Reseña de Libro

Transgredir las fronteras de la antropología visual
(A propósito del libro Memoria visual.
Producción y enseñanza de la antropología visual en México)

Isaac García Venegas
Laboratorio Audiovisual del CIESAS

Para quien esté interesado en la antropología visual en México, este libro, coordinado por Victoria Novelo y Everardo Garduño, es un buen referente para aproximarse a ella. Como en todas las latitudes, en este país también se discute acerca de su novedad y su especificidad. Para algunos de los 12 autores que participan en este libro ella no es tan novedosa como se sostiene. Andrés Fábregas recuerda que para su generación el cine y la fotografía tenían ya un papel central en su formación como antropólogos a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado. No obstante, la antropología visual tiene cierta especificidad que, acorde con Antonio Zirión, reside en el hecho de que es un intento genuino, legítimo y fecundo por encontrar diferentes aproximaciones a los mismos problemas de siempre que se ha planteado la antropología: la identidad, la otredad, la alteridad, la diversidad cultural. Este intento, por supuesto, tiene su historia, pero también su momento de ruptura, pues exige a la disciplina de la que es parte, y con la que comparte su seriedad y complejidad, abrirse a otros territorios disciplinarios (fotografía, cine, etcétera), sobre todo a sus debates, que llevan ya bastante tiempo.

Quizá por esta razón, Victoria Novelo se resiste a cobijar los encuentros que organiza, cuya cuarta edición cristaliza en este libro, bajo la bandera de “antropología visual” y prefiere convocarlos bajo el tema de memoria visual.

 

 

 

 

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Como se sabe, la memoria puede ser caprichosa o no, puede ser corta o de largo alcance, puede ser mediada, inducida o reconstruida, etcétera, pero resulta mucho más singular cuando su dispositivo, su objeto, su mediación, es la imagen. De este modo, lo que este libro nos sugiere es que la enseñanza de la antropología visual en México, menos reconocida y oficial de lo que debiera ser, tiene una veta riquísima de exploración y reflexión desde el tema de la memoria.

Contrario a lo que podría creerse, la memoria no es neutral. En este libro, Carlos Antaramián ofrece un ejercicio de lo que Tzvetan Todorov llamó “memoria ejemplar”: plantea la resistencia al genocidio que padecieron los armenios durante la primera guerra mundial por medio de la recuperación de la memoria a través de múltiples mediaciones, particularmente de imágenes, de algunos de los 350 armenios exiliados que se refugiaron en México. Al describir su ejercicio, su autor nos recuerda que las imágenes son “vehículos de memoria” que para ser “leídas” requieren rigor y profundidad. En esto coincide Ricardo Pérez Montfort, que en su trabajo lleva a cabo un ejercicio de lectura de un conjunto de fotografías que halló en el Centro de Documentación de la Imagen de Santander sobre la ciudad de México y sus alrededores durante las primeras dos décadas del siglo XX. Para “leerlas” recurre a aspectos de la técnica fotográfica, al contexto social de quienes tomaron las fotografías, y al proceso modernizador que estaba viviendo México hacia finales del siglo XIX y principios del XX, que dio como resultado una revolución que entre otros miles costó la vida de uno de los fotógrafos. En este sentido, si estos fotógrafos pretendían dar cuenta de la modernización mexicana de las que eran testigos y protagonistas, involuntariamente sus fotografías dan cuenta de eso que no fue ni ha sido el todo.

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En este libro, el tema del instrumento tecnológico con el que se producen imágenes y soporte que sirve para su difusión es en general algo supuesto, con la excepción de un par de autores. Octavio Hernández Espejo es uno de los que explicita el tema en la transformación radical que ha sufrido el maduro matrimonio entre antropología e imagen, esquematizándolo en tres fases: el paso en la década de los ochenta del siglo pasado de tener “la cámara siempre a la mano” a estar, en la siguiente década, “con la cámara adherida” a vivir, en pleno siglo XXI, con “la cámara implantada”. Evidentemente, estas fases se corresponden con otras relacionadas con la memoria y la cámara como mediación entre el antropólogo y su objeto de estudio. En ellas la memoria sufre un traslado en el registro de lo excepcional a lo selectivo a lo continuo, mientras que la mediación demanda una actitud diferente acorde con estas fases: de la inclusión y la integración hasta la interacción y la retribución.

