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Cuentos de la Cripta. Filmes de horror y crisis social en los Andes.

Este ensayo analiza tres filmes de realizadores independientes de los andes peruanos, de suspenso y terror, focalizando en las tensiones dramáticas de sus argumentos y contextualizándolos en la realidad social y económica en las que se desarrollaron y exhibieron.

El estudio examina inicialmente el origen y la evolución del novedoso movimiento de cines regionales surgido en el Perú desde 1996, caracterizado por sus temáticas locales, bajos presupuestos e industrias culturales caseras. Luego analiza el contenido de las películas mencionadas y lo contrasta con entrevistas a sus realizadores. El artículo sostiene que estamos ante ejercicios declarativos en los cuales la ficción torna en un campo cultural altamente significativo, en el cual se exponen tramas sociales mucho más críticas y profundas que las anécdotas argumentales de sus guiones, y en las que la corrupción, la impunidad y el abandono institucional del Estado son los verdaderos telones de fondo de sus narrativas.

Palabras Clave: Cine, películas de terror, representación, narrativas, memoria.

Autor:
Raúl Castro Pérez
Antropólogo. Master en Communication, Culture and Society por Goldsmiths, University of London. Profesor en la Maestría de Antropología Visual – MAV de la Pontificia Universidad Católica de Lima, Perú.

e-mail: crcastro@pucp.edu.pe

Recibido: 5 de Enero 2016  Aceptado: 20 de Junio 2016

Tales from the Crypt: Horror Movies and Social Crises in the Andes

This essay analyzes three films made by independent Peruvian filmmakers from the Andean region. All three are thrillers or horror movies, focusing on the dramatic tension of their plots as well as the economic and social context in which they were produced and exhibited. The author examines initially the origin and evolution of the flourishing movement of regional cinema that emerged in Peru around 1996, characterized by their local topics, low budgets and cottage culture industries. Subsequently, the author analyzes the qualitative content of the movies and contrasts its findings with the testimonies of all three filmmakers obtained by interviews. The article suggests that the films are statements in which fiction turns into socially significant cultural fields. It also proposes that the films have public plots that are critically deeper than the dramatic argument of the script’s episodes, in which corruption, impunity and the absence of state institutions are the true backdrop in the narratives of these films.

Keywords: Cinema, horror films, representation, narratives, memory.

Author:
Raúl Castro Pérez
Antropólogo. Master en Communication, Culture and Society por Goldsmiths, University of London. Profesor en la Maestría de Antropología Visual – MAV de la Pontificia Universidad Católica de Lima, Perú.

e-mail: crcastro@pucp.edu.pe

Received: January 5th, 2016  Accepted: June 20th, 2016



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 






Cuentos de la Cripta. Filmes de horror y crisis social en los Andes.
Raúl Castro Pérez

Introducción

En los últimos 20 años, un incipiente e irregular movimiento de nuevos realizadores de cine independiente, producido con presupuestos modestos, tecnología digital de autoimplementación, herramientas y conocimientos amateur, así como argumentos anclados en referencias locales o regionales, han surgido a lo largo y ancho del Perú, incluyendo ahí a las distintas ciudades andinas. Hablamos de unos sesenta nuevos cineastas en todo el país, quienes en conjunto han desarrollado ya más de 150 películas (Bustamante y Luna, 2014: 190), algunas de ellas con marcado éxito en términos de audiencia – siempre en escala regional – y también en términos de crítica y de impacto en la opinión pública.

La exhibición prolongada de las más aplaudidas de estas películas, sea en teatros, aulas de escuela o centros comunitarios adaptados como salas, y en ocasiones, en los pocos multicines existentes en sus zonas, son elocuentes de la popularidad que han ido ganando. Estas han tenido taquillas agotadas, también comercialización masiva e incontrolable por medio de copias piratas en VCD o DVD, y más recientemente emisión por You Tube y otros sitios de relacionamiento social online. Más aún, se han programado informalmente en buses de viaje interprovincial de compañías privadas. Todo ello no solo certifica su considerable impacto social, si no también su condición de nuevos referentes culturales y artísticos en sus zonas de influencia.    




El “boom del cine regional”, como lo ha venido denominando la prensa y los críticos de la capital del país – término no excento de sesgo centralista – puede estar pasando desapercibido para los asistentes frecuentes a las ostentosas salas multicines de los modernos centros comerciales de Lima y otras ciudades, pero es un fenómeno recurrente y atractivo en plazas informales y centros culturales especializados. Y es que aún cuando sus películas han sido producidas, como ya se dijo, con tecnologías de desarrollo digital casero, se ha logrado siempre exhibirlas con relativa facilidad también en ciudades pequeñas y pueblos gracias a la facilidad que las tecnologías de proyección multimedia hoy en día están permitiendo.

Hay que hacer notar que estas facilidades técnicas para la exhibición de las películas, al tiempo que hacen “ruido” y distorsionan la experiencia sensorial de apreciarlas, permiten también la iniciación en una nueva clase de evento: la apreciación de un retrato cinemático de “lo doméstico”, de “las costumbres locales”, o, “de la infancia”, como dicen algunos comentarios en YouTube de las películas que vamos a analizar. La experimentación de este nuevo tipo de evento se aviva, por contraste, al ser sus películas exhibidas en alternancia con exitosos blockbusters, es decir con los filmes más populares de las grandes casas de estudio corporativas de Estados Unidos y otras factorías de imágenes, con lo que la apreciación de las narrativas de identidad y memoria locales cobra una nueva dimensión: la de una noción “glocalizada” de su localización en el mundo. Dicho de otro modo, la de un nuevo tipo de cosmopolitanismo con clara conciencia de las raíces y tradiciones propias (Radstone, 2000).

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A estas circunstancias en donde las representaciones cinemáticas de la vida cotidiana local se encuentran con sus propias tradiciones ancestrales, en historias o argumentos estructurados sobre la base de relatos familiares transmitidos de generación en generación, se debe sumar la “semiótica de la distorsión” que las tecnologías caseras ofrecen (Larkin, 2004: 291). Esta estética imperfecta es resultado de la influencia que los videos de bodas, cumpleaños o de fiestas populares imponen en el manejo de las imágenes, influencia que permite también en la recepción cinematográfica la instalación de un ambiente de ritual mediático en el que el espectador experimenta sus problemas cotidianos desde la percepción de estar siempre inmerso en sus tradiciones largamente heredadas.  

Dicho de otro modo, este trabajo considera a las películas del boom regional como recreaciones actualizadas de las más significativas narrativas de identidad de las poblaciones representadas en los filmes. Consecuentemente son también evidencia de un nuevo tipo de acto social: un evento mediático que denomino “el experimentar una película de casa”. Es decir la apreciación de un evento socialmente significativo que, aparte de poner en valor las evocaciones y remembranzas “de la infancia” – como dicen algunos comentaristas de las películas en YouTube – también desarrollan nuevos vínculos afectivos entre los noveles artistas que se animan a explorar lenguajes distintos – el visual cinematográfico – y sus audiencias, así como entre los sujetos que son parte de estas y sus propias ideas y narraciones de trayectoria. Este proceso de recreación, experimentado en un evento medíatico local, constituye lo que Michel Foucault (1989) denomina “la reprogramación de la memoria”: la reformulación de capitales culturales tradicionales actualizados con lenguajes y propósitos contemporáneos, propios de la experiencia cosmopolita.

