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La visualidad en cuestión y el derecho a mirar.
Sergio Martínez Luna

La visualidad y la producción de conocimiento

Se puede decir, apelando a un cierto consenso, que una definición ajustada de los estudios visuales sería la que los entiende como estudios sobre la producción de significado cultural a través de la visualidad. Sin embargo, los imperativos reflexivos en los que se reconoce el análisis cultural estarían orientándose a la necesidad de la  aclaración de la genealogía del concepto de visualidad sobre el que gravita esa definición. La articulación del ver con los procesos, las prácticas y los discursos, socava la separación de la vista como acto puramente físico o fisiológico y entiende a la visualidad como un hecho social. Si la cultura visual señala una forma singular de relación con el mundo, y de creación de mundo, lo es en la medida en que la visualidad, la introducción de la diferencia y la complejidad dentro de lo visual que ella conlleva, se consolida como paradigma epistemológico.

Sin embargo, el concepto de visualidad no puede darse por sabido de forma ingenua, ni quedar endurecido dentro de las verdades y las rutinas del sentido común. La aproximación reflexiva tiene que ver menos con la adhesión a unos u otros contenidos que con los usos por los que se redefine ese contenido. Por ello el cuestionamiento del concepto de visualidad no tendría que ver con la denegación en bloque de lo visual como paradigma epistemológico y metodología para el análisis cultural.

Desde luego, este tipo de resistencias o denigraciones de lo visual han sido abundantes y no es el momento aquí de repasarlas. En todo caso, tal oposición se erigiría alrededor de una concepción de la modernidad ligada a una epistemología sesgada ocularmente, según la cual se tendería inevitablemente a privilegiar la percepción, la separación y la representación visual como forma más elevada de conocimiento. Esta aproximación reproduce el tipo de esencialidad visual que reprocha la celebración acrítica de la expansión de lo visual y la proliferación de imágenes en los mundos contemporáneos.

En la medida en que la visualidad se identifica en bloque con la vigilancia, el voyerismo y el espectáculo, el ojo queda desalojado de la escena de conocimiento, en cuanto que él es el eje alrededor desde el que se consolida un conjunto de distancias normativas como presupuesto para el programa de un conocimiento objetivo, pero que no puede evitar las tendencias a la alienación. En efecto, si el conocimiento debe superar la separación entre sujeto y objeto para abrirse a alguna forma de implicación mutua, el investigador no podrá acceder a tal experiencia si permanece anclado en el ojo inquisidor, distanciado y objetivante. Además, la visión configura, por su “propia naturaleza”, una forma de conocimiento ligada a lo sincrónico, incapaz, por tanto, de preservar margen alguno para la duración, el proceso o la historia.

 
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No es difícil que aquí vengan a la mente grandes monumentos de las ciencias sociales modernistas, construidos, en efecto, en torno a la sincronía, la mirada aérea o el distanciamiento normativo. Pienso, por ejemplo, en el estructuralismo funcionalista británico de Malinowski o Radcliffe-Brown. Sin embargo, al igual que aprendimos a reconocer la presencia perturbadora del cuerpo y del deseo en el campo visual determinado por el formalismo modernista, otro tanto podemos decir acerca de la pretendida estabilidad del espacio de representación modelado por las ciencias sociales modernas. La forma pura tuvo que enfrentarse a la oposición problemática de su alteridad. Esta dibuja, como advierte Martin Jay, una interferencia entre lo simbólico y lo imaginario, un conflicto dentro de la esfera de la visión (Jay, 2003: 289).

En el ámbito de las ciencias sociales seguramente no hay situación más clara de esa conflictividad que aquella que surge cuando se pone en práctica el trabajo de campo etnográfico y su característica metodología de la observación participante. La consolidación de este procedimiento, la estadía continuada del investigador en una cultura, es parte clave del proceso de legitimación de la Antropología Social y Cultural como ciencia social moderna de pleno derecho. Es conocido por todos que esta narrativa de maduración disciplinar tiene su momento fundacional en el trabajo de campo que Malinowski llevó a cabo entre los Trobriand a principios de la década de los años veinte del pasado siglo (Malinowski, 2001).


Los Argonautas del Pacífico Occidental fue un logro en el desarrollo de la teoría antropológica que reorientó la etnografía sobre la necesidad de entender los distintos ámbitos de la cultura no de forma aislada sino implicados en el contexto empírico de su utilización, el cual quedaba tensado entre lo que se dice que se hace y lo que se hace realmente, algo que no podía llegar a entenderse plenamente sin reconocer que a los comportamientos nativos también los movía una cierta racionalidad.

