Las apuestas por la auto-representación en la antropología visual colombiana. Entrevista a Pablo Mora Calderón.
Alhena Caicedo

A pesar de ser un campo aún poco reconocido en Colombia, cuando se habla de Antropología Visual, el nombre de Pablo Mora Calderón aparece en primera línea. Antropólogo y Master en Antropología de la Universidad de los Andes, Pablo Mora es uno de los documentalistas más reconocidos del país. Como investigador ha trabajado sobre medios de comunicación, identidad, memoria, arte y conflicto. Ha sido profesor de documental y antropología visual en varias universidades. Es escritor, realizador y director de documentales y series sobre la diversidad cultural, tanto para radio como para televisión. También ha sido curador de decenas de muestras audiovisuales y jurado de varias becas de creación documental. Sus obras documentales más recientes han sido realizadas a partir de los premios que ha obtenido en convocatorias públicas y le han merecido distinciones nacionales e internacionales, entre ellas, “Crónica de un Baile de Muñeco” (2001) y “Sey Arimaku o la otra oscuridad” (2011).

En diversas regiones del país, Pablo Mora ha desarrollado procesos de formación en realización audiovisual con comunidades y colectivos que encuentran en el documental una forma de registrar, preservar y divulgar su realidad cultural y cotidiana. En los últimos años ha sido asesor y productor de las obras del colectivo indígena Zhigoneshi de la Sierra Nevada de Santa Marta. Coordina e impulsa la Muestra de cine y video indígena de Colombia, DAUPARÁ (www.daupara.org) y actualmente prepara la publicación “Poéticas de la resistencia”, obra basada en sus investigaciones sobre los procesos de comunicación indígena en el país.

 
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Pablo Mora. Documentalista y antropólogo visual colombiano.

Como representante de la Corporación Colombiana de Documentalistas ALADOS Colombia, institución sin ánimo de lucro, que asocia a realizadores y productores de documentales en América Latina, dirige actualmente la 16º Muestra Internacional Documental de Bogotá, que se llevara a cabo en Octubre de 2014.

Cuando uno habla de antropología visual en Colombia el nombre de Pablo Mora aparece como uno de los referentes principales. Sin embargo, ¿Qué piensas tú sobre la antropología visual hoy?, ¿Cómo caracterizarías ese campo, y cómo te inscribes tú allí?

Yo no sabría definirme dentro del campo de la antropología visual. No sé qué están haciendo los antropólogos visuales hoy en Colombia. Incluso no se si se pueda hablar de antropología visual. No creo que exista una comunidad disciplinar con agendas académicas compartidas. Aquí el capítulo de lo visual en la antropología siempre ha sido marginal. Al interior de los congresos de antropología, por ejemplo, lo visual por lo general ha sido la carpita del fondo donde pasan películas.

Cuando empecé, supuse que existía un campo teórico y analítico de la antropología visual, y que era fácil entrar allí. Pero me frustré rápidamente porque no lo encontré. Las discusiones de los ochenta y noventa tenían que ver con la legitimidad de una subdisciplina que se atrevía a reclamar un puesto en la Antropología, con mayúsculas.

 
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Era una época donde la visualidad mediada por la técnica en términos sociales y culturales empezaba a crecer en el mundo de un modo abarcante. Salieron muchos textos sobre las nuevas visualidades que estaban en el origen de la construcción de la modernidad. Y desde la antropología, la polémica era si se podía hablar de una disciplina con sus propios retos o si era solamente una técnica, como lo propugnaba Margaret Mead. Para ella, los antropólogos de campo debían tener una cámara de cine o video de la misma forma que tenían una libreta de apuntes para registrar al “último mohicano”. Ella siempre se lamentó de la negligencia criminal de los antropólogos por no utilizar las técnicas del video que estaban de moda. Ese programa, más que de la antropología visual, era un programa de mejoramiento de las técnicas de recolección etnográfica, apoyándose en tecnologías audiovisuales.