Siendo la vida ordinaria de las localidades los contextos más frecuentes en los argumentos del cine regional peruano en curso, encontramos en ellos tópicos como los efectos del conflicto armado interno librado por el Estado peruano contra el terrorismo, así como las duras trayectorias de migrantes campesinos que llegan a la ciudad a hacer una nueva vida, entre otros. Vale decir, sin embargo, que hay una especial predilección por revisitar leyendas nativas de terror muy presentes hoy en día aún en las ciudades, así como misteriosos e influyentes personajes de historias mitológicas que, se cree, aún siguen operando en este plano de existencia. Estas leyendas y personajes son tratados en diferentes formas y versiones, siempre desde un respeto devocional por las convenciones universales del moderno género narrativo del horror. Es decir, del formato canónigo históricamente constituido por la literatura gótica, en Europa del siglo XVIII y XIX, y luego popularizado masivamente por la industria cinematográfica de Hollywood en el siglo XX. Actualizado, asimismo, por las series de productos transmedia destinados a los adolescentes: libros, cine, TV y entornos online actuando convergentemente (Jenkins, 2008), y que han logrado hacer de historias como The Twilight Saga, The Vampire Diaries, True Blood o American Horror Story multidinarios best sellers con ingredientes de suspenso y romance.

Esta es, en suma, la materia a abordar en el presente trabajo: historias de terror y miedo que casan leyendas tradicionales de origen prehispánico, con estructuras, lenguajes, fotografías, música y juegos de rol propias de las narrativas modernas del género del horror. Ello en el marco habitual de retóricas y afectos de pueblos indígenas andinos viviendo un presente muy cosmopolita.

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Cine andino de terror: una historia de miedo

Para comprender el nuevo movimiento de cine independiente peruano, de manera específica la vertiente dedicada al cine de terror andino, es necesario tener en cuenta una serie de hechos – sobre todo históricos, socioeconómicos y culturales – que por lo general son ignorados en los recuentos tradicionales sobre las industrias visuales modernas. Esto “no se debe a que escribir sobre películas del Tercer Mundo requiera de una metodología diferente o de tocar temas distintos que cuando se escribe sobre cine industrial”, asegura el teórico del cine Roy Armes (Armes, 1987: 7). Más bien, es una indicación de la insuficiencia de tantos escritos sobre la producción de géneros fílmicos, que, precisamente, son incapaces de explicar los circuitos y agencias que marcan el flujo constante de capitales y estéticas de las diversas industrias fílmicas en todo el planeta. Es por eso que normalmente tenemos que abordar aproximaciones a nuevas corrientes siguiendo esquemas estáticos como el de la “representación visual nacional” frente al de “autores alternativos” (Armes, 1987), como si fueran casillas estancadas, contrapartes consistentes o componentes de una única maquinaria mundial integradas en un solo sistema de “taquillas”1. En este esquema dual, y simplificador – que tiene utilidad, ciertamente, como cuando se hace comparaciones entre distintos cines nacionales – no es posible encontrar un análisis adecuado de las diferencias sociales y culturales al interior de cada complejo artístico, como tampoco lo es el escrutar las tensiones entre las producciones caseras y las corporativas dentro de los ámbitos nacionales. Este texto busca distanciarse de tal entendimiento cosificante.

En lo que sigue, se tratará de identificar algunos de los factores que evidencian las fisuras internas postcoloniales en las distintas representaciones visuales dentro de la “comunidad nacional” peruana, y a la vez plantear cuestiones sobre el lenguaje local y asuntos políticos no observados en sus narrativas contemporáneas. Por último, esbozaremos algunas notas acerca de las condiciones materiales que sostienen la producción de estas representaciones.

Antecedentes: sagas en distintos tiempos y soportes

El Perú es un país que está bastante lejos de tener condiciones sociales igualitarias para toda su población. Las estadísticas oficiales informan que un 22% de la población vive por debajo de la línea de pobreza, y un 4.3% sobrevive en la pobreza extrema (INEI, 2015B). Los peores porcentajes pueden encontrarse en el componente indígena: cerca del 35.4% de sus hogares son pobres, siguiendo el criterio de condición por lengua materna; mientras que solo el 19.5% de los hogares no indígenas tienen la misma condición, siguiendo el mismo criterio (INEI, 2015A). En un país en el que entre el 15.7% de la población es considerado indígena en ese marco, la variable étnica destaca cuando se trata de correlacionar origen y condición socioeconómica. Precisando, más del 83% de la población indígena es de origen quechua, y gran parte de ellos viven en las tierras altas el sur del país, más precisamente en los departamentos de Huancavelica, Ayacucho, Apurímac, Cusco y Puno.

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El movimiento de cine independiente de bajo presupuesto y contenidos socialmente significativos surge en esta zona, principalmente en Ayacucho y Puno. No es difícil darse cuenta de que las condiciones sociales aquí descritas inciden en la fuerte necesidad de expresar sus realidades en algún tipo de expresión y proyección pública.

Precisamente, las realidades que conlleva esta histórica condición social han estado bien representadas en expresiones artísticas tradicionales desde la época en que estas poblaciones fueron sometidas a la colonia, en el siglo XVI. Existe un vasto repertorio de cuentos populares y artes visuales locales que representan diferentes tipos de historias de miedo y crisis relacionadas con situaciones socialmente críticas vividas por estas poblaciones2. Algunas de las más conocidas son por ejemplo las relacionadas con el pishtaco, las que “evocan violencia y pánico – y blancura racial”, comenta la antropóloga Mary Weismantel (Weismantel, 2001: 25). En Perú y Bolivia, menciona la autora, a las personas les encanta asustarse unos a otros con cuentos acerca de este terrible ser, conocido en castellano como pishtaco, en quechua como ñañaq y en aimara – la segunda lengua indígena más hablada en el país después de la anterior – como el kharisiri3. Bajo todos estos nombres, esta criatura ataca a los runas – hombres quechuas, en su lengua nativa – y luego los arrastra inconscientes hasta cuevas secretas, donde los cuelga boca abajo y les extrae la grasa del cuerpo. “Ofrece un retrato cruel de los forasteros, porque se dice que [el pishtaco] es un extranjero, un hombre blanco”, concluye Weismantel.

Otro antropólogo, Juan Ansion, señala que el personaje tiene un origen colonial, aun cuando ha sido presentado desde la época prehispánica como un verdugo, un asesino o hechicero, como se puede apreciar en las representaciones del arte local. Ansión señala también que este personaje:
“Ha llegado hasta nuestros días con pocas modificaciones. Actualmente es una figura en ocasiones relacionada con el poder de los terratenientes y los sacerdotes, o en ocasiones un enviado de gente de la ciudad; las versiones más recientes lo vinculan con el gobierno, pero la mayoría de las veces aparece como un gringo4 (Ansión, 1989: 9).

En cuanto a su naturaleza, Ansion especifica:
“Aunque dotado, según muchos poderes mágicos, no es un condenado ni un ser de la otra vida, pues aparece por lo general como un hombre de carne y hueso. Dependiendo de la época o las circunstancias, usa la grasa humana para diversas aplicaciones. De hecho, el pishtaco siempre representa el poder extranjero, que domina el pueblo por la fuerza y ​​extrae de los andinos el bien más preciado que poseen: su energía vital” (Ansión, 1989: 9).

