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Semiótica de la imagen en Arqueología: el caso de los “escutiformes”.
Alvaro Martel & Silvia Giraudo

"Una imagen es más que un producto de la percepción. Se manifiesta como resultado de una simbolización personal o colectiva".
(Hans Belting, Antropología de la Imagen)

Introducción
Los primeros intentos de cooperación interdisciplinaria entre semiótica y arqueología datan de la década de 1960 y fueron hechos desde el estructuralismo de raíz saussureana, como una reacción a la así llamada “arqueología procesual”1. En este sentido, los aportes más importantes probablemente hayan sido los de Ian Hodder en los 80 (v. gr. Hodder, 1982), que sentaron las bases de la denominada “arqueología postprocesual”2.

En 1992, Jean-Claude Gardin identifica y describe las tres líneas o tendencias semióticas fundamentales en arqueología: el estructuralismo, la lógica y la hermenéutica. El estructuralismo hace uso de los métodos de la lingüística y de la antropología estructurales, tal como fueron desarrolladas por Ferdinand de Saussure y Claude Levi-Strauss. La lógica refiere a dicha ciencia, como fue descripta por Charles Morris y Charles S. Peirce. La hermenéutica se centra en el actor como sujeto, el rol de la comunidad interpretativa y la generación de perspectivas múltiples.

Son varias las discusiones suscitadas entre los arqueólogos a partir de la introducción de la Semiótica como ciencia auxiliar en la interpretación del pasado: entre otras, la factibilidad de establecer una analogía entre el código lingüístico y otros como el objetual o el icónico; conceptos tales como texto o sintaxis; el papel del contexto en la labor interpretativa y la posibilidad –o no- de reconstruirlo, en el caso del contexto arqueológico; la noción misma de interpretación, tratándose de culturas desaparecidas.

En estos últimos años, la semiótica peirceana, está demostrando ser más productiva en el plano de la cooperación interdisciplinaria. Preucel y Bauer (2001), por ejemplo, argumentan a favor de lo que denominaron una “Arqueología pragmática”, basada en la semiótica peirceana, en estos términos:

Sugerimos que nos ayuda a apreciar que todos los campos y, en realidad, todas las actividades realizadas en búsqueda del conocimiento, comparten una estructura lógica común. Proponemos también que ésta tiene el potencial de contribuir al discurso semiótico vigente sobre pragmática cultural. A pesar de que mucho de este discurso ha estado teniendo lugar dentro del campo de la antropología lingüística, el énfasis de la arqueología en la cultura material lo posiciona convenientemente para avanzar en este diálogo en marcha” (Preucel, 2006:13).

 
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 Esto es, porque la cultura material está estrechamente entretejida con el lenguaje y comparte algunas de sus propiedades semióticas. Lo que vuelve única a la cultura material es su ‘materialidad’ y la capacidad de los significados materiales de ser alternativamente transformados o conservados a lo largo del tiempo, dependiendo del contexto (Preucel y Bauer, 2001).

Como subraya el mismo autor, en la antropología contemporánea existe un creciente interés por los estudios de la cultura material, a partir del reconocimiento de que la misma “está implicada en un discurso material que está enlazado con prácticas sociales que incluyen poder, intereses de grupo e ideología” (Preucel, 2006:137). Estos estudios están fuertemente marcados por dos perspectivas teóricas: la objetivación y la materialización. La primera parte de la base de que, al hacer cosas, la gente se hace a sí misma. En ese sentido, Shanks y Tilley definen a la cultura como “la objetivación del ser social”, entendiendo la objetivación como la transformación de la materia en un objeto cultural por vía de la labor social. En consecuencia, “todo acto de producción social es siempre uno que implica una interconexión entre materialidad inerte, conciencia, acción y pensamiento” (1987:133).

La segunda debe ser definida en el contexto de la ideología y la contienda por el poder, que se reflejan en la producción, el control y la manipulación de símbolos, íconos, objetos y monumentos arquitectónicos.

De acuerdo al concepto de poder elaborado por Giddens (2011) y que compartimos, señalado al comienzo de este artículo, entendemos que en estos procesos siempre está presente la disputa por el poder, dentro de un marco ideológico –es decir, de un conjunto de normas, valores y creencias que sustentan las prácticas sociales3. Elizabeth De Marrais et al. (1996) proponen que la materialización de la ideología es parte de un proceso más amplio: la materialización de la cultura.

Desde este punto de vista, son varios los subcampos semióticos cuyos aportes pueden resultar extraordinariamente productivos a la Arqueología: la semiótica objetual, la semiótica del espacio, la semiótica arquitectónica, la semiótica de la imagen icónica. Sin embargo, los casos estudiados hasta aquí desde una perspectiva semioarqueológica pueden ser encuadrados, en su gran mayoría, dentro de la semiótica de la imagen. En nuestra región, los aportes de Ana M. Llamazares (1989), Andrés Troncoso (2005) y Ana M. Rocchietti (2009) sobre arte rupestre, y los de Verónica Cereceda (1990 y 2010) sobre textilería andina, constituyen interesantes ejemplos.

Es en este subcampo semiótico en el que se encuadra el presente trabajo; por esa razón, resulta conveniente precisar el concepto –capital, en este caso- de “imagen”, ya que la polifonía del mismo pudiera llegar a constituir un problema.

 
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En efecto, y tal como lo señala Hans Belting (2007), tanto el uso especializado como el vulgar del término puede adscribirlo a “todo lo que vemos, al signo icónico propiamente dicho o al discurso del arte” (op. cit.: 13). Por consiguiente, como punto de partida, ubicamos a las imágenes en el ámbito de las percepciones visuales. Sin embargo, tal como señala Juan Magariños de Morentín, ello no basta: para que una percepción visual sea objeto de una semiótica es necesario que se le atribuya “la cualidad de suscitar en una mente la posibilidad de que se la considere como sustituyente de otra forma que no es la que se está percibiendo” (2008:220). Consecuentemente, siguiendo la definición más corriente de signo de las varias elaboradas por Charles Peirce, Magariños formula la definición de “imagen visual” como: una propuesta de percepción visual (algo), considerada como representación (que está en alguna relación), destinada a la configuración de una forma (por algo), para su valoración por el perceptor (para alguien).