Otros señalaban que la antropología visual podía tener un método particular. Pero había muy pocos que se atrevieran a formular la antropología visual como una disciplina con sus propios ideales de construcción de conocimiento, y con sus propias maneras de plantearse una relación epistemológica y una manera de construir conocimiento desde otras narrativas diferentes a las que pasan siempre por la escritura. En esos debates no había nada unificado. Había experiencias que se volvieron célebres, que provenían de antropólogos que se asociaron con cineastas profesionales en el Reino Unido o Francia; sin embargo, no había una formulación contundente que dijera aquí hay una disciplina, con lo que eso significa dentro de la cultura académica y la formación de las ciencias sociales.

En medio de esa confusión lo que uno va haciendo es abrirse campo a ciegas, abonando un terreno no solo para pensar la imagen o lo audiovisual, sino también para construir narrativas audiovisuales, algo que resulta muy polémico desde la academia misma. Se propugnaba una antropología visual que diera cuenta de lo que hacen las sociedades con las imágenes que producen, para qué las producen, qué significado tienen y en qué contextos se desenvuelven: todo un programa analítico sobre fenómenos culturales que pasan por lo visual, la visualidad, lo audiovisual y por lo sonoro.

Yo me perdí de esas discusiones puramente académicas y lo que hice fue una práctica donde, a la par que investigaba y producía reflexiones escritas, también producía documentos audiovisuales. Adopté una perspectiva distinta a la tradicional, en el sentido en que lo audiovisual me permitía, sin abandonar los ideales antropológicos de la disciplina, divulgar el conocimiento para una sociedad cada vez menos interesada en la escritura. Eso me llevó a plantearme el ideal de que es posible construir conocimiento desde una perspectiva distinta a la escrituraria, más allá de la semiología y de las discusiones sobre la capacidad del signo visual de construir significado. En otras palabras, llegué a la convicción de que la imagen puede condensar metonímicamente significados culturales, más que tener que desdoblarla analíticamente a través de los textos. Abandoné rápidamente la necesidad de inscribirme en el campo de la antropología visual, a pesar de que paradójicamente también empecé a dictar clases de antropología visual en varias universidades.


 
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¿Nos puedes contar algo más sobre tu trayectoria? ¿Cuál crees que ha sido la particularidad de este tipo de prácticas que combinan la antropología y lo visual en el país?

En Colombia hay muchas cosas que uno puede contar sobre la vida y la trayectoria de los realizadores-antropólogos. Es interesante preguntarse por lo que hacían (o hacen) los antropólogos con las cámaras, no solo con una función instrumental subsidiaria de los textos escritos. Puedo decir que realmente fueron muy pocos los antropólogos que hicieron trabajos de campo donde el instrumento central fuera una cámara: estoy hablando de Nina S. de Friedemann, Yezid Campos, Marta Rodríguez o Gabriela Samper. Uno podría decir que allí había una visión fuertemente disciplinar pero cuyos documentos servían más para describir un grupo social. La “antropología visual” en ese sentido era una especie de divulgación de la investigación pero con otro formato.

Muy rápido entendí que no había en la antropología colombiana personas interesadas en esto de la antropología visual en tanto asunto teórico, es decir, en cómo la imagen puede construir significado, más allá de poder divulgar un pensamiento analítico. De alguna manera eso fue lo que poco a poco me llevó hacia el arte. El arte sí tiene eso muy claro. Hay otras maneras de hacer inteligible una cultura, no exclusivamente a través de los procedimientos de las monografías etnográficas. Hay ejemplos de etnógrafos que hacían películas pero cuyos textos eran mucho mejores que sus realizaciones audiovisuales.

Creo que fue Kirsten Hastrup quien introdujo hace tres décadas el debate sobre la capacidad de los discursos audiovisuales para producir abstracciones. En esa dirección, buscar equivalencias entre lo escrito y lo audiovisual fue un programa fracasado.