Algunas de las representaciones visuales contemporáneas más conocidas del pishtaco son las del artista andino Nicario Jiménez. Jiménez fue uno de los principales autores de retablos, cajas de madera pintada llenas de pequeñas figuras hechas de papel y harina de papa, objetos que se encuentran entre las formas más populares de arte tradicional producido en la región de Ayacucho (Sordo, 1990). El retablo de Jiménez que relata la historia del pishtaco es una enorme construcción con tres habitaciones separadas, cada una de las cuales relata un momento distinto en la historia del Perú, según como se los recuerda en la región.

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Imágenes “de” y “desde” los Andes: el soporte cinematográfico

Las proyecciones cinematográficas llegaron al Perú al comienzo de un período conocido como la “República Aristocrática”, en 1897 (Bedoya, 2004: 162); en consecuencia, “el cine fue muy bien recibido por la élite como la encarnación misma de la modernidad a la que aspiraban”, comenta Sarah Barrow (Barrow, 2005: 39). Desde aquellos tiempos, afirma, “las películas peruanas tendían a reproducir las convenciones de las películas europeas y estadounidenses, y carecían de todo color local o sentimiento nacional distintivo; [en ellas] las comunidades indígenas estaban completamente ausentes de la pantalla” (Bedoya, 2004: 41).

Sin embargo, hubo dos momentos importantes como excepciones a esta regla: (1) a principios de los años sesenta, surgió la llamada “Escuela Cusqueña” con dos películas, Kukuli (“paloma”en quechua – 1961) y Jarawu (“Canciones” – 1966), ambas dirigidas por un colectivo formado por los cusqueños Luis Figueroa y Eulogio Nishiyama. Sobre estas películas, dice Armes:

“El esfuerzo intenso, aunque limitado artísticamente, de estos cineastas fue un loable intento de liberar al cine latinoamericano de modelos extranjeros, y convertirse en pioneros en el uso del quechua, pero no fue concebido para un público nacional, sino de acuerdo con las normas del mercado internacional de los festivales de cine” (Armes, 1987: 180).

(2) En los años setenta, el gobierno militar de facto del general Juan Velasco Alvarado apoyó algunas películas sobre movilizaciones campesinas, con claro intento de legitimar un régimen espúreo surgido de un golpe de Estado, como Kuntur Wachana de Federico García (“Donde nacen los cóndores” – 1977) y Laulico (1980), en las que incluso participaron algunas comunidades indígenas en la creación del guion.

Dada la orientación marxista del regimen, el lenguaje de estas películas “se basó en la iconografía y la retórica del cine soviético, así como en su gestos épicos y su composición lírica” (Bedoya, 1997: 221).

En los últimos veinte años, tras los terribles acontecimientos del conflicto armado interno entre el Estado peruano y Sendero Luminoso, hubo algunas películas, siempre dirigidas por cineastas de Lima, que retrataban la realidad andina aunque con el prisma de la mirada urbana de la capital. Producciones como La boca del lobo de Francisco Lombardi (1988), La vida es una sola de Marianne Eyde (1992) y Paloma de Papel de Fabrizio Aguilar (2003) fueron intentos serios de tratar sobre los peores años de la violencia social en la región andina, incluso con notables resultados cinematográficos y de taquilla, así como reconocimiento de los críticos, pero sin duda narraban historias para un público que vivió el conflicto a través de los medios de comunicación. Y no para las audiencias locales que lo sufrieron bárbaramente. Barrow piensa que la actividad del cine peruano de ese entonces “de algún modo tenía más en común con la de los regímenes antiguos, que fueron seducidos por las películas, los estilos de vida y las inversiones de Europa y los Estados Unidos” (Barrow, 2005: 56), que con los nuevos públicos y transformaciones sociales que estaban ya cambiando al país.

En este panorama, al tiempo que algunos pocos cineastas peruanos de Lima salían a competir en festivales y mercados internacionales, el campo para que otras voces emerjan de realidades sociales diferentes, buscando llevar a la pantalla historias locales relevantes para sí mismos, estaba ampliamente desierto. Y la oportunidad estaba ahí, si tomamos en cuenta que contaban con importantes circuitos de intercambio económico y simbólico intra e interregional, culturalmente vinculados, que podrían apoyar flujos de mensajes de ida y vuelta.

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En estas condiciones, era solo cuestión de tiempo – y de necesidad expresiva – para ver el surgimiento de formas narrativas distintas y disidentes.

El momento llegó. Como coinciden varios analistas, el fenómeno se inicia en 1996, con la exhibición de la película ayacuchana Lágrimas de fuego, de José Gabriel Huertas, en colaboración con Eusebio Ordaya y Berrocal Godoy (Bedoya, 2015: 227; Bustamante y Luna, 2014: 190; y Quinteros, 2011: 413), la que trata sobre pandillas juveniles y anomia social. Por esos mismos años, no solo en Ayacucho se activó un circuito en ciernes. También lo fue en Puno, y en cierta medida en Junín y Cajamarca. Al respecto, dicen Bustamante y Luna Victoria:

“La aparición simultánea de cineastas en distintas partes del país es producto de la convergencia de un factor tecnológico y un componente cultural. Por un lado, el vertiginoso desarrollo de la tecnología, que ha tenido como resultado el abaratamiento de los equipos de grabación en video (primero, analógicos y, luego, digitales) y de las computadoras personales, ha generado un boom de producción cinematográfica independiente a nivel global. Por el otro, culturas tradicionalmente orales y no escritas, como la andina y la amazónica, parecen haber encontrado en el lenguaje audiovisual un vehículo expresivo ideal” (Bustamante y Luna, 2014: 190).

Como también señala el investigador José Carlos Cabrejo en el artículo Los cines profundos, el fenómeno, al cual considero como el de los cines regionales socialmente significativos,cobra impulso con la película Dios tarda pero no olvida (1996), dirigida por quien se considera un ícono de la cultura regional andina del país, Palito Ortega Matute (Cabrejo, 2004: 8).

Aunque fue producida con tecnología casera: Super VHS, con un presupuesto de 3.000 dólares, y exhibida con sistemas de proyección multimedios y écrans portátiles, la película fue “un boom absoluto en la ciudad natal del director, Ayacucho, y tuvo el mismo éxito en las ciudades vecinas de la sierra en la región sur del país” (Cabrejo, 2004: 8). Al respecto, Ortega señala: “su éxito seguramente se debió a que muestra experiencias reales de la gente” (Cabrejo, 2004: 8). De hecho, el guión, basado en acontecimientos reales, cuenta la historia de familias locales que sufrieron una escalada brutal de violencia durante la época del terrorismo.

El éxito de esta película, afirma Cabrejo, alentó a otros videastas a tomar la cámara y producir sus propias historias, y motivó a Ortega a producir la secuela, Sangre inocente (2000), a la que le fue aún mejor: la película fue exhibida durante nueve semanas en la única sala de cine de Ayacucho, el Cine Cavero, siempre mediante sistemas multimedia, y tuvo localidades agotadas en todas las funciones, desplazando a la película Titanic de James Cameron del primer lugar de los índices de asistencia locales. De la misma manera, las películas de otro “ícono” de este movimiento, Flaviano Quispe, quien trabaja en su ciudad natal de Puno, tuvieron resultados similares: El abigeo (2001) y El huerfanito (2004), sus dos primeras películas, llevaron a más gente a las salas de cine locales que la saga El Señor de los Anillos, de acuerdo a registros que maneja Cabrejo. El periodista Óscar García precisa esta información:

“Informes señalan que El huerfanito atrajo 120.000 espectadores solo en la región sur. La película se proyectaba tres veces al día, aunque una función debió ser suspendida porque la gente del exterior forzó las puertas con la intención de ingresar a la sala” (García, 2005: 38).