Sobre esta base, diferencia entre imágenes perceptuales, imágenes mentales e imágenes materiales visuales, entendiendo por éstas últimas aquellas que son “un objeto más del mundo exterior que puede ser percibido y que, por tanto, como todos los restantes objetos del mundo, puede dar lugar a una o múltiples imágenes perceptuales y puede almacenarse y transformarse en la memoria visual como una o múltiples imágenes mentales” (op. cit.: 222).

Por lo tanto, son las imágenes materiales visuales las susceptibles de ser abordadas desde la semiótica de modo pertinente, teniendo en cuenta siempre que no debe confundirse la imagen material visual –unidad simbólica de referencia- con el medio de la imagen, que tiene, por su misma naturaleza, una cualidad físico-técnica y una forma temporal histórica. Si bien existe entre ambos, medio e imagen, una cierta ambivalencia –son dos caras de una misma moneda- es el medio el que hace presente a la imagen en el espacio social y el que permite percibirla sin confundirla con la porción de realidad que quiere representar (en este caso, nos estamos refiriendo, claro está, a las imágenes figurativas).

La imagen icónica expresa los principios, valores y creencias, implícitos o explícitos, por los que una sociedad vive y sobre los cuales sustenta su práctica, tanto individual como colectiva, mientras que, por otra parte, comunica la comprensión de supuestos que a nivel popular no requieren demostración. Dicho en otros términos: la imagen icónica es uno de los soportes discursivos posibles de la ideología de un grupo. En ese sentido, coincidimos plenamente con Eliseo Verón cuando afirma:

Lo ideológico es el nombre del sistema de relaciones entre un conjunto significante dado y sus condiciones sociales de producción. Se puede decir que una ideología, históricamente determinada, no es otra cosa que una gramática de producción.

 
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Una ideología no es un repertorio de contenidos (opiniones, actitudes o representaciones), es una gramática de generación de sentido, de investidura de sentido en las materias significantes” (Verón, 1978:8).

Si la ideología forma parte de las condiciones de producción de un discurso, el poder forma parte de sus condiciones de reconocimiento: el poder sólo puede ser analizado a partir de sus efectos.

Por lo tanto, poder e ideología son dimensiones –no las únicas- de todos los discursos sociales: “todo fenómeno social es susceptible de ser “leído” en relación a lo ideológico y al poder” (op.cit.: 9)

Por otra parte, y fundamentándonos en la definición de poder dada por Giddens que indicamos al comienzo de este artículo, entendemos que la disputa por el mismo es, quizás, uno de los rasgos comunes a todas las culturas de todos los tiempos y encuentra en el discurso, como diría Michel Foucault, su arena ideal.  En el caso de la imagen arqueológica, resulta conveniente tener en cuenta tal  afirmación, ya que analizar cómo se plantea y cómo se resuelve esa disputa facilita el camino a la comprensión de cómo y por qué esos grupos sociales enfrentaron los conflictos y actuaron del modo en que lo hicieron.

Para el estudio de la imagen arqueológica, creemos que la semiótica peirceana es una herramienta altamente fructífera, capaz de abrirnos camino a hipótesis interpretativas eficaces y bien sustentadas. En ese sentido, las propuestas sobre semiótica visual de Magariños de Morentín (2008) nos han resultado particularmente útiles.

Sobre la base de este marco teórico, presentamos el análisis semiótico de las representaciones icónicas de hachas personificadas, mayormente conocidas como “escutiformes”, cuya presencia en el arte rupestre tardío del Noroeste argentino –NOA- (s. X a XV) se ha asociado siempre a la noción de individuos o grupos jerárquicos, conflictos interétnicos, demarcación territorial y legitimación de derechos de uso sobre determinados espacios y recursos, en el contexto de sociedades con poder político y económico centralizado (Aschero, 2000; Nielsen et al., 2001; Montt y Pimentel, 2009; entre otros)

De escutiformes a hachas personificadas

El arte rupestre del NOA llamó la atención de muchos estudiosos desde finales del s. XIX y, con algunas intermitencias, continuó siendo objeto de reseñas e investigaciones desde aquellos años hasta nuestros días.

 
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Sin embargo, fue recién a partir de finales de la década de 1950 cuando el dato rupestre comenzó a cobrar una progresiva relevancia dentro de las investigaciones arqueológicas sistemáticas, donde los esfuerzos se orientaron –en un primer momento- hacia la construcción de secuencias cronológicas y la identificación de estilos, y –posteriormente- hacia la contextualización de los conjuntos rupestres y su análisis en relación a problemáticas arqueológicas específicas (Fiore y Hernández Llosas, 2007).

En este largo recorrido, y aún cuando en la actualidad ya se dispone de un importante volumen de información contextual –tanto cultural como cronológico- para los diferentes conjuntos rupestres de gran parte de la región NOA, todavía persisten determinadas áreas de conocimiento sobre las cuales debemos seguir profundizando; nos referimos particularmente a aquellas relacionadas con los contextos de significación (sensu Aschero, 2006) de la representación rupestre.

En este trabajo abordamos particularmente el caso de los motivos así llamados “escutiformes”, nombre con el que fueron conocidos desde aquel influyente trabajo de Juan B. Ambrosetti (1895), sobre las pinturas rupestres de Carahuasi (Guachipas, Salta). Cabe destacar que la distribución del motivo escutiforme es muy extensa, habiéndose constatado su presencia en gran parte del área andina centromeridional: Cuenca Loa-Salado y Salar de Atacama (N de Chile), y los sectores puneños, valliserranos y quebradeños de las actuales provincias de Jujuy, Salta, Catamarca y Tucumán (Martel, 2010) (Figura 1).

Figura 1- Distribución aproximada de las representaciones de hachas personificadas o escutiformes y ubicación del sitio de estudio.