En la actualidad esos debates se han transformado. La visualidad se ha encargado de ampliar el universo epistemológico, estético y narrativo de los estudios culturales. Cuando uno hace películas tiene que poner la sensibilidad en juego, desplegando el significado dentro de las formas. Por fuerza, la estética se impone (por supuesto, también la política). En el fondo, eso les sucede también a los escritores de etnografías, aunque la cuestión del estilo no se los plantee explícitamente. Las retóricas etnográficas antes de los ochenta eran así. Aquello que se saliera de las convenciones establecidas (como el uso de la tercera persona y un estilo descriptivo autorizado) simplemente no existía o era sospechoso. Eso cambió con el embate de la antropología “posmoderna”. Hubo cruciales rupturas que tuvieron que ver con la comprensión histórica de la imagen en relación a las hegemonías geopolíticas de Occidente. Las etnografías en primera persona que eran espurias antes, se pusieron al orden del día, lo mismo las estructuras dialógicas, como pregonaba Capranzano en los ochentas. En un mundo post-colonial, se puso en entredicho las nociones de autoría y autoridad antropológica, dando pie a que “los otros” resquebrajaran el control de la representación etnográfica.

 

 
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En ese contexto, hubo posiciones radicales que invisibilizaron la figura del antropólogo. A pesar de tener el antropólogo un papel activo (en compañía, por ejemplo de los movimientos sociales emergentes), se volvió más una especie de mediador, pero ya no para interpretar sino para vehicular lo que “los otros” dicen, en plataformas que volvieran visibles las demandas de esas culturas. Es un poco donde yo me inscribo.

Para mi, el rol del antropólogo produciendo conocimiento se fue desdibujando, al punto que lo que me importaba era el significado que construían los otros. ¿Por qué no darle las herramientas a grupos (que se llamaron en su época subalternos) para que, con una conciencia de sus nuevas retóricas reapropiadas, pudieran hacer etnografías? Se trataba no de jugar el papel de intérprete o de traductor sino de facilitador en la construcción de un espacio social, político y académico para que ellos pudieran desplegar su pensamiento.

Desde una dimensión política, el asunto de la autoría y la experticia genera un malestar. ¿Acaso es más “verdadero” lo que dice el analista desde afuera que lo que dicen los sujetos en sus propias versiones? Yo no lo creo. Es contundente el giro contemporáneo de la representación, logrado desde hace unos años por la fuerza de los movimientos sociales. Esto, por supuesto se ha dado en la arena de las luchas políticas, que a veces trasciende a la discusión académica. Pero además de poner en cuestión el conocimiento experto, también existen formas de aproximación que, desde otros planteamientos y conciencias, han construido novedosas maneras de utilizar las herramientas audiovisuales.

Las distintas formas de colaboración entre académicos y movimientos sociales han tenido históricamente resultados importantísimos, desde la IAP1 de Orlando Fals Borda hasta las metodologías de trabajo del movimiento solidario. Y así mismo se ha formado un movimiento enorme de cineastas, de antropólogos (y de otra gente) que, más allá de su adscripción disciplinar, está intentando darle visibilidad a diversas formas de auto-representación.

No se trata de un gesto condescendiente con “el otro” para permitirle hablar en un mundo de exclusiones y prejuicios. Esto es una guerra, una guerra de significados en medio de unas desigualdades y unas diferencias profundas. En algunos momentos esas otras imágenes que no han podido emerger, evidentemente lo están haciendo. Y no me refiero exclusivamente a los discursos audiovisuales, a las imágenes vinculadas con tecnologías y plataformas mediáticas que los hacen visibles, sino de las imágenes en un sentido mucho más amplio, como metáfora de las culturas o de los discursos o de las decisiones políticas de actores sociales en contextos históricos determinados. Y tienen la forma de guerra, porque la hegemonía existe. Los intereses de algunos sectores sociales existen y están ahí y se funden fácilmente en el orden mediático. Muestran una apariencia acorde a la democracia cuando lo que expresan son exclusiones profundas. Y esas luchas por la elocuencia no son solamente luchas por los espacios hegemónicos, sino por la construcción de otros espacios, que tampoco son necesaria y exclusivamente contra hegemónicos.