Las culturas son todos integrados, cuya pervivencia depende de su grado de cohesión holística y es a ese todo funcional al que el investigador debe aprender a mirar. Sin embargo, este enfoque se puso en cuestión unas décadas después con la publicación de los diarios personales que Malinowski escribió en paralelo a su monografía (Malinowski, 1989). Se mostró, como señalaron en su momento Clifford Geertz o James Clifford, que la etnografía era un artefacto textual y que la objetividad es más un efecto retórico de la escritura que el resultado de la descripción empírica. Pero además, en estos diarios quedó reflejada la relegación a los márgenes de la etnografía de una serie de aspectos de la investigación relacionados con el cuerpo, el deseo o la desjerarquización de los sentidos. El diario sería el repositorio de todas esas experiencias corporales, sensuales si se quiere, que amenazan con contaminar la claridad de la visión científica y que quedan sublimadas- incluso en el sentido estético- en la escritura de la etnografía. El sudor, la fiebre, la comida, los olores, los ruidos, las miradas de los nativos, la falta de intimidad, el deseo sexual,  pueden tomarse aquí como excedentes de los procesos racionales que mueven al conocimiento cultural.

 
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El olvido de la subjetividad erótica en el campo, la desestabilización de la sexualidad y el género del investigador embarcado en el trabajo etnográfico, revierten, advierte Lourdes Méndez, en la proyección irreflexiva de categorías de género hetero y androcéntricas (Méndez, 2007: 224). En el caso de Malinowski la ambivalencia en sus relaciones con las mujeres nativas está dividida entre la atracción sexual hacia a ellas y el recuerdo idealizado de su prometida. Si aquellas, como señala Juliet Okely, encarnan la figura turbadora de la otra o de la prostituta, la de la novia occidental se ve investida de fantasías de blancura, civilización y pureza sin mácula (Okely, 1996: 19-23)1.

Pues bien, es en estos márgenes contaminados de los procesos de conocimiento cultural, en estos puntos ciegos y pliegues de los procesos racionales, donde mejor puede plantearse una crítica de la visualidad en un sentido no simplistamente iconoclasta. En ellos el ojo queda, en efecto, anudado a los otros sentidos, enredado entre textos y discursos, plegado con el cuerpo, la afectividad y el deseo. Pero esta es una situación en la que pueden imaginarse otras dinámicas de lo visual no destinadas sin remedio a levantar un espacio de poder panóptico donde se evite normativamente la posibilidad de una reciprocidad de la mirada. Se trata de componer formas de mirar y de visibilización no dependientes de imperativos inquisitoriales, invasivos o alienantes, pero que no supongan el descarte en pleno de la visualidad como eje de la función epistemológica cognitiva.

Imagen 1. Bronislaw Malinowski. Trabajo de campo entre los Trobriand. 1922.

 
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Otra genealogía de la visualidad

No sería, entonces, la última parte de tal propósito el abordaje crítico del concepto de visualidad y sus genealogías. Uno de los más recientes y sólidos esfuerzos en este sentido se encuentra en el último libro de Nicholas Mirzoeff: The Rigth to Look (Mirzoeff, 2011)2. La visualidad es “una vieja palabra para un viejo proyecto”(Mirzoeff, 2011:2), no es el fruto de una moda teórica aplicable directamente a la totalidad de las imágenes y los dispositivos visuales de todo contexto y época, sino un término proveniente del cambio del siglo XVIII al XIX que apunta a la posibilidad de visualización de la historia. Ésta es una práctica que comprende información, imágenes e ideas y que dota de autoridad al sujeto capaz de articularla.

Mirzoeff encuentra una línea genealógica que remonta el domino más temprano de la visualidad a la plantación esclavista y a sus modos de vigilancia y supervisión, es decir, a la consolidación de una determinada división mundial del trabajo (Mirzoeff, 2011:10). La visualidad se caracteriza así desde sus comienzos como una articulación entre el poder y la autoridad, con las correspondientes estrategias de naturalización de tal alianza. Siguiendo este marco conceptual nos encontramos con que la visualidad es el producto de un conjunto de prácticas de visualización que hacen legibles y perceptibles para la autoridad los procesos históricos, sociales y culturales.


Y así, nos encontramos con la visualidad como recurso central para clarificar la complejidad del campo de batalla expandido en el contexto de las guerras de la primera industrialización. El general moderno ha de ser capaz de visualizar el campo de batalla desde la detentación de una mirada privilegiada, elevada por encima de los detalles, las imágenes y las informaciones parciales, a las que es capaz de dar consistencia y sentido.

