelas de la región, las nociones de hambre se amoldan a las lógicas occidentales, y con ello se recrean los nuevos modos de esos cuerpos: necesitados de amor a la par que alimentos; de comida que ya no es sólo maíz y frijol, sino “cositas buenas” como carne y verduras, cuerpos construidos con la fortaleza de las vitaminas. Infancias marcadas ahora por el juego, el ocio.

Representaciones que señalan a los rasgos de la pobreza, a la falta de higiene o vestidos como analogía de la enfermedad, como representación del error. También los nuevos relatos de la infancia remiten cada vez más a un proceso de construcción “occidental”. Representaciones que señalan a los rasgos de la pobreza, a la falta de higiene o vestidos como analogía de la enfermedad, como representación del error. De forma análoga, los nuevos cuerpos de la infancia reclaman atenciones, comidas y gustos occidentales, delimitando esos nuevos criterios de normalidad/atraso del discurso hegemónico. El  tradicional “dejar ir” se envuelve en nociones renovadas  de malas madres imbricadas en el nuevo discurso moral de la maternidad y la infancia. Lo indígena como expresión del atraso, de lo errado.

Ya lo intentaba hacer ver aquel médico en aquella consulta: uno de madre tiene que asumir lo correcto, o asumir la incapacidad de ser buena madre, de ofrecer una infancia como es debida. Lo cotidiano convertido en estigma sin el diálogo preciso.







 
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Imagen 16. Infancias en construcción. Lorenzo Mariano 2008.

Imagen 17. Nuevos Cuerpos. Lorenzo Mariano. 2008.

 
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Imagen 18 Viejos cuerpos. Lorenzo Mariano. 2008.

Imagen 19. Narraciones infantiles. Nuevas demandas. Lorenzo Mariano. 2008.

 
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Imagen 20. La irrupción de la modernidad. Lorenzo Mariano, 200813.

Imagen 21. Metáforas de nuevas infancias. Lorenzo Mariano. 2008.

 
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Los nuevos modos de experiencia insertos en estos intercambios discursivos en las relaciones global/local como generadoras de dispepsias desarrollistas a través de  espacios de tensión marcados por el estigma y la vergüenza conducen al rechazo y la resistencia y, de nuevo en un círculo sin fin,  a los procesos de sanción social y moral desde la lente de la hegemonía. Un último ejemplo. En este proceso neocolonialista, las sanciones sobre las formas de expresión del sufrimiento materializan de nuevo las etiquetas sempiternas y refuerzan nuevas formas de sentir y actuar ante la desgracia: cuerpos errados que precisan de “reparaciones” y redenciones. El sufrimiento es una expresión cultural, y como tal, se encuentra abierta a los procesos dialogales actuales. Kleinman lo define como una experiencia social en al menos dos sentidos, un modo colectivo que moldea percepciones y expresiones y como un proceso intersubjetivo, ambos organizados y culturalmente relativos (Kleinman y Kleinman, 1996). A través de estos diálogos, los discursos globales portan y recrean una suerte de ficciones universalizadoras de sendos sentidos de la visión hegemónica occidental: esto presupone que las causas y motivaciones para el sufrimiento, las formas de expresarlo, los medios de atender y afrontar la situación o las relaciones e interacciones en torno la experiencia deben ajustarse a una lógica cultural más que evidente, esto es, la occidental. No es necesario reincidir aquí en las intrínsecas relaciones entre sufrimiento, contextos sociales y mundos morales, pero el paso hacia valoraciones “en” y “desde” el orden moral son inmediatas.

Las nociones indígenas sobre el destino de cada cual, las visiones particulares alrededor de redes semánticas como “querer creer” o las nociones tradicionales que conectan la enfermedad de los pequeños con la cotidianidad de los días de la región – narraciones como aquella que recordaba cómo “la enfermedad siempre es más lista”- se ligan con las expectativas locales de curación, con las valoraciones de prioridades y tratamientos, con los sentimientos por la pérdida de un hijo. Nada nuevo aporto aquí al recordar, por ejemplo, cómo las ideologías de la maternidad y las experiencias sobre el sufrimiento que sustentan se ligan con aspectos socioeconómicos o culturales: lo que quiero recordar es el hecho que estas prácticas y representaciones se enmarcan en modelos y contextos particulares, con lógicas particulares. La incapacidad del discurso global entra de nuevo en escena recreando ese tipo de dispepsias desarrollistas en el doble sentido: recrean las formas locales como “erradas” – acentuando estigmas y etiquetas hostiles- y reformulando los mundos de sentido a través de nuevas sanciones morales: las madres son ahora, también culpables por no llevar a los hijos al médico, por no priorizar su atención por encima del resto de cuestiones, por no sufrir por la pérdida como debe sufrirse: al modo occidental. De esta forma, el diálogo se traslada – si no lo estuvo siempre- a la arena de lo moral, situando el discurso global en un plano de superioridad.