 
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Figura 2- Escutiformes del sitio Las Juntas (fotografías de A. Martel).

Sin embargo, centraremos nuestras observaciones en los escutiformes del sitio Las Juntas (Figura 2). Más allá de la expresividad y variabilidad de estas representaciones, características que comparten con las de otros sitios próximos como el ya mencionado Carahuasi, El Lajar (De Aparicio, 1944) y Las Planchadas (Podestá et al., 2005), el emplazamiento de este sitio es altamente significativo. Destacamos esto porque se trata de un punto geográfico que, además de articular el sector meridional del Valle de Lerma con el Valle Calchaquí Sur y presentar distintas alternativas de acceso hacia los ambientes transicionales (Yungas-Parque Chaqueño) de las Sierras Subandinas de Salta y Tucumán, concentra y concentró4 en sus alrededores importantes bosques de cebil, recurso de amplia circulación en los Andes centro-sur desde momentos formativos (Aschero, 2000).

Las Juntas, o Cerro de las Cuevas Pintadas, fue dado a conocer por Eduardo Cigliano en 1972 y comprende un afloramiento de areniscas rojizas, en forma de cerro pequeño, donde los distintos agentes erosivos dieron origen a numerosos aleros y cuevas menores. Recientemente, Podestá y colaboradores (2013), identificaron un total de 26 abrigos rocosos (entre aleros y cuevas) con pinturas, de los cuales 18 presentan motivos de escutiformes, alcanzando 101 representaciones de este tipo.

 
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En cuanto a su cronología, a partir de análisis comparativos estilísticos y de su presencia en diversos soportes de edad conocida (cerámica, hueso, metal, calabazas), el motivo escutiforme fue adscripto al periodo de Desarrollos Regionales –PDR-, con continuidad en momentos de la ocupación incaica en la región (Lorandi, 1966; González, 1977; Aschero, 1979)5.

Tal como lo hemos mencionado, la principal característica del arte rupestre de este sitio es la recurrencia en la representación del motivo escutiforme, muchos de estos, con atributos antropomórficos: cabeza (con o sin adorno cefálico), extremidades inferiores y, eventualmente, extremidades superiores. En general, presentan llamativos diseños internos, adornos cefálicos, tobilleras y policromías contrastantes. Siguiendo el trabajo de Podestá et al. (2013), los aleros donde se distribuyen los escutiformes ocupan la parte media y baja del afloramiento y, en general, presentan un acceso visual no restringido.

Los escutiformes (nombre dado originalmente por Ambrosetti, como mencionamos antes, y que se ha generalizado) se caracterizan por una doble escotadura mesial que segmenta al cuerpo en dos partes, una superior y otra inferior, las cuales pueden presentar variantes en su tratamiento gráfico. A ello se suma que los escutiformes suelen representarse con cabeza y piernas, otorgándole a la figura un carácter netamente antropomorfo.

Figura 3- Hacha de piedra pulida, procedente de Jasimaná, Salta (fotografía de A. Martel).

 
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Sin embargo, la particular morfología del cuerpo del motivo, similar a algunas hachas de piedra pulida y/o de metal halladas en el ámbito del área centro-sur andina (Aschero, 2000; Martel, 2009) (Figura 3), más el agregado de los elementos antropomorfos, ha llevado a la re-designación de estas figuras con el nombre de hachas personificadas (Montt, 2005; Montt y Pimentel, 2009).

Contextualización arqueológica

El período comprendido entre los siglos X y XV en los Andes centro-sur, es decir, desde el colapso de Tiawanaku hasta la expansión del incario, es considerado como un momento de reorganizaciones y cambios sociales, políticos y económicos, que se dan en el marco de una crisis ambiental, caracterizada por frecuentes y prolongadas sequías (Berenguer, 2004a; Nielsen, 2002). En el NOA, este momento, denominado período Tardío o de Desarrollos Regionales (PDR), se caracteriza por un fuerte incremento demográfico y una tendencia hacia la concentración de la población en conglomerados habitacionales emplazados en lugares con alta visibilidad y de difícil acceso, muchas veces con presencia de arquitectura defensiva, lo que llevó a inferir una situación de constante beligerancia entre las distintas comunidades que habitaban la región (Nielsen, 2007b). Este tipo de asentamientos, llamados pukara, aparecen casi simultáneamente en diversos puntos de la geografía de los Andes centro-sur (N de Chile, SO de Bolivia y NO de Argentina).


En ese contexto de reorganización y cambio, diversos investigadores coinciden en que la región experimenta el establecimiento de una situación de conflicto endémico, que se asocia al surgimiento y/o consolidación de diversas formaciones políticas que pugnan por el control efectivo de territorios específicos y sus recursos (Berenguer, 2004b; Nielsen, 2006a y 2006b; Nielsen et al., 2001).

Conjuntamente, se intensificó la producción agrícola a partir del desarrollo de una importante infraestructura -andenería, terrazas, cuadros de cultivo, acequias, represas, bocatomas-, posibilitando la sistematización e incorporación de nuevos suelos al sistema productivo.

Otra característica de este momento comprende una fuerte interacción social, intra e interregional (Aschero, 2000; Nielsen, 2007a), con un marcado incremento de la circulación de personas, bienes e información entre diversos grupos a media y larga distancia. El notable crecimiento de las interacciones habría derivado en una intensificación del tráfico caravanero -asumido como uno de los mecanismos fundamentales en la consecución de los procesos de interacción-, movilizando a los pastores de llamas a la incorporación de mayores áreas con pasturas naturales y a la optimización de tales recursos. Por su parte, los productos de caza y recolección continuaron desempeñándose como un importante complemento dietario, a la vez que algunas de las áreas de captación de tales recursos (v. gr. lagunas altoandinas) se constituyeron en puntos de interacción comunitarios que favorecieron el desarrollo de otros mecanismos de intercambio (Nielsen, 2006c).