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Posteriormente, otros videastas de las mismas regiones, y algunos de otras más alejadas, iniciaron su producción obteniendo logros similares. En realidad, el fenómeno se replicó en casi todo el país. Siempre en Ayacucho, José Huertas produjo Gritos de libertad (2003); Al otro extremo del país, en Cajamarca, Héctor Marreros dirigió El milagroso Udilberto Vásquez, explorando el habla de la zona (2006); y Henry Vallejo logró una acogida excepcional con El misterio del Kharisiri (2004). Acerca de esta película, el periodista García comenta: “Con un ritmo nervioso, un muy buen ojo para los encuadres, y tomas subacuáticas del lago Titicaca. La apertura de El misterio del Kharisiri es sencillamente espectacular” (García, 2005: 38). La película es un thriller en el que el Kharisiri – el pishtaco aimara – pide corazones humanos para conceder favores a los desesperados que se los solicitan. Según el periodista, cerca de 40.000 personas vieron la película solo en Puno, la región natal de Vallejo, a donde el propio director tuvo que transportar a un proyector multimedia para mostrarla de ciudad en ciudad. Otro caso notable es Sangre y tradición (2005), de Nilo Inga, la primera película sobre pishtacos, producida y exhibida en la ciudad andina de Huancayo.

¿Quién es el monstruo? Desde el “Rincón de los Muertos”

En este contexto de efervesencia por la producción local, críticos y periodistas culturales, así como el espectador común, coinciden en considerar las tensiones del terror como uno de los elementos centrales de la nueva narrativa cinemática que emergió entonces en el Perú andino. Lo constatan Bustamante y Luna Victoria:

“La mayoría de las películas –del cine regional– son de ficción; pero también se han realizado documentales, experimentales y de animación. Dentro de la ficción los géneros más abordados son el fantástico (especialmente en su variante del horror), el melodrama y el realismo social. (…) En algunos casos, encontramos mezcla de géneros. En todos, aparece la violencia como un elemento destacado” (Bustamante y Luna, 2014: 195).

El año cero parece ser el capicúa 2002, y nuevamente Ayacucho – que no en vano significa en quechua “rincón de los muertos” – tuvo el singular privilegio de ser su escenario. Ese año, tanto Palito Ortega como otro nombre importante del cine regional, Melinton Eusebio, mostraron por primera vez sus respectivas versiones en filmes de la leyenda prehispánica del Jarjacha en el legendario Cine Cavero, sin haberse puesto de acuerdo entre ellos. Como se puede suponer, Jarjacha: el demonio del incesto, de Eusebio y Jarjacha 1: Incesto en los Andes, de Ortega, batieron récords no solo en su ciudad natal, sino también en otras ciudades de provincia como Huancayo, Andahuaylas y Abancay, lugares donde la historia se encuentra totalmente presente en la vida cotidiana. Luego ambos prosiguieron con la temática del horror de diferentes maneras: Ortega presentó una secuela del filme mencionado, La maldición de los Jarjachas 2 (2003); El rincón de los inocentes (2004) – un regreso a la temática de la guerra en clave de terror; Pecado (2006); y Jarjacha 3 (2010). Eusebio por su parte exhibió Almas en pena (2004).

Ortega afirmó, entrevistado por el periodista David Hidalgo, que la leyenda del Jarjacha es un tema que le interesa desde que era estudiante de Antropología en la Universidad Nacional de San Antonio Abad de Cusco (Hidalgo, 2004: 32).

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Por su parte, Eusebio, quien por cierto tiene una maestría en Derecho además de ser realizador, explica la predilección por el mismo mito en su obra y el contexto en el que lo recrea, para la revista limeña Butaca:

“Todo poblador andino tiene un contacto cotidiano con las tradiciones orales. He escuchado todas estas historias de mis padres y de mis abuelos desde que era niño. El Jarjacha, por ejemplo, es una forma de control social. Mucha gente desconoce los impedimentos legales o las leyes de la genética, por lo que estas historias aseguran que los niños no cometerán incesto cuando sean adultos”.  (Citado en Ramos, 2006: 29)

Las preguntas surgen entonces: ¿Es la presencia cotidiana de estas historias en la vida ordinaria de los ayacuchanos la que convence a los cineastas de emplearla como protagonista de sus argumentos? ¿Es su presencia fantasmal la que a la vez resulta atractiva para los públicos locales? ¿Quién es, en suma, este monstruo: Jarjacha, y qué poder de fascinación tiene sobre las audiencias?

Para responder, Eusebio explica en extenso – citado en la entrevista antes mencionada – el papel que Jarjacha suele jugar en el orden cultural regional, y cómo con su carácter de “condenado” o “maldito” (castigado y desprovisto de la gracia de Dios) cumple un rol o función social. Sostiene que la leyenda establece que el hombre o mujer que tenga relaciones sexuales con un pariente recibe una pena establecida por Dios “en esta vida”: él o ella se convierte en animal, con frecuencia en una llama, al caer la noche, y luego busca víctimas para extraerles el cerebro – “donde habita el alma”, comenta Ortega en la entrevista antes mencionada.

El resto del día es un ser humano normal, por lo que su transformación sería producto de la maldición recibida como consecuencia de su condenable comportamiento. 

El significado del nombre es revelador. Es onomatopeya de los gritos del ente, los cuales son, según refiere el cineasta, terriblemente aterradores. Jarjacha es un vocablo quechua cuya etimología proviene de Jar – el gemido gutural del monstruo: ¡jar!, ¡jar!, ¡jar! – y de la voz jarcha, que significa “sucio”. Los perros ladran con furia cuando estos malditos están cerca, y la gente que los siente venir corre a sus casas, cierra las puertas y reza hasta que vuelve a salir el sol. Por último, Eusebio da las instrucciones para atrapar a uno:

“Hay que acorralar a estos monstruos con un grupo de cazadores, cuerdas, crucifijos y espejos, cuando se encuentran en forma de animal. Luego de someterlos y ponerlos bajo control hay que esperar hasta el amanecer. Al día siguiente, se convertirán nuevamente en hombres y de esta manera serán revelados como incestuosos frente a toda la comunidad. Además de la vergüenza pública, la gente suele reaccionar matándolos o desterrándolos” (Citado en Ramos, 2006: 29).

La marcada estructura narrativa de los filmes sobre Jarjacha, así como el interés masivo que despiertan en las audiencias de las regiones donde se realizaron y de donde son sus autores, representan ya una ruptura con lo que se puede ver en el cine industrial convencional, aquel que se realiza con patrones estéticos académicamente estandarizados  y que se exhiben en los multiplex.

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Tras el análisis queda bastante claro que hay diferencias consistentes entre las representaciones cinemáticas de las producciones hechas en la Lima hispanohablante, hecha para una esfera pública “correcta”, y desarrollada históricamente “como la encarnación misma de la modernidad a la que aspira la élite peruana” (Barrow, 2005: 39); y estos trabajos de cine doméstico andino, caracterizado por su “estética de la distorsión” (Cabrejo la llama “imperfección estética”, entrevista personal, 2007), así como por sus “formas de resistencia cultural, en las que el narrador forma parte del mundo que él representa” (León Frías, citado en Saravia, 2006: 83).