 
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A modo de conclusión.

La ironía se vuelve aquí presente. El discurso del humanitarismo y la cooperación al desarrollo, construido bajo la pretensión de la ayuda y el acercamiento recrea la distancia y la asimetría o, como ha apuntado Miriam Ticktin para otro contexto, una forma concreta de violencia contra las víctimas (Ticktin, 2006). Desde esta perspectiva, es necesario abordar los textos y palabras” del desarrollo, sin caer en la idea que el lenguaje sea lo único que existe (Crush, 1995: 5).

Las reglas culturales que se ponen en juego nos adentran en la incapacidad del discurso hegemónico de dialogar con la diferencia si no se cuestionan las categorías de lo universal. Y en este contexto, lo moral se construye como un nuevo campo de cultura para la desigualdad. Mientras que la retórica discursiva del desarrollismo es la de asumir cierto relativismo cultural, la cultura de los planificadores entiende que no es lo mismo ciertos gustos por ciertos colores de vestidos que otros gustos por moralidades particulares, y  la cotidianidad se convierte en estigma con sorprendente facilidad. “What is moral is not anything, but it is more than a thing”14 escribiría Richard Shweder (Shweder, 1990:217). Como he intentado ejemplificar aquí con la etnografía de la región ch’ orti’, en realidad, para la cultura del desarrollo, lo moral es mucho más que una cosa. Discutir las nociones de maternidad e infancia es discutir sobre los modos “adecuados” de estar en el mundo, separando el nosotros del ellos.

La industria del desarrollo y del humanitarismo, en su particular carrera por eso que Clifford Bob (2002) denominó “the global Meritorocragy of suffering” reproduce prácticas neocoloniales que arrinconan los mundos de sentido moral, que opacan las versiones locales del sufrimiento. La agencialidad local se vela tras el discurso del fatalismo, de la estigmatización de lo cotidiano como errado, cercenando el espacio político y moral de estos agentes en la periferia de la pobreza, en el abandono y asfixiante espacio de la falta de humanidad.

Los nuevos cuerpos políticos del sufrimiento ciertamente no son el nuevo espacio del empoderamiento, sino el renovado escenario social de la desigualdad.

Notas


1. Frases aparentemente inocentes como “muchas capacitaciones” delinean el paisaje de esta región, como otras muchas del continente, contribuyendo a la producción discursiva de un tipo de imágenes de los otros, de los indígenas. No son, claro está, inocentes, sino que remiten a un discurso y una práctica del desarrollismo que abordo en este texto: une doble proceso de visibilización de la diferencia en términos de error e invisibilización en forma de “reparación”.
2. Desde luego, las cifras macroeconómicas del país y la región no eran desconocidas. Más de un 60% de niños con desnutrición infantil crónica o un índice de desarrollo humano  de 0.39 conviven con las frías estadísticas del alcance de la pobreza, particularmente acuciantes en la población indígena (Álvarez Alagón, 2003; PNUD, 2005, 2008) Sin embargo, la potencia de la imagen del sufrimiento construyó una realidad mucho más accesible y tristemente seductora. Lo cotidiano se desvelaba como problema.

 
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3. Para un análisis etnográfico  pormenorizado de los acontecimientos y la calificación de los hechos como desbordantes o excesivos puede verse Mariano Juárez (2011), Nufio (2009) o Arriola (2009). Las explicaciones para la explosión mediática de aquellas semanas son complejas y no se agotan en la indignación por la situación, sino que se entreveran con otros elementos, como las relaciones tensionadas entre la oligarquía empresarial, el gobierno de Portillo y un sector de la prensa.
4.
El análisis de contenido del discurso visual “modernizador” ha incluido cientos de fotografías y reportajes impresos en medios de comunicación, folletos de Ongs o materiales de capacitación.
5.
A este proceso contribuyeron la inclusión de los relatos de testigos en la hambruna de Irlanda de los años cuarenta de ese siglo, las crónicas de Edwin Waigh en la hambruna del algodón de Lancashire   o los relatos de Nash, quien  escribiría sobre la Gran Hambruna de la India, entre 1899 y 1901 el panorama de sufrimiento que se desplegaba día a día: “escribo con los gritos en mi cabeza que he oído esta noche en un hospital de beneficiencia, donde los limpiadores arrancaban a un niño muerto de los brazos de su madre” (Nash citado por Vernon, 2011:41).
6.De esta forma explicitaba ese carácter fatalista el etnógrafo Rafael Girard algunas décadas atrás: “[el  ch’orti’] parece tan alejado de las penas como los placeres intensos hasta el punto que, en determinadas circunstancias, se duda si su actitud obedece a indiferencia, estoicismo o fatalismo. A propósito de lo dicho, es oportuno referir el caso presenciado por D. Vasquez En Jocotán: mientras el jefe de la casa se encontraba ausente se incendió la vivienda y perecieron sus dos hijos más pequeños; al regresar el indio y ver el desastre no profirió una palabra y se sentó a comer resignadamente algunas provisiones que traía consigo” (Girard, 1949:297).
7. Aquí me he centrado en el análisis de algunas de las definiciones de maternidad incardinadas en estas retóricas mediáticas de los llamados a la solidaridad.