 
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Es necesario aclarar que, en los últimos años, estas particularidades de la cultura material del PDR han sido interpretadas desde distintos modelos de organización sociopolítica, por lo cual el análisis e interpretación que hagamos sobre los escutiformes y sus contextos de producción y significación, deberá ser contrastado con los modelos vigentes. A continuación, presentamos una breve caracterización de cada uno de ellos.

En términos estrictamente sociopolíticos, la jefatura fue el modelo de organización planteado, generalmente, para las sociedades del PDR (Tarragó, 2000). Sin embargo, dos alternativas al tradicionalmente aplicado modelo de jefaturas, fueron presentadas en los últimos años en la arqueología argentina. Nos referimos al modelo de sociedades corporativas (Nielsen, 2006b) y el modelo de integración comunal (Acuto, 2007). Ambos investigadores parten de una profunda crítica al marco teórico evolucionista en el cual se desarrolla el concepto de jefatura, como así también de la incapacidad del mismo para explicar la ausencia de determinada clase de evidencias o rasgos (sobre todo aquella que permitiría inferir la presencia efectiva de un jefe o élite) que conformarían el núcleo argumental del modelo, sin caer en justificaciones de problemas de muestreo.

El modelo de jefatura propone formaciones políticamente centralizadas, donde el jefe y su élite obtienen su poder mediante un estricto control sobre la economía y sus excedentes, como así también, sobre la producción artesanal especializada y el tráfico caravanero.

Un patrón de asentamiento caracterizado por conglomerados urbanos de diversos tamaños y jerarquías dentro del sistema, con sectores diferenciados vinculados al grupo de autoridad, ubicado en puntos estratégicos del paisaje y, frecuentemente, con desarrollo de arquitectura defensiva. En este marco, las interacciones sociales habrían quedado en manos de los jefes y de su capacidad para generar alianzas políticas o establecer relaciones de orden socioeconómico (Tarragó, 2000).

El modelo corporativo plantea una organización política en donde el poder no se construye excluyendo al resto de la sociedad, mediante la restricción al acceso y consumo de determinados bienes, sino a través de mecanismos que logren la inclusión y adhesión de toda la comunidad a un proyecto colectivo en el marco de una economía descentralizada. La principal vía para que los líderes y/o autoridades logren tal adhesión es –precisamente- la subordinación de éstos a los intereses colectivos. En estas formaciones, las interacciones sociales y el tráfico de larga distancia no se orientarían al acceso, uso y consumo de determinados bienes por parte de algunas personas; por el contrario, lo obtenido a través de los diversos mecanismos de interacción estaría supeditado a la redistribución, el comensalismo y un estricto desarrollo del culto a los antepasados. De esta forma, las jerarquías políticas se establecerían entre las colectividades y no dentro de las mismas (Nielsen, 2006a, 2006b y 2007a).



 
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Por último, el modelo de integración comunal expresa que el modo de habitar en asentamientos conglomerados permitió una vida social caracterizada por la integración de las personas y donde las tendencias a la desigualdad y a la acumulación de poder se vieron limitadas. Plantea a su vez la inexistencia de sectores jerárquicos dentro de los complejos residenciales y ausencia de control sobre el excedente de producción, donde todos los miembros de la comunidad tendrían acceso a los mismos bienes, herramientas y tecnología. El conocimiento habría sido compartido, limitando su uso como fuente de poder, experimentándose un sentido de homogeneidad, articulación y permeabilidad, lo que a su vez dio forma a una ideología que limitaba y controlaba las tendencias a la escisión y la desigualdad social. Así todo, estas sociedades habrían experimentado cierto rechazo a la ideología de integración, viendo la participación bélica y el intercambio de bienes como opciones de acceso a prestigio, poder y jerarquía social (Acuto, 2007; Leoni y Acuto, 2008).

Como dijimos más arriba, la discusión en torno a la forma de organización sociopolítica de las comunidades del PDR todavía es reciente y se ha centrado principalmente en la evidencia recuperada en conglomerados habitacionales, o bien, desde una perspectiva revisionista, sobre la información recuperada en investigaciones anteriores. Es por ello que, hasta ahora, la producción de arte rupestre en el PDR ha sido entendida en el contexto de sociedades jerárquicas lideradas por un jefe, señor o élite que concentraba el poder político, económico y religioso (jefaturas).

De tal forma, los estudios resaltaron la ejecución de determinados motivos –escutiformes, uncus, antropomorfos T- y escenas –figuras antropomorfas alineadas, enfrentamientos, luchas, etc.- como indicadores de conflicto, jerarquía entre individuos y grupos, control territorial o legitimación de poder. Sin embargo, en algunos de estos trabajos se ha hecho explícito el interés y la necesidad de avanzar en la identificación de aquellos conjuntos rupestres que tendrían como autores a individuos o grupos concretos (v. gr. pastores, caravaneros), cuyas expresiones plásticas remitirían a aspectos específicos –reales o imaginarios- inherentes al desarrollo de tales prácticas y no vinculados necesariamente a un grupo de poder y su ideología (Martel y Aschero, 2007; Martel, 2010).

El análisis semiótico

La figura escutiforme, o de hacha personificada, constituye una imagen material visual, destinada a la configuración de una forma, la de un hacha con rasgos antropomorfos, para su percepción y valoración por un perceptor en cuya mente era posible que tuviera lugar la semiosis por la cual se asocian individuo (¿masculino?) – hacha – atributos de poder.

Un primer análisis formal da cuenta de las cualidades presentes que las constituyen como cualisignos6:

 
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en nuestro panel, se trata de figuras relativamente simétricas sobre un eje vertical, con dos extremos superiores aguzados, a izquierda y derecha –más resaltados en las dos figuras centrales que en las restantes-, escotaduras mesiales a ambos lados y un borde inferior redondeado hasta formar casi un semicírculo. El otro eje que completa la disposición espacial de las figuras escutiformes es el horizontal, de donde se concluye que ambos ejes forman una cruz. En tal sentido, cabe notar que la figura muestra un eje de simetría axial vertical y un eje horizontal, formado por la unión de las escotaduras a ambos extremos de dicho eje. En otros sitios donde aparecen los escutiformes, los contornos pueden no presentar las características descriptas: los extremos superiores no están tan marcados o el contorno inferior se presenta rectilíneo; sin embargo, el rasgo común –o sema nuclear- a todos es el estrechamiento de la “cintura” (doble escotadura mesial).