Interpretando al monstruo andino: el “Factor X” y las memorias en programación

En esta sección analizaremos tres películas: Jarjacha: el demonio del incesto5 de Melinton Eusebio (2002) y  La Maldición de los Jarjachas 26 de Palito Ortega Matute (2003). Además constrastaremos la interpretación del contenido de estas con la de El misterio del Kharisiri7, de Henry Vallejo (2004). Estas tres películas han sido desde su estreno referenciales para el público de culto del género del horror y el thriller andino, y las que mayor visibilidad han tenido en cuanto exhibiciones y venta de copias, legales y piratas. Por este motivo planteo que sus trabajos de producción y exhibición conforman una suerte de “metamito” del origen del cultivo y aprecio del género en la región, tras los cuales surgió luego una nueva corriente que estableció patrones para los filmes de lenguajes fantásticos y de terror. En esa línea, siguiendo a Marcus Banks (2001), examinaremos primero la “narrativa interna de los textos visuales”, para luego pasar a discutir las “narrativas externas” de las películas, buscando integrar ambas perspectivas al final de la sección.

Una mirada al miedo andino

Las tranquilas y coloridas superficies visuales de La maldición de los Jarjachas 2 (MDJ2 de ahora en adelante) contrastan de inmediato con los oscuros e incómodos tonos sepia de El demonio del incesto (DI en lo sucesivo). Los escenarios de la primera son principalmente exteriores: campos verdes, paisajes de las comunidades campesinas y días de sol. La segunda, tiene por lo general escenas interiores en las típicas casas rústicas de los Andes, y una tendencia a filmar de noche, que provoca un efecto claustrofóbico directo. En cuanto a la concepción del tiempo, ambas alternan el ciclo natural de día/noche/amanecer, pero con diferentes énfasis.

Ambas sitúan la acción en pueblos rurales lejanos a los centros de poder de la sierra peruana, y ambas tienen un conjunto similar de personajes: por un lado, comunidades indígenas, con roles principales establecidos sobre las figuras del presidente de la comunidad local, los miembros varones del concejo, y una mujer del lugar, cuya juventud y belleza la hace no solo sujeto de deseo sino también factor de perturbación. Por otro lado, destaca un grupo de individuos foráneos, provenientes de la ciudad capital de la región que llegan al pueblo con una misión específica. En el caso de DI llegan dos hombres y una mujer, todos estudiantes de antropología, con la misión de levantar un registro de la población para un censo nacional. Los forasteros que llegan al pueblo de MDJ2 también son muchachos, aunque en este caso lo hacen buscando algo de diversión. DI es indudablemente una película de terror. MDJ2, por el contrario, es una historia de terror curiosa y experimental, con toques de parodia absurda y citas narrativas de otros géneros claramente identificables por el espectador que consume medios masivos, como el cine y la televisión.

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Entre las citas que hace están las referidas a piezas de música clásica con significados precisos en el lenguaje del cine industrial, como por ejemplo la obertura de la ópera Guillaume Tell (1829), de Gioachino Rossini, la misma que se hizo popular gracias a su utilización en los westerns para anunciar la llegada de la caballería estadounidense; o también la música gregoriana típica de filmes de género de terror.

Los cánones del filme del terror, precisamente, se aprecian con claridad en los patrones narrativos estructurales que ambas películas emplean. En principio, parten de la clásica secuencia órden-amenaza-caos-restitución de paz para establecer las claves del género de forma inequívoca y lograr el engagement directo con sus públicos. En virtud a ello, es que está siempre el pueblo bucólico que de pronto ve interrumpida su habitual tranquilidad por una nueva e inminente amenaza sobrenatural, y de inmediato las sospechas recaen sobre los forasteros.

En estos se proyectan los temores de las comunidades, pues sus intenciones ulteriores son un misterio. “¿Podrían los chicos ser terroristas?”, es la pregunta que los vecinos del pueblo se hacen en medio del miedo generalizado. Tras la ruptura del curso ordinario de la vida en la comunidad, los forasteros son declarados sospechosos y de pronto pasan a estar en el medio de la cacería del jarjacha, al mismo tiempo, tienen que evitar los ataques del monstruo. Los foráneos se ven, así, atrapados entre pequeños infiernos, y se dan cuenta que la única manera de escapar de ellos es ayudando a identificar a los verdaderos pecadores quienes son los causantes directos de la crisis.

El tercer filme bajo análisis es diferente. El misterio del Kharisiri (MK en adelante) se inicia en la ciudad de Puno y narra la historia de dos periodistas que sufren las consecuencias del poder maligno del kharisiri. Como se recordará, este ente es una variante del pishtaco, y las creencias populares lo asocian con crueles prácticas de extracción de grasa de personas inocentes para beneficio pecuniario. Es una película muy dinámica, que cuenta tanto con locaciones urbanas como con acciones en escenarios de naturaleza, a la manera de Indiana Jones. En el filme hay dos protagonistas que corren una gran cantidad de aventuras: mientras uno de ellos, una atractiva periodista, es capturada por kharisiri para ser sacrificada – a pedido de unos sujetos inescrupulosos que buscan con esta “ofrenda” lograr mejor fortuna para sus actividades de contrabando; el otro, un varón, inicia un largo camino para salvar a su colega – a quien, por cierto, ama secretamente, como suele ser en las historias de este género.

Ahora bien, ¿cuáles son los ejes temáticos centrales en estos argumentos? Un primer tema evidente compartido por las tres historias es el momento en el que se desarrollan los relatos: todas son historias contemporáneas que representan las vidas ordinarias de poblaciones locales y entornos cerrados. De una forma u otra, las tres historias exudan preocupación por los problemas mundanos de la zona: incesto y violencia social, en primer lugar; y luego codicia, mercado negro; y otra vez, violencia social en la forma de ambiciones inescrupulosas. Otros temas patentes en común son: la presencia normal, cotidiana, de lo mágico como componente de lo “real” – lo sobrenatural existe e interactúa con los seres humanos en la vida ordinaria; así como también el uso actual y vigente de largas tradiciones e históricas instituciones, como son los rituales de coca y los chamanes expertos en ponerlos en escena.

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Sin embargo, las divergencias comienzan en los siguientes puntos. En principio, las historias detonan a partir de diferentes motivaciones: los dos Jarjachas tratan sobre actividades tabú – como el incesto – que han llegado a normalizarse debido a la poca vigilancia social y las arbitrariedades de las autoridades. Asimismo, refieren también a la crisis moral y política que las comunidades viven, y al miedo por las amenazas que lo foráneo representa. Por otro lado, Kharisiri mueve voluntades individuales corruptas y sin escrúpulos que buscan cambiar su destino. En segundo lugar, está la poca legitimidad y la precariedad de las instituciones y la organización social: hay una crisis de confianza en las primeras, por las prácticas licenciosas, la arbitrariedad y el carácter patriarcal de las autoridades comunales; y una crítica de fondo a la falta de escrúpulos generalizada que se vive en la última, sobre todo en la corrosión moral de los agentes y en el imperio del orden ilegal e informal que existe. Por último, las relaciones de género: en las películas de los Jarjachas las mujeres no tienen voz: son cuerpos sin movimiento o emoción. En el Kharisiri, aunque las mujeres trabajan y tienen sentimientos, siguen cumpliendo un papel pasivo.

Desencuadrando las imágenes: el contexto “fantasmal”

Lo sobrenatural, dice la socióloga Avery Gordon, “es una forma de existencia paradigmática mucho más compleja que lo que terminamos por aceptar quienes nos dedicamos a estudiarla” (Gordon, 1997: 7). ¿A qué complejidad se refiere Gordon? Ella sostiene que la investigación social de las creencias y prácticas en torno a lo sobrenatural debe darse asumiéndolo como un conjunto de “asuntos fantasmales” que exigen nuevas metodologías de estudio.