Sin embargo, el análisis  podría valer para las categorizaciones fallidas de la identidad ch’orti’y su degradación moral a través de otros rasgos presentes como la “animalidad”, de tal forma que, lejos de conseguir la “adhesión a la causa de otros”, estas imágenes recreaban distancia y asimetría, hasta el punto de hacer responsable de la desgracia a los que la sufrían (López García, 2011; Mariano Juárez, 2011).
8.
“Así eran los ch’orti’” es el correlato evidente. La cultura como problema, el hambre como un asunto de degradación moral. Una particular apropiación de las tesis maltusianas y Adam Smith  - en palabras de Joseph Towsend (1786) sólo el hambre serviría para enseñar “decencia y civismo, obediencia y sumisión, a los más brutos a los más tercos…”- , esto es, reformuladas en términos de comparación cultural. El proyecto de reforma sobre estos “recalcitrantes indios” enmarcado bajo las nuevas reglas del desarrollismo.
9.
No puedo desarrollar aquí la cuestión con la atención que debiera. Las nociones indígenas de “hambre” y “desnutrición” se alejan de la construcción en torno a balances calóricos occidentales y guardan entre sí una relación no tan inmediata como en occidente. El hambre es siempre un padecimiento colectivo, inserto en narraciones y tiempos míticos donde no se da ninguna clase de maíz durante varios inviernos. La “desnutrición”, como padecimiento moderno, se acopla a otras narraciones clásicas de etiologías de  enfermedad que aquejan a los pequeños, donde la responsabilidad recae en acciones u omisiones de la madre, no sólo ligadas a la esfera de la cantidad de alimentos que le ofrecen, sino en la cualidad simbólica, la forma y el momento, y que incluye también acciones u omisiones en ámbitos como la concepción, el embarazo o el puerperio. A modo de ejemplo, una posible causa de desnutrición es “recibir al esposo bolo” (tener relaciones con él estando ebrio). La desnutrición tiene así un marcado carácter femenino e individual, opuesta de esta forma a la noción de “hambre”. Para un desarrollo más pormenorizado, véase  Mariano Juárez, 2009 y 2011.

 
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10. Estas prácticas son “digeridas” desde fuera (ladinos, discursos globales) como ejemplos evidentes del fatalismo y el desdén indígena. Sin embargo, se encuadran en representaciones y formas culturales que precisan de miradas más atentas y reposadas. Junto a este discurso es posible apreciar otro (López García, 2004) en el que el deseo, el esfuerzo o la curiosidad pueden torcer el rumbo natural de las cosas, incluido aspectos como el estilo de la Gloria.
11.
En la región, Mancho de Titicopote le relataría a Brent Metz: “Dios nos proporciona un espíritu que determina nuestras debilidades y nuestras fuerzas”, o de forma más explícita en la manera ensayada por Pedro Súchite en Pelillo: “Dios establece el destino de todas las personas, unas están destinadas a trabajar con machete, otras a viajar, otras a dedicarse al comercio… incluso en el destino marcado por Dios se asigna qué idioma hablará cada quien” (Metz, 1995:197-198).
12.
En el caso específico de la enfermedad, se distinguen a individuos y momentos más o menos proclives a la misma y -los niños y los ancianos son ejemplos de debilidad (Wisdom, 1961:353-357).
13.
Los niños desnutridos son dañados por chicha, mosca y cucas y se mantienen enfuermo y no se lavan las manos y no laban las verduros los nutridos son los que están alentados comen buenos alimentos”.
14. Es un juego de palabras donde la traducción literal – “si algo es moral, es porque posee más de un lado” no da cuenta de todo el significado que sostiene el autor, esto es, cuestionar las nociones monológicas de moralidad.

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