La antropomorfización de las figuras está dada –salvo en la figura inferior de nuestra fotografía, que probablemente haya quedado incompleta por razones que desconocemos- por la representación de pies (desde poco más arriba de los tobillos), siempre desde un ángulo de ¾ de perfil. En tres de las figuras, sendas líneas blancas parecen estar en lugar de tobilleras. A la de los pies se añade la representación, en cada caso, de una cabeza vista de frente, portando un adorno cefálico hecho de plumas o en forma de corona. Un dato llamativo resulta ser una ausencia: la de manos, puesto que ninguna de las figuras, ni las de este panel (ni las de ningún otro donde aparecen hachas personificadas) las presenta.

Las cinco figuras escutiformes presentan líneas interiores, más bien geométricas y no figurativas, diseño que se completa con el color. En las dos centrales el rasgo más evidente es un triángulo, aunque en posición invertida en una en relación a la otra. En la figura superior izquierda, dos líneas verticales en zigzag la dividen prácticamente en tres partes. La que está a su derecha es la única del conjunto donde se advierten trazos redondeados. La inferior presenta varias líneas horizontales.

En cuanto al color, los dos rasgos sobresalientes son la binaridad y el contraste: en las dos figuras superiores, entre blanco y negro, y en las dos centrales, entre rojo y negro. Sobre la inferior, ya dijimos que es fuerte la sospecha de que haya quedado inconclusa y ésa sería también la razón por la cual no fue coloreada.

Sobre la textura, sólo cabe señalar que en éste, como en muchos otros casos de arte rupestre, el ejecutor se limitó a asumir la propia de la pared o roca sobre la cual realizó su obra, sin preparar el material mediante técnicas tales como el alisado o el encalado.

En tanto que cualisignos icónicos –imágenes materiales visuales plásticas-, es factible proponer que los atractores7 abstractivos (qualia) más relevantes sean, en estos casos, el contorno de las figuras, de características ya descriptas, la binaridad y el contraste cromáticos y la antropomorfización.

 
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Son precisamente esta antropomorfización y la referencia a un tipo de hacha particular hecha por el contorno de las figuras, los dos rasgos que les dan a las hachas personificadas el carácter ulterior de imágenes materiales visuales figurativas o sinsignos icónicos, donde el atractor existencial sería un personaje dotado de los atributos de poder representados por el hacha, quizás propios de determinado rango o jerarquía, y asignados a un individuo. Los datos que nos permiten aventurar esta hipótesis son, en primer lugar, que se trata de un objeto que puede funcionar como herramienta o como arma; este tipo de hacha aparece raramente en el registro arqueológico, lo que indicaría que no se trató de un instrumento corriente y al alcance de cualquier miembro del grupo, sino sólo al de algunos especialmente señalados; su antropomorfización permitiría pues inferir que hay una traslación de las connotaciones del hacha al personaje así representado. 
 
Ahora bien, resulta igualmente adecuado atribuir a estas figuras de hachas personificadas el carácter de legisignos icónicos o imágenes materiales visuales conceptuales, en la medida en que muestran “la forma de determinadas relaciones ya normadas en determinado momento de determinada sociedad” (Magariños de Morentín, 2008: 224). Las hachas representadas no son hachas cualesquiera ni eran de uso habitual entre la gente corriente; al respecto, González (2007) sostiene que los casos documentados para la región NOA no superan la decena. En todos los casos comprenden objetos metálicos (4 de base cobre y 6 de bronce), laminares, de pequeñas dimensiones (altura entre 9 y 10 cm), escaso peso y no presentan rastros de uso8.

Tal como lo expresa el autor citado, estas características permiten pensar que funcionaron como emblemas antes que como herramientas y que, por consiguiente, sus poseedores tampoco pertenecían al grueso de la comunidad sino que ostentaban algún rango o jerarquía superior: he ahí la ley o norma de la cual estas formas son réplicas en imágenes, actualizando así, en la memoria visual del intérprete, los atractores simbólicos correspondientes.

Si bien, como lo hemos analizado hasta aquí, en la imagen material visual que nos ocupa se combinan cualidades, individuos y normas, predomina en ella, a nuestro juicio, el tercer aspecto: dicho en otros términos, creemos estar en presencia de un legisigno. El argumento fundamental en este sentido es que la percepción de la imagen tiende a producir un juicio perceptual (o interpretación del percepto) que enuncia una configuración convencionalizada y que construirá un fenómeno conceptual interpretable (cf. Magariños de Morentín, 2008). En el caso de los escutiformes, pareciera ser evidente la fuerte convencionalización de la forma, dada su reiteración; al menos lo suficiente como para pensar que remiten a legisignos claramente presentes en la ideología tanto del enunciador como de los enunciatarios.

Con lo antedicho, el hacha personificada queda clasificada desde el punto de vista de su carácter presentativo, es decir, por la forma que el signo tiene en su relación con el objeto (o existente) que sirve de ground al signo.

 
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Luego, si se considera que este carácter presentativo constituye la base de su carácter representativo, esto es, el que concierne a la correlación entre el signo y el objeto, el que nos ocupa debe ser clasificado como símbolo9: sólo una convención social fuertemente naturalizada puede hacer que los enunciatarios admitan un hacha como “ropaje” de una figura humana.
Desde el punto de vista de su carácter interpretativo, constituye un argumento, puesto que se trata de “un signo que, para su Interpretante, es un signo de ley” (Peirce: Collected papers, 2.252. En Marafioti, 2010: 97)10. En este caso, el silogismo puede enunciarse del siguiente modo:

  • Los objetos de uso restringido o de escasa recurrencia –sea porque la materia prima de la que fueron fabricados es de escasa disponibilidad o su fuente está muy alejada del lugar de producción, o porque su manufactura demandó mucho tiempo y/o esfuerzo, o porque el diseño tiene rasgos particulares y poco frecuentes-  suelen estar asociados a personas o grupos que ostentan un rango o jerarquía dentro de la comunidad. 
  • Este tipo de hachas (como objetos físicos) aparece muy rara vez en el registro arqueológico.
  • La representación antropomorfizada de estas hachas debe haber simbolizado algún tipo de poder o autoridad.