 
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Teniendo en cuenta ese enfoque crítico del que nos hablas, ¿cómo caracterizarías tu trabajo? ¿Cuáles han sido tus apuestas en estos años?

Mi trabajo consiste, si se me permite la expresión, en invisibilizar la enunciación que proviene del discurso centrado de la disciplina y más bien potenciar los significados que se construyen por fuera de la disciplina. Eso tiene que ver con la capacidad de resistencia y de creación contra-hegemónica de grupos que no han tenido voz o, para ser más preciso, cuya voz no ha pasado por los espacios académicos. Recuerdo mi vida de estudiante cuando llevaba a seminarios universitarios a los pescadores artesanales con quienes trabajaba gremialmente. Era escandaloso. Ahora esto es una práctica corriente. Pero, insisto, no se trata del viejo ideal de la “comunicación social” de darle la voz a quienes no la tienen. Ese es un programa muy ingenuo. Al contrario, se trata de construir un escenario que también es político para que el otro no solo encuentre un espacio democrático sino que pueda interpelar, disputar su versión de las cosas desde otros discursos. A eso le he apostado cuando acompaño procesos como en la Sierra Nevada, procesos de transferencia o de apropiación de medios audiovisuales por parte de las mismas comunidades. Con toda humildad, lo comparo con el maravilloso trabajo de Silvia Rivera Cusicanqui. Cuando ella empieza a construir historia oral lo que hace es transformar los métodos de la historiografía tradicional, las maneras de relación con los grupos subalternos e incluso desbaratar la propia noción de autoría, tan importante para los profesionales de la cultura.

Conversaciones con el mamo arhuaco José Romero (fallecido en 2013). Cuenca del río Aracataca, Sierra Nevada de Santa Marta.

 
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Eso genera un caudal de nuevas significaciones. Los movimientos sociales y étnicos demuestran eso. Así como la historia oral hizo una crítica a las maneras de pensar la historiografía, hoy en día el cine indígena nos plantea unos retos muy interesantes, al proponer con especial potencia discursos contra hegemónicos, narrativas más fuertes, con mayor impacto en la opinión, en lo cotidiano, pero, así mismo, en las decisiones de políticas públicas, por ejemplo.

Seguramente uno puede afirmar que Marta Rodríguez estaba haciendo lo mismo muchos años antes, cuando inauguró el primer taller de transferencia de medios en Popayán con el indígena ecuatoriano Alberto Muenala y con Iván Sanjinés, para que los indígenas tomaran las cámaras, editaran y construyeran sus propias narrativas. Ellos le dieron un impulso inusitado al movimiento de videastas indígenas en América. A la vuelta de diez años, asistimos a festivales de cine y video indígena, conocemos numerosos camarógrafos, investigadores, sonidistas y directores del mundo étnico. Hay, en definitiva una nueva institucionalidad indígena volcada hacia la apropiación de estos medios. Pero Marta sigue haciendo sus propias películas. Aunque también ha hecho trabajos colaborativos como con los nasa del Cauca, ella no renuncia a ser autora. Yo prefiero escabullirme de esa figura central por muchas razones. Unas muy personales y otras políticas. En últimas lo que importa no es lo que diga yo sino lo que digan estos movimientos o estos líderes desde su propia política de la identidad.