Estas nuevas formas de aproximación sociólogica al fenómeno nos llevarán, consecuentemente, a entender y valorar de modo cualitativamente distinto el conocimiento que producimos sobre estos hechos, así como sobre nuestra comprensión de las existencias del “más allá” y sobre cómo estas se relacionan e influyen en las humanas.

Dice Gordon que todo aquello sobre lo que no se habla – o no se visualiza, no se oye o no se toca – constituye una “ausencia que capta perfectamente la paradoja de explorar en aquellas fuerzas que influyen estando y no estando presentes al mismo tiempo” (Gordon, 1997:7). Este giro interpretativo que incorpora la ausencia como una presencia, al mismo tiempo, y que influye poderosamente en el tiempo actual, es el que permite a los investigadores el contar con un factor explicativo conveniente – el “Factor X”, en términos de Tudor (2002) – del conjuro permanente que se hace en estas regiones a entes monstruosos como jarjacha o kharisiri. Más aún la paradoja de estar y no estar contextualiza la oposición estructural de narrativas que todavía se puede apreciar en estas regiones – la que cree en la existencia de lo mágico frente a la que no, oposición que nos ofrece elementos para comprender el disfrute ritual de este cine de lo doméstico que encuentra en las películas de terror un rico escenario para exponer sus tensiones. Considero, finalmente, que esta forma de aproximación al fenómeno responde al reclamo de Tudor por el cual es necesario identificar en los textos mediáticos “la clase de mundo social en el que los discursos cobran sentido” (Tudor, 2002: 52).

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Como se puede apreciar gracias a los ejes centrales del argumento, principalmente en la abundancia de problemas ordinarios, y en la influyente presencia de lo mágico en forma de ausencias que de pronto irrumpen en escena –o se revelan–, se hace evidente una brecha existente entre las representaciones de la vida cotidiana que los autores andinos hacen sobre sí y sus sociedades, y las representaciones que hacen de estos mismos mundos sociales los autores y las industrias provenientes del cine convencional. Éste último es un cine de “subjetividades dramáticas empobrecidas”, define Cánepa (2006)8.

De hecho, no existen muchas representaciones de tradiciones andinas en el cine nacional; y cuando las hay, son realizadas en formas muy arbitrarias y poco fieles a lo que sucede en la realidad. Es por eso que la visualización en las pantallas de estos mundos sociales regionales, ricos en patrimonios culturales diversos, encarna un poderoso proceso de autorreconocimiento en las audiencias que los siguen, tanto como una expresiva acción de “verbalización” pública de los “asuntos fantasmales” que son cotidianos en sus zonas, y que seguramente en otros terrenos se experimentan en forma más bien privada.

Al respecto Palito Ortega Matute amplía el tema en una entrevista personal:
“Suelo escribir mis guiones buscando capturar los recuerdos de lo que vivimos en esta parte del Perú. Es de vital importancia no olvidar lo que sucedió en Ayacucho durante el conflicto armado interno. Al mismo tiempo, trabajar con el Jarjacha es como estar sentado con adultos y niños y hablarles sobre el incesto. Es parte de nuestra cultura. Es mi responsabilidad de construir una historia con estos elementos” (Entrevista personal, 2007).

Los otros ejes centrales del argumento: la normalización impune de la transgresión de tabúes sociales en las comunidades (puntualmente el incesto y la corrupción de las autoridades), la crítica de desestructuración social y la corrosión de sus instituciones locales, y finalmente la incólume postergación patente de la mujer en sus relaciones de género, destacan aspectos vinculados a un notorio grado de exclusión o aislamiento que las comunidades representadas muestran en relación a los centros de poder nacionales. Las tres películas lo enfatizan también como un modo de llamar la atención sobre la anomia en la que están sumidos sus protagonistas.

Ello no quiere decir que estas condiciones retratadas – desestructuración o aislamiento – sean necesariamente las condiciones reales de las comunidades. Tiene que ver con la experiencia que quieren transmitir los cineastas, y con la construcción ideológica e imaginada que ellos componen de acuerdo con los temas que quieren visibilizar y discutir. Los dos Jarjachas actúan en sociedades de pequeña escala en la que las instituciones oficiales del Estado no existen en la práctica; el Kharisiri actúa en un subsistema regional más amplio de intercambio económico y simbólico que ha montado un régimen informal de prebendas al margen de las instituciones reglamentarias. Ayacucho y las áreas que la rodean conforman una zona geopolítica estratégica que poderes y administraciones políticas sucesivas han querido dominar como centro de operaciones, desde los Incas y la Iglesia Católica en el pasado, hasta Sendero Luminoso en años recientes. Puno, por su parte, es una zona de tráfico en todo el sentido de la palabra: es la frontera de Perú y Bolivia, un paraíso del libre comercio devenido en libertinaje, una rica tierra sin ley. Son expresiones de lo que Deborah Poole llama “los márgenes del Estado”:

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“Lugares cuyo estatus jurídico es a la vez excluido y dependiente de la nación organizada, cuyo orden se encuentra siempre en una condición difusa entre ambos (entre lo marginal y lo dependiente), y cuya condición política es el encontrarse en estado de excepción permanente. Poole enfatiza que son lugares en los que “la sospecha viene a ocupar el espacio entre la ley y su aplicación” (Poole, 2004: 30).

En este contexto, las películas colocan a sus audiencias en un escenario de preparación y capacitación para afrontar estos mundos sociales inciertos, un escenario en el que los autores hablan para dar una lección: “la idea es mostrar un castigo ejemplar – dice Ortega. No es una sanción moral al Jarjacha. Es una sanción al acto inmoral del incesto” (Entrevista personal, 2007). Por su parte, Vallejo argumenta: “El mensaje es: la medicina popular podría ser más eficaz que otras”, destacando el fuerte carácter de la cultura local (Entrevista personal, 2007). Sin embargo, es importante hacer notar que los autores no son igualmente acertivos para discutir el eje de la dominación en las relaciones de género. Sobre la mirada predominantemente masculina dicen: “para ser honesto, nunca pensé en ese tema”, confiesa Ortega. “Si la historia exige mayor o menor presencia de la mujer, igual la hacemos” – reflexiona Vallejo. “Es como una torta: siempre hay algo que prevalece. Shakespeare solía decir que uno es en realidad esclavo de sus personajes y sus historias” (Entrevista personal, 2007).

Parafraseando a Stuart Hall, podemos decir a modo de conclusión que un vigoroso movimiento de cine peruano andino está surgiendo, y guarda relación con otras formas de representación visual históricamente constituidas en comunidades locales que viven experiencias postcoloniales.

Como tales, los filmes en cuestión tienen como ejes centrales en sus argumentos la exposición crítica de problemas domésticos y residenciales, para lo cual utilizan lenguajes artísticos heterogéneos que hacen de la discusión de su identidad cultural una pregunta abierta.

“Tal vez en lugar de pensar en la identidad como un hecho consumado, debiéramos pensar, más bien, en la identidad como una ‘producción’ que nunca está completa, siempre en proceso, y siempre constituida dentro, y no fuera, de la representación”, define Hall (1990: 222).