Dijimos antes que la figura del hacha personificada constituye un legisigno (por las connotaciones de norma o valor social que supone) icónico (por su cualidad representativa). Damos ahora un paso más, para afirmar que la clasificación completa de esta figura es la de legisigno simbólico argumentativo, entendiendo como tal a un signo convencional que revela una legalidad o características habituales de su objeto (es decir, de su referente representado). La aparente contradicción entre icónico y simbólico no es tal, si consideramos que, tal como lo afirma Peirce, no hay signos puros, sino aspectos más o menos predominantes11. El aspecto icónico del hacha personificada resulta evidente, pero el uso y funcionalidad que podemos atribuirle, al menos hipotéticamente, hacen que sobresalga el aspecto simbólico, si tenemos en cuenta que “el símbolo puede actuar sólo a través de la ley o del hábito, (por lo que) es en sí mismo un tipo general. Como tal actúa a través de réplicas o instancias de sí mismo. El símbolo es una ley o regularidad de un futuro indefinido y está encarnado en individuos y prescribe sus cualidades” (Marafioti 2010:95).

Del análisis formal y semiótico hecho hasta aquí se infiere que un ejercicio deconstructivo daría como resultado que el hacha personificada es, en realidad, un hipersigno, término que creamos para referirnos a un signo complejo en el que convergen varios signos, y donde, desde el punto de vista de la significación, el todo es mayor que la suma de las partes.

 
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En el hacha personificada en tanto signo confluyen tres imágenes materiales visuales distintas: la de un hacha, la de una figura humana y sus diseños internos. No dejamos de reconocer en este motivo la presencia de otros signos, como las tobilleras o los adornos cefálicos. Pero creemos que se trata de variantes sobre un mismo signo, la figura antropomorfa (Figura 4).

El primero –es decir, el hacha- es un legisigno icónico remático, en la medida en la que responde a un patrón convencionalizado de un término plano y simple –un rema-; el segundo, la figura humana, un legisigno indicial dicente, porque apunta al uso de los atributos conferidos al hacha por parte de un humano; el tercero, los diseños internos, un cualisigno icónico remático.

Más allá de la clasificación particular de cada uno de los tres signos que se combinan en la misma imagen material visual, se concluye que lo más relevante es, precisamente, esa combinatoria cuya complejidad es, precisamente, la que genera un interesante dinamismo interpretativo en el que, reiteramos, el todo significativo es mayor que la suma de las partes.

Figura 4- Deconstrucción del signo escutiforme.

 
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Hacia una hipótesis interpretativa

Desde que Ambrosetti (1985) sugiriera la posibilidad de individuos portando algún tipo de escudo -o coraza- como referentes de las figuras aquí tratadas, hemos visto que este motivo se convirtió en objeto de diversos análisis que, a partir de la consideración de nueva evidencia material, apuntaron a una más precisa identificación y descripción morfológica del mismo.

En ese sentido, cabe destacar que el contraste y la binaridad cromáticos12 probablemente hayan estado codificados y respondieran a normas precisas, sobre todo porque los mismos rasgos aparecen en otros tipos de soportes iconográficos y de motivos icónicos, como la cerámica, la textilería, los metales, los huesos decorados y las calabazas pirograbadas. Por otro lado, resulta relevante señalar que el objeto escogido como referente –un hacha- era usado en estas sociedades por los hombres y como arma/emblema antes que como herramienta.


Lamentablemente, la arqueología no dispone en la actualidad de datos suficientes, provenientes de otras semióticas, que permitan describir con certeza los atractores simbólicos a los que estas figuras remiten y que habrían formado parte de un sistema sobre cuya articulación no hay aún evidencia concluyente; sin embargo, lo señalado antes sobre la escasa frecuencia de estas hachas entre los objetos encontrados en los sitios arqueológicos excavados hasta aquí es evidencia suficiente como para suponer una asociación más o menos directa, en términos de emblema, con el poder: social, político o incluso –tal vez- religioso; esto último considerando, sobre todo, que nuestro panel se encuentra en un sitio de evidente carácter ritual.

La frecuencia con la que el motivo que es objeto de este análisis aparece en el arte rupestre del NOA en este período13 y la diversidad de soportes (Berenguer, 2009; Nielsen, 2007b; González, 2007; Nastri, 2008; entre otros) dan a pensar que el legisigno estaba firmemente incorporado a la imaginería de los grupos que habitaban la región en esta época, tanto como para que fuera perfectamente reconocible por los lectores modelo, pese a la abundante variabilidad de los diseños.

 
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Es posible que esa convencionalización formal fuera tan fuerte como para subsumir la antropomorfización: los rasgos humanos de la figura (cabeza y pies) están apenas insinuados, en una suerte de enmascaramiento donde el cuerpo (entendido éste en un sentido cultural) se inserta en un orden simbólico que escapa al flujo del tiempo, porque el carácter de hábito o ley implícito en ese orden simbólico conlleva una dimensión de perdurabilidad.  La figura antropomorfa se transforma en un portador social de signos cuya función ejecuta. En consecuencia, sería factible inferir que no sólo no están representadas personas –ninguna imagen significa un individuo, en realidad: sólo puede mostrar un cuerpo- sino que lo que se intenta explicitar es un rango, un rol social o una jerarquía. Corrobora esta hipótesis el hecho de que muchos de estos motivos –los representados al final del período en estudio- carecen de rasgos humanos. Por ejemplo, para el sitio Ablomé (40 km al NO de Las Juntas), Podestá et al. (2013) destacan que los escutiformes sin rasgos humanos superan el 57% de los casos registrados.