También, de paso, me escabullo del prestigio académico y de la autoría. En un mundo como el nuestro lleno de egos eso es lo que menos me importa. Importa que estos movimientos tengan un lugar de enunciación propio, controlado por ellos, pero sobretodo que tengan un lugar político. Porque obviamente no todo se reduce a las estéticas y las narrativas. Sería ingenuo pensar que allí se está transformando el mundo. Pero ambas son insumos poderosos. Francamente le tengo fobia a las mediaciones, pero sé que mi mediación esta allí. Soy productor, co-guionista, hago el montaje de las producciones de grupos étnicos, y, quien sepa editar, sabe que es una manera de inscribir su huella de autor. Sin embargo, aunque estoy mediando inevitablemente, intento siempre ser muy respetuoso y que esas mediaciones no alimenten el sistema de prestigios personales, ni catapulten por un asunto cultural del star system, a los autores por encima de la gente.

Teniendo en cuenta el interés que ha despertado en los últimos años este campo, sobre todo entre estudiantes universitarios, ¿Cómo ves el futuro de la antropología visual en Colombia?, ¿Hacia dónde crees que pueda proyectarse?

En el sentido más tradicional de la definición, la antropología visual tiene una deuda enorme en Colombia. Aquí todavía no hay derroteros claros. La misma emergencia del video indígena podría ser un objeto de investigación para la antropología visual:

 
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Miradas que acompañan. Nabusimake, Sierra Nevada de Santa Marta.

¿Qué están haciendo los realizadores indígenas? ¿Por qué están haciendo eso? ¿A qué obedece? ¿Qué se dice y qué no? Qué se visibiliza y qué no? En culturas como la nasa, por ejemplo, ¿cómo se reactualizan antiguos sustratos culturales propios en el uso de las nuevas tecnologías? ¿Cómo entender la permanencia cultural, no desde las viejas y siempre sospechosas ancestralidades, sino desde la creatividad del pensamiento indígena actual? ¿Cómo se construyen las nuevas mitologías alrededor de la cultura audiovisual? ¿Qué es ser indígena hoy?

En el caso de la Sierra Nevada de Santa Marta uno se pregunta qué están haciendo los mamos cuando se enfrentan a un dispositivo documental y se obligan a hablarle a la cámara y a su propia gente (camarógrafo indígena) –como ha sucedido en la realización de varios de los trabajos de Zhigoneshi–. Eso los obliga a insertarse en una lógica particular de la representación. Los mamos dan mensajes al mundo, pero, ¿de dónde proviene esa idea de “mensaje al mundo”. ¿Es un invento de ellos, es propio? O tiene que ver con la manera como la cultura audiovisual occidental los ha ido permeando. Al investigar, uno advierte cómo las películas de los años setenta y ochenta sobre los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta buscaban eso: el mamo exótico que hablaba desde los confines del mundo y nos daba un mensaje de lo que se debía o no hacer para salvar al planeta. Hay entonces una manera particular de producir un discurso frente a una cámara y eso puede ser también objeto de investigación.

 
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Pero incluso, más allá de lo étnico o del activismo, la antropología visual podría decirnos tantas cosas relevantes sobre el mundo contemporáneo, sobre las apropiaciones tecnológicas y sus mediaciones. Tengo la impresión, sin tener mucha información al respecto, que hay más desarrollo en los estudios sobre fotografía que en cine y video.

Finalmente, quiero decir que las ciencias sociales operaron en su origen sobre la dicotomía sujeto-objeto. La epistemología de las ciencias estuvo fundada en eso. Hoy ha corrido mucha agua bajo el quebradizo puente de la cientificidad. No necesitamos que otros hablen por nosotros y nos digan cómo somos o nos digan cómo es el mundo. Siempre será mejor aventurarse a permitir que eso lo defina quien lo vive y nos invite a compartir una experiencia. Por supuesto es algo que podrá juzgarse como anti-intelectual o anti-académico. Muchos dirán que eso ya no es antropología, sino un problemático diario de viaje… Pero yo prefiero adentrarme en el significado que otros le dan a sus propios significados. Tampoco se trata de decir que ese significado es único, universal y verdadero. Sobre la verdad también se ha discutido mucho. Pero, personalmente, esas verdades parciales hoy en día me parecen más pertinentes que las verdades parciales de los antropólogos.

 

 
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