Lo que resulta interesante es que las imágenes producidas con esos grados de variabilidad, que en su momento obedecen a un interés “presente”, rápidamente se convierten en un asunto de memoria incluso política, tal y como lo plantea Everardo Garduño al narrar su experiencia en la producción de un video-documental sobre un conflicto agrario entre indígenas y mestizos que trascendió el ámbito de los involucrados para alcanzar de manera riesgosa tanto a quienes con una cámara descubrieron lo que no debían (explotación, demagogia, encubrimiento), como a los que viendo las imágenes acabaron politizándose ellos mismos.

Probablemente la politización de la memoria sea uno de los aspectos más relevantes en la discusión sobre la memoria visual.

Esto es notable en los textos de María Teresa Hernández Mungía y German Méndez Cárdenas, y de Sergio Novelo Barco, que narran experiencias política favorables al involucrar a las comunidades yucatecas de estudio en la producción de documentales. Pero no todo es miel sobre hojuelas en cuanto a memoria e imagen. También se corre el riesgo de contribuir a la entusiasta construcción de estereotipos que contribuyen a afianzar visiones colonizadoras de los propios indígenas. Alejandra Navarro advierte esto al reflexionar sobre la construcción de estereotipos de “lo cucapá” (indígenas del norte de Baja California, México, y del Suroeste de Arizona, Estados Unidos) que, reforzados a través de un conjunto de representaciones visuales, contribuyen a su volverlos invisibles, deslegitimado y enajenando su capacidad organizativa y política. El problema reside en que mucho de lo que se documenta sobre los indígenas a través de la imagen sigue haciéndose desde el horizonte de posibilidad que para ello trazó en nuestro países el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX. La propuesta que hace es trabajar en contra de estas categorías colonizantes para pensar a los sujetos indígenas desde otro lugar, y con ello favorecer imaginarios sociales descolonizantes, incluidas la memoria y la imagen.

Este tema de “salirse” de los horizontes de posibilidad trazados por las instituciones, ya sean políticas, académicas o de saberes y métodos, es lo que también pone en el centro Adriana Trujillo con su propuesta de “etnoficción”. La experiencia que narra es la del documental que hizo sobre Félix, un “pollero” que se auto representa a sí mismo en películas que él mismo produce, usando a los migrantes que le contratan como extras, describiendo las circunstancias o casos específicos de su trabajo.

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Su propuesta de “etnoficción” es interesante porque es una suerte de reedición de Las Meninas en pleno siglo XXI que consiste en mirar una mirada situada (la de ella) mirar a una mirada (la de Félix cumpliendo su deseo infantil de ser actor) que se mira a sí misma hacer lo que hace (Félix el pollero). Suena como trabalenguas, pero es cierto. Y para ello, Trujillo nos dice y nos demuestra que es necesario trascender múltiples supuestos anquilosados con que se suele trabajar en la antropología en general. De alguna manera, Trujillo nos propone lo mismo que Félix pero en un ámbito distinto: transgredir las convenciones de la producción audiovisual.

Así, este libro tiene la virtud de “desbordar” eso que el concepto de antropología visual intenta designar. Los participantes en este libro son en su mayoría antropólogos, pero hay historiadores y comunicólogos. Todos de una u otra manera transgreden sus propias fronteras disciplinarias respondiendo a las invitaciones y exigencias de la realidad y de eso que designamos como visual. Quizá por eso es que las instituciones académicas mexicanas se resisten a otorgarle un reconocimiento pleno a la “antropología visual”: porque en su hacer, en su mirar, no sólo desafía los cómodos y anquilosados horizontes institucionales, sean políticos o académicos, sino que incluso politiza la memoria, ayudándonos a todos a redefinirnos como individuos y colectivos activos, diversos, heterogéneos y en esa medida algo inasibles. Por eso, también, en México la antropología visual da origen a una comunidad de productores de imágenes que, a pesar de todo, se esfuerzan por reflexionar y enseñar eso que piensan, hacen y ven. En este sentido, la enseñanza de la antropología visual en México es menos institucional y más comunitaria, menos merecedora de reconocimientos académicos que de logros colectivos. Sigue siendo un esfuerzo transgresor, y por eso, me parece, entre otras cosas, vale la pena.

 

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