Más aún: teniendo en cuenta el marco histórico descripto, en un trabajo reciente, López Campeny y Martel (2014) sostienen que las hachas personificadas aluden frecuentemente a su vinculación con un incremento y consolidación del poder de los jefes o élites (Nielsen et al., 2001), donde la unión de la figura humana con el hacha como símbolo de poder resignifica objetos de prestigio y transfiere, en la representación, el poder del objeto al individuo que lo personifica (Aschero, 2000; Montt y Pimentel, 2009).

También se interpreta que sus diseños internos -posiblemente asociados a motivos textiles- operaron como marcas étnicas o emblemáticas, actuando estos motivos en la delimitación y protección de territorios (Aschero, 2000). En las hachas personificadas operaría una “transposición” que otorgaría al motivo contenidos simbólicos e identitarios no aportados por su referente en sí mismo (Montt y Pimentel, 2009).

Por consiguiente, en este momento del estado de conocimiento, la pregunta que se impone es: ¿cuál fue el rol que esas hachas desempeñaron en el marco de las prácticas sociales del Tardío?

A primera vista, la respuesta pareciera de difícil acceso, más aún si tenemos en cuenta lo antedicho sobre la escasez de información contextual para tales objetos y, por otra parte, que la frecuencia de hallazgo de los mismos en el NOA es casi nula. Esto último nos pone ante dos explicaciones posibles (no excluyentes): primero, que nos enfrentamos a un problema de muestreo; segundo, que se tratan de objetos que sólo estaban disponibles para un número muy reducido de personas. En el estado actual de las investigaciones arqueológicas en el NOA, el problema de muestreo no podría constituirse en una justificación general sobre la escasez de las hachas, por lo cual creemos que una situación de uso restringido de las mismas nos brinda la posibilidad más aproximada.


 
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Ahora bien, siguiendo la propuesta de Nielsen (2007a, 2010), queremos destacar que tal situación de escasez es asumida aquí no en el marco de una sociedad con una economía que regula el acceso a bienes de prestigio a partir de la exclusión social, si no que algunos objetos –las hachas de nuestro caso- se desempeñarían como emblemas corporativos. La exigüidad de estos últimos aludiría a determinadas reglas que limitarían la posibilidad de uso a ciertas personas o a situaciones específicas, y no a un recorte de la oferta o la restricción a su acceso como objeto. Al respecto, y sobre la relación de estos emblemas y la forma en que sus usuarios construyen poder, el autor citado sostiene que:

“El poder que los emblemas otorgarían a sus portadores no emanaría de las dificultades que enfrentaba el común de las personas para conseguirlos, sino de la adhesión de la comunidad a la visión del mundo y a las jerarquías en ellos implicadas. Dentro de la lógica corporativa, esta adhesión depende fundamentalmente de la subordinación –efectiva o simbólica– de las autoridades al interés colectivo” (Nielsen, 2007a: 403).

Sobre la base de este argumento, la personificación del hacha en la representación rupestre puede entenderse como un proceso de síntesis gráfica cuyo resultado es la configuración de un signo que reproduce la forma en que se relacionan ciertos objetos e individuos para conformar un rol determinado -jerárquico y poco frecuente- al interior de una comunidad.

Por su parte, como ya dijimos, la amplia distribución de las representaciones de hachas personificadas en el ámbito de los Andes centromeridionales nos permite suponer que gran parte de las comunidades que habitaban la región compartían cierto acuerdo social en torno al rol emblemático de las mismas y los poderes que se atribuían a sus usuarios. Tal inferencia, creemos, abona a favor de la existencia de un marco organizativo sociopolítico más próximo al modelo corporativo que al de jefaturas, donde el hacha personificada –el antiguo escutiforme- nos estaría marcando un punto de convergencia o la referencia a un emblema común que habría servido para limitar o normar el tipo de poder/prestigio/atribuciones/obligaciones de determinados personajes. Por su parte y teniendo en cuenta la variabilidad del resto de elementos que conforman el motivo, podemos decir que éstos (colores, diseños, tipo de adornos cefálicos, etc.) operarían a nivel de diacríticos sociales (pertenencia a una comunidad o linaje particular, procedencia, etc.) y no como marcas de desigualdad o jerarquía diferente entre distintas hachas personificadas.

Agradecimientos: A los evaluadores anónimos, cuyas observaciones y sugerencias ayudaron a mejorar este trabajo. Sin embargo, todo lo expresado es de nuestra absoluta responsabilidad.

 

 
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Notas

1. La Arqueología procesual o “Nueva arqueología” es una escuela arqueológica anglosajona que florece en los 60 y 70, con el apoyo de muchos arqueólogos estadounidenses y latinoamericanos. Los arqueólogos procesuales toman como modelo el positivismo lógico de Carl Hempel; se aplica el método científico hipotético-deductivo, el único al que, en este marco, se le asigna validez científica. El positivismo reconoce dos tipos de proposiciones: las analíticas, basadas en las reglas de la lengua, y las sintéticas, que dependen de la experiencia (empírica). Por consiguiente, las proposiciones metafísicas carecen de sentido, puesto que no pueden basarse ni en la lengua ni en la experiencia. En esa línea, Lewis Binford, una de las figuras más importantes del procesualismo, define a la cultura como un sistema compuesto de tres subsistemas: tecnológico, social e ideológico que, en conjunto, sirven como “medio extrasomático de adaptación” para el organismo humano (Preucel, 2006:96).
2. La Arqueología postprocesual rechaza el determinismo y la imparcialidad aséptica del Procesualismo, poniendo en tela de juicio la posibilidad de que el arqueólogo pueda despojarse de su subjetividad en el estudio de culturas ajenas y distantes, como así también la inclusión de la arqueología entre las ciencias duras, cuando se trata de una cuya objeto de estudio son fenómenos humanos, de donde debería ser incluida entre las ciencias sociales.
3. Cabe subrayar que por poder no necesariamente entendemos el someter al otro, sino fundamentalmente la capacidad de hacer y de hacer-hacer, es decir, hacer que el otro, por convicción o por persuasión, haga algo.