Es dentro de esa constelación que Thomas Carlyle se refiere en 1840 a lo que caracteriza como la tradición del liderazgo heroico: "el Héroe es capaz de visualizar la totalidad de la historia con el fin de sostener y dar continuidad a la autoridad autocrática" (Mirzoeff, 2011: 3). La capacidad de visualización es el atributo natural del Héroe observador, dueño de una mirada que sólo le pertenece a él, capaz de organizar el caos de los hechos empíricos dentro de un momento histórico, como si compusiera una pintura histórica decimonónica. Este Héroe de la modernidad, masculino, autotélico, místico, motor de los cambios históricos, es la figura en la que se cruza una visualización agonística de la historia como guerra permanente con las formas de visualización de la estrategia militar moderna. Su legado se proyectará, según Mirzoeff sobre los modelos prácticos de organización geopolítica del colonialismo, una expansión de la visualidad imperial llevada a cabo por un ejército de misioneros, militares, científicos, colonos, antropólogos y exploradores que se reconocerán a sí mismos como sujetos heroicos comprometidos con la iluminación de las tinieblas en las que vive el salvaje no civilizado (Mirzoeff, 2011:17).

 
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Imagen 2. Nicholas Mirzoeff. The Right to Look. 2011.

Pero esta línea genealógica va más allá, pues anida también en el liderazgo fascista, la denigración conservadora de las masas y, finalmente, en la doctrina del complejo militar industrial contemporáneo, con sus estrategias de control y castigo basadas en la combinación de la visualización local y a distancia.

No parece una genealogía de la visualidad precisamente halagüeña. La visualidad, o los “complejos de la visualidad”- la plantación esclavista, el imperialismo y la doctrina contemporánea de la contrainsurgencia- trabajan para la legitimación de la hegemonía occidental, naturalizando al poder a través de la clasificación, la separación y la estetización.

Pero hay una contrahistoria de la visualidad que opone a la alianza de esta con la autoridad, el “derecho a mirar” (Mirzoeff, 2011). Frente al reparto policial de las capacidades- cada uno en su sitio y cada uno a lo suyo-, frente a la distribución normativa y naturalizada de lo visible y lo decible, el derecho a mirar expone una subjetividad autónoma capaz de trastocar este reparto, de mirar allí donde se nos dice que no hay nada que ver, y acaso encontrar allí una reciprocidad de la mirada. El derecho a mirar no es entonces sólo ver, sino mirar a los ojos del otro para expresar amistad, comunalidad o amor. La autonomía del derecho a mirar no tiene que ver con el individualismo o el voyerismo sino con la posibilidad de conjugar una subjetividad y una colectividad política que se asoma a la invención del otro como tarea compartida, común, comunista incluso (Mirzoeff, 2011:1).

 
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¿Puede haber un intercambio de miradas que no descanse, más allá de sí mismo, sobre la creación de plusvalía? Hay que abrirse al encuentro con el otro, reconocerlo para declinar en común nuevos repartos de la sensibilidad. ¿Pero qué reconocimiento es este? Jacques Rancière, un autor clave en el libro de Mirzoeff, ha señalado en repetidas ocasiones que no se trata de impulsar modelos representacionales para recomponer alguna lógica identitaria -aunque estas se digan marginales o subalternas- sino de desestabilizar todo proyecto de instauración de la identidad y las semejanzas para intensificar los desacuerdos, dislocar la asignación de los nombres y las categorías, las capacidades y los tiempos, que el orden mayoritario toma como representativas de lo que él mismo ya consensuó (Rancière, 1998). El encuentro con los otros sería la ocasión de una arqueología de la alteridad y del disenso, de lo común y de lo participativo. Cabría preguntarse si, en este sentido, no sería más adecuado hablar de desreconocimiento que de reconocimiento.

Por otro lado, la autonomía del derecho a mirar no tiene que ver ni con la “ley”, ni con algún modelo ya dado de autonomía moral. En mi opinión, esta podría relacionarse más bien con las meditaciones acerca de la virtud de Foucault. El yo se forma a sí mismo en el interior de prácticas y modos de subjetivación ya establecidos. Sin embargo, hay un margen de agencia para la desidentificación con los modelos acordados o impuestos para la formación de sí, desde donde reconfigurar a la virtud como práctica- conjugando modos éticos y estéticos de existencia- por la que el yo se forma a sí mismo en desujeción, apostando su propia estabilidad como sujeto y abriéndose al cuestionamiento ético (Butler, 2002).

Imagen 3. “Moveos. Aquí no hay nada que ver”. Desalojo de la acampada del 15-M en  Barcelona. Junio de 2011.

 
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Imagen 4.  “Lo que está perimido no es el “yo acuso”, sino la forma y el espacio de su inscripción”(Derrida 1998:39).Página de Wikileaks. Febrero de 2009.

En un contexto en el que la gestión de los imaginarios, la promiscuidad de las imágenes y la fuerza constitutiva de los signos trabajan dentro de los procesos contemporáneos de subjetivación e identidad, se abre la cuestión acerca de la implicación de las prácticas visuales en esos procesos de formación del yo y en la articulación ética de esos márgenes de autonomía para la desobediencia o la modificación de los significados. Como advirtió