Este es el caso de los filmes peruanos de lo doméstico hechos en los Andes en los últimos 20 años: existe una evidente narrativa en marcha produciéndose entre un movimiento emergente de creadores visuales de reciente arribo, creadores cuyas fuentes de inspiración comunes son los hechos de la vida cotidiana, la importancia de “verbalizar” recuerdos problemáticos recientes y normalizar tradiciones que se presentan en su cotidianeidad como influyentes agentes fantasmales.

Asimismo los contextos de exhibición y recepción de las películas están instalados en un clima social de desconfianza que es, en realidad, la condición artificiosa de quienes viven, condicionan y se expresan al margen del Estado. ¿Es este el escenario ideal para una lucha de discursos por el reconocimiento? Sí. Es la mejor posición para observar fisuras en narrativas nacionales anacrónicas que se encuentran enfrentando una crisis de representación y el temor ante una nueva especie de monstruo: el otro como el crítico más inclemente del yo.

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Políticas de lectura y audiencias: una propuesta

Más allá del particular estudio de lo fantasmal y sus conjuros, realizado aquí con los cines regionales andinos, es importante complementar el enfoque histórico y de análisis de contenidos empleados con otros recursos interpretativos apropiados a cambiantes realidades sociales y culturales, de densas dinámicas locales, como las que estamos observando. Para ello podemos recurrir a lo que Stuart Hall (1984) llama “políticas de lectura”: un conjunto de pautas interpretativas que focalizan en el escrutinio de las estructuras de poder operando y organizando todo el hecho cinematográfico. Estas pautas permiten una aproximación más completa a las representaciones del terror en las pantallas, en tanto se realizan a partir del sentir común de agentes locales participando en el circuito cinematográfico: realizadores, programadores y audiencias, sentir diferenciado de las “sobredeterministas lecturas de especialistas” (Hall, 1984). El empleo de una política de lectura específica para los cines regionales andinos nos ayudará a comprender, desde una mirada interna, los ambientes sociales y culturales que los agentes experimentan en sus encuentros rituales con las historias. En este estudio, el foco está en los realizadores.

En la perspectiva de la vida cotidiana en los Andes, el panorama de los problemas sociales descritos en las pantallas representa no solo tensos momentos de crisis: se trata de una crisis temporal producto de circunstancias específicas, pero también de una cultura de la crisis en sí, un sentido permanente, histórico, de desconfianza que proviene de sucesivos regímenes dominantes y arbitrarios instalados en estas regiones desde épocas prehispánicas.

Comunidades regionales de estas zonas vivieron experiencias represivas en primer lugar con el feroz megarreino de los Incas (años 1200 – 1532), luego con las administraciones coloniales (1532 – 1821), y finalmente con la caótica organización del Estado nacional peruano, signado por sus centralistas políticas extractivas de materias primas (recuerden a los pishtacos) y el sistema social jerárquico que el “Proyecto Criollo” de la herencia española impuso en todo el país en detrimento de las identidades locales. Hoy en día, la crisis tiene que ver con la desigual integración al proceso de globalización (Appadurai, 2006), un hecho que prolonga las prácticas culturales asociadas con la desconfianza, el recelo, los caminos informales e ilegales de resolver las situaciones e, irónicamente, altas dosis de resistencia cultural por medio de performances artísticas y expresiones plásticas. El cineasta Melintón Eusebio lo dice mejor: “Muestro las secuelas de la desconfianza con el recelo que la comunidad siente hacia los estudiantes que trabajan para el Estado. El terror del conflicto armado interno generó temor, razón por lo cual aún se mantiene la desconfianza hacia los extranjeros” (Entrevista personal, 2007).

Una “política de lectura” que mira desde el sentir común el cine regional andino puede ofrecernos también una evaluación final sobre el fenómeno. Además de evidenciar la cultura de crisis histórica aún presente en sus expresiones, el análisis de sus imágenes pone en evidencia otro tipo de crisis, visible esta vez en la escala más amplia de la esfera pública nacional. Las imágenes del cine regional andino expuestas ante diversos públicos nacionales ponen en riesgo el antiguo “orden visual” de la nación, entendido como la construcción imaginaria de “europeos en América” que el cine y el arte convencional hecho principalmente en Lima han construido hasta el día de hoy como el retrato más apropiado de la peruanidad moderna.
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En contraste, los autores andinos investigados están trabajando en un cine de la memoria que busca visualizar otros componentes, distintos de los intentos modernistas, en sus representaciones del Estado y de los asuntos colectivos. Sus películas muestran tradiciones comunes, orales y familiares, desconocidas y rechazadas por la élite postcolonial como parte del patrimonio nacional oficial, pero ampliamente celebradas por los públicos locales. En esa perspectiva, se puede afirmar que practican narrativas de la resistencia, es decir, ejercicios de lucha por la autoexpresión que es al mismo tiempo una declaración política si consideramos sus críticas al caos y abandono por parte de las instituciones matrices del país. Susannah Radstone lo sintetiza así: “las representaciones de recuerdos revelan cómo la historia pública dio forma a la identidad. Por el contrario, también revelan cómo los recuerdos marginales pueden derribar a estas historias establecidas” (Radstone, 2000: 84).

En este escenario, es pertinente inferir que el surgimiento del movimiento cinematográfico andino se relaciona directamente con las biografías personales de sus creadores. Todos son narradores de historias urbanas de clase media en contextos de sociedades locales, con educación y habilidades profesionales muy competentes, altamente comprometidos con su origen social y poseedores de una lectura clara de los impasses culturales complejos que sus ethnos viven en el medio nacional. Ortega es antropólogo, Eusebio es abogado y Vallejo es comunicador con sólidas credenciales académicas. Son, además, suficientemente capaces de desarrollar sus propios negocios donde se presenta una oportunidad de mercado – un “nicho” en el lenguaje del marketing actual. Son la representación viva de la nueva “clase creativa” (Florida, 2004: 35) que está expandiendo hoy las industrias culturales de nuevo cuño en todo el mundo, en contextos formales o informales, en sociedades de pequeña o de gran escala, mediante operaciones dinámicas como las que están floreciendo en las distintas regiones del Perú.

Al igual que en muchas otras regiones con historias equivalentes en el mundo9, esta clase creativa está tratando de producir o “montar” un renovado “sentimiento de comunidad” (Bauman, 2001: 34), esta vez en el marco de una estructura de poder recargada, marcada por los flujos interregionales y transnacionales de bienes y el intercambio simbólico de significados que caracterizan nuestro presente. Se marca más aún pues en los casos andinos estudiados se han venido dando procesos sociales muy significativos que están posibilitando el surgimiento de nuevas élites locales, con capacidades de liderazgo cultural y político, resultado de desarrollos regionales que Gonzáles de Olarte ubica dentro de “un ciclo de expansión de largo plazo” (2010: 199). Tomando en cuenta el argumento ampliamente difundido sobre la ausencia de élites regionales capaces de articular proyectos económicos y políticos (Diez, 2003), termina siendo altamente provocador el indagar en el rol que los protagonistas de este emergente cine regional en el Perú están jugando en los nuevos procesos culturales y políticos de sus localidades.

Cuentos de la cripta andina: Conclusiones

Si la modernidad fue el trasfondo social e ideológico en el surgimiento de las narrativas canónicas del género de terror, como una expresión monstruosa que irrumpió simbolizando el miedo a la maquinaria industrial en el siglo XIX e inicios del XX; y el momento postmoderno de finales de los años setenta representó un giro en el género hacia una revisión interpretativa y crítica de dichas formas canónicas; la experiencia postcolonial en un ethnos regional contemporáneo como el andino nos está ofreciendo ahora formas expresivas totalmente nuevas que están revisitando las historias de horror, enfatizando especialmente la veta de sus propias tradiciones orales y mitos.