4. Los datos paleoclimáticos en la vecina zona de Cafayate (Peña Monné, et al. 2014), indican que durante el periodo de Desarrollos Regionales –PDR- (ca. 900  - 1480 AD) se habría dado la alternancia de momentos de menor humedad (entre 1000 y 1100 AD, y entre 1300 y 1420 AD) y de mayor humedad (entre 1100 y 1300 AD). Si bien no existen datos cuantitativos sobre la intensidad de los momentos de menor humedad, la existencia de un momento de mayor humedad promediando el PDR permite suponer la permanencia de los bosques de cebil en la zona.
5. Se citan sólo los trabajos que sentaron las bases para la adscripción cronológica de estos motivos. Para una visión sintética del tema, ver Podestá et al. (2013).
6. Peirce hizo distintas tipologías de los signos, de acuerdo a diferentes criterios. Según la relación que el signo tiene consigo mismo –es decir, su carácter presentativo-, los divide en: cualisignos, sinsignos y legisignos. Un cualisigno se define como la cualidad sensorial de un signo: color, textura, forma, etc. Ahora bien, como las cualidades no existen por sí mismas, sino encarnadas en un individuo, el cualisigno remite al sinsigno, que refiere a la realidad específica o existencia de un signo; cuando un signo es un sinsigno opera primariamente a través de su singularidad, su temporalidad o su ubicación única. Un legisigno es una ley que es un signo, por convención, disposición o legitimidad que pueda haber adquirido. Según la relación que el signo tiene con su objeto –o sea, según su carácter representativo-, los clasifica en: íconos (el signo es semejante al objeto), índices (el signo tiene con su objeto una relación de contigüidad o factorialidad) y símbolos (donde la relación entre signo y objeto es puramente convencional).

 
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Según sea la relación que el signo tiene con el interpretante y cómo lo dirija o determine respecto de cierta orientación en la interpretación de su objeto, los clasifica en: rema (un signo cuya existencia no es ni verdadera ni falsa; por ejemplo, un término), dicente (un signo que es verdadero o falso y puede ser expresado en una proposición) y argumento (un signo que representa al objeto como una ley; el ejemplo clásico es el silogismo) (Preucel, 2006: 56ss; Marafioti, 2010: 90ss).  
7.
“Denomino, en particular, atractor de una imagen material visual a un conjunto de formas que, en un momento dado, ya está organizado, con cierta constancia, en una imagen mental almacenada en la memoria visual, la cual se actualiza o no por su correspondencia o falta de correspondencia con la configuración que el perceptor efectúa a partir de dicha imagen material visual propuesta” (Magariños de Morentín, 2006: 226). Dicho en otros términos, la posibilidad de reconocimiento de una imagen material visual por parte de un espectador se fundamenta en la preexistencia de una imagen mental almacenada en su memoria con la cual cotejarla. El autor citado señala tres clases distintas de atractores, según sea el tipo de signo en cuestión: los cualisignos remiten a atractores “abstractivos” (sensaciones), los sinsignos remiten a atractores “existenciales” (individuos semejantes u opuestos conocidos antes) y los legisignos remiten a atractores “simbólicos” (el conocimiento de leyes o normas vigentes en determinado grupo social), lo cual demanda, a su criterio, un conjunto plural de semióticas de la imagen visual, porque las diversas materias primas perceptuales demandan distintas clases de operaciones.
8. Destacamos que el ejemplar lítico mostrado en este trabajo (figura 3), posee la misma altura que las metálicas e igual ausencia de rastros de uso.


9. “Un símbolo es un representamen cuya significación especial es representar sólo lo que representa y esta representación descansa en nada más que el puro hecho de ser un hábito, disposición u otra regla efectiva general que será interpretada de este modo” (Peirce: Collected papers, 4.447. En Marafioti, 2010: 95).“Un símbolo es un representamen cuya significación especial es representar sólo lo que representa y esta representación descansa en nada más que el puro hecho de ser un hábito, disposición u otra regla efectiva general que será interpretada de este modo” (Peirce: Collected papers, 4.447. En Marafioti, 2010: 95).
10. “Constituye el sistema de normas o valores convencionales efectivamente vigentes en una determinada comunidad, del cual el productor extrae las convenciones a las que identificará como el o los Legisignos con los que producirá el Símbolo, y a cuyo conocimiento el intérprete acudirá (memoria asociativa) para comprender y valorar el Símbolo propuesto por el productor” (Magariños de Morentín, 2008: 119).
11. “Una de las intuiciones más originales de Peirce es que la diferencia entre los modos de referencia puede ser entendida en términos de niveles de interpretación. Es decir, la referencia es fundamentalmente jerárquica, con las formas más complejas construidas a partir de las menos complejas. Los símbolos contienen índices que, a su vez, incorporan íconos” (Preucel, 2006:249).
12. Con respecto al uso de los colores en nuestro panel, podemos aventurar dos hipótesis: en primer lugar, la binaridad remitiría al dualismo del pensamiento de los pueblos andinos. En segundo lugar, el contraste blanco-negro podría ser asociado al contraste tierra-lluvia (hollín-harina) descripto por Platt (1988) a propósito de las hondas de pastores llamadas paqui korahua entre los aymaras. Por su parte, el par rojo-negro es muy frecuente en el mundo andino, y suele estar asociado al concepto de sabiduría.

 
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13. El motivo escutiforme ha sido registrado en no menos de 30 sitios, distribuidos entre las provincias de Jujuy, Salta, Catamarca y Tucumán (Podestá et al., 2013; López Campeny y Martel, 2014). Todavía no se cuenta con una estimación del total de escutiformes representados en la región NOA, sin embargo, si consideramos que el sitio Las Juntas –caso de análisis de este trabajo- concentra más de 100 representaciones de este tipo, podemos conjeturar que el total supera ampliamente dicha cifra.

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