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A partir de bases materiales y de conocimiento técnico precarios, de tecnología de bajo presupuesto – inicialmente analógica y luego digital – y sobre todo de la semiótica de la interferencia y la estética de la distorsión propias de herramientas domésticas, estas nuevas formas artísticas están reprogramando memorias locales aún vívidas procedentes de sus vastas canteras culturales, y proyectando en pantallas y experiencias, con una actitud muy abierta hacia una diversidad de lenguajes y fórmulas, testimonios muy efectivos de lo que es hoy la modernidad en los márgenes del Estado.

Hay pues un propósito explícito y constituyente de autorreflexión en los textos mediáticos que analizamos. En términos generales, apreciamos un set de oposiciones binarias que dominan la tensión dramática, conformado por un repertorio de seres humanos locales expuestos a las viscitudes de tentaciones ordinarias, frente a fuerzas contaminantes de “los otros” provenientes del más allá, corporizados en monstruos víctimas de maldiciones que en su degradación expresan, metafóricamente, el alto grado de descomposición social al que estamos sometidos a diario.

Para tal fin recurren a la estrategia narrativa del citar: una forma de construir mensajes mediante citas y referencias a otros contenidos de los medios masivos muy populares entre las audiencias, como videos caseros y televisión local, por ejemplo, cuyos lenguajes y estéticas están estableciendo los patrones a seguir (Vasudevan, 2000). Con estos elementos, los artistas construyen una industria cultural informal de apreciado valor dentro de sus mercados regionales, y un conjunto de recursos culturales genéricos que empata con su desafección con la realidad social que los rodea.

En los tres filmes analizados: Jarjacha: el demonio del incesto, La maldición de los Jarjachas 2 y El misterio del Kharisiri, hemos identificado que hay una adopción básica de los patrones del género de terror, adaptados a formas narrativas tradicionales en los Andes contemporáneos. Siendo películas de género, respetan rigurosamente su composición estructural: un ciclo típico de “orden-crisis-restauración del orden”, así como sus aspectos formales, como la construcción de los escenarios bucólicos, los climas de suspenso y muy especialmente la presencia de un ser contaminado del más allá  inmerso en problemáticas de interés local. Máxime si en estas películas el narrador no es alguien que se encuentra posicionado por encima del mundo representado; al contrario, en este cine regional el narrador es parte del mundo representado en la pantalla. Esta última distinción determina un tipo particular de mirada: estamos delante de narradores incómodos, que no solo brindan entretenimiento a su público sino también testimonios críticos y autorreflexivos de las ansiedades cotidianas que están vivas en sus sociedades regionales.

El último de los tópicos en conflicto es la “Memoria como representación”: se evidencia en estos filmes otra clase de lucha, esta vez relacionada con la tensión entre “la historia oficial” y “las remembranzas populares”. Analizando el conocido caso de la película Forrest Gump (1994), Radstone sostiene al respecto que cuando:

“La historia se asocia negativamente con una autoridad que maneja los códigos maestros de la narración, así como con ‘el público’ y la ‘objetividad´, la memoria, por su lado, pasa a ser valorada positivamente por su asociación con lo que está integrado a la gente, con lo local, lo personal y lo subjetivo” (Radstone, 2004: 84).

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Esta tensión en los filmes regionales andinos es bastante evidente: la sola representación visual de tradiciones locales y entes sobrenaturales propios ya componen un cuadro de identidad autoproclamada, un triunfo en la lucha por la visibilidad que las memorias de los márgenes entablan contra la historia nacional moderna establecida. Es lo que Foucault denomina “la reprogramación de las herencias populares” (Foucault, 1989: 92), en un proceso de reenraizamiento de lo desarraigado (Bauman, 2001). En suma, cuentos que “muestran no lo que ellos han sido, sino lo que recuerdan que podrían ser” (Foucault, op.cit).

En este contexto, podemos hacer preguntas centrales como: ¿Por qué el género de terror? ¿Por qué historias aterradoras que involucran al espectador local? ¿Cuál es, al menos, el “Factor X” explicativo del monstruo? Desde nuestra perspectiva, hay dos razones principales: porque el tipo de historia está históricamente integrada en las prácticas y representaciones culturales de la región a través de los relatos orales del Pishtaco o del mencionado Jarjacha (ergo, es solo la continuación de una tradición a través de otros medios y soportes); y porque el retrato de sus monstruos particulares ofrecen un doppelgänger “a la medida”, un doble perfecto para que los protagonistas “verbalicen” – y “visualicen” – sus temores sobre la crisis social que están viviendo en ese momento. Concluyemente, para usar una expresión de Le Blanc y Odell, “los monstruos se presentan en el terror como catalizadores de acciones y como motivo de reflexión sobre el statu quo, en lugar de ser los creadores objetivos de las pesadillas” (Le Blanc y Odell, 2001).

Notas

1. Las industrias fílmicas de la India o de Hong Kong, por ejemplo, no son hoy ni fenómenos indivisibles ni industrias de imágenes limitadas tan solo a sus espacios originales; por el contrario, son ensamblajes de gran cantidad de variaciones narrativas, basadas en diferencias subculturales, que operan desde una misma plataforma de distribución hacia diversos mercados en el mundo entero. El problema es que existen agencias o académicos cuyo trabajo es localizarlos y etiquetarlos, lo que reduce sus complejidades a conceptos monolíticos como “cines nacionales”.
2. Para más información al respecto, consultar: Morote (1951) y Portocarrero (1991).
3. Las diferencias regionales en dialéctica y vocabulario conducen a muchas variaciones en estos términos y a muchas formas de escritura diferentes también. Antoinette Molinié Fioravanti nos recuerda una versión española del pishtaco: el “sacamantecas” o “tío mantequero” de Andalucía, que por cierto es una región con amplia influencia morisca de España (Molinié, 1991: 84).
4. Para entender la expresión “gringo”, algunas versiones orales remiten al lema de protesta “green go”, que podrían haberse iniciado en Panamá durante la construcción del canal interoceánico. Se ha generalizado como una expresión latinoamericana referida a los hombres blancos imperialistas (el verde es el color genérico del Ejército), en particular de los Estados Unidos. En otros contextos es por extensión sinónimo de hombre blanco.
5. Se pueden ver los primeros 9 minutos en https://www.youtube.com/watch?v=oGL4AG-ondQ
6. Trailer en https://www.youtube.com/watch?v=LSQQ2LYv3Ek
7. Versión completa en https://www.youtube.com/watch?v=S1MEMQ-eXzU&list=PLL7xPZ9HJ1ajEz7bNwPlowuMm_Wjcwas9&index=4

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8. La antropóloga peruana Gisela Cánepa hace esta declaración en su análisis de la película de Claudia Llosa Madeinusa (2006), una producción peruano-española de gran presupuesto en la que la directora recrea festividades indígenas con los estereotipos típicos de la industria convencional.
9. Ver Ukadike (2003: 140), y Vassegar (2006), para los casos del video cine en África, y (Armes, 1987: 16) para los cines del “Tercer Mundo” de los años setenta.

Filmografía

Aguilar, Fabrizio. 2003. Paloma de Papel
Eusebio, Melinton. 2002. Jarjacha: el demonio del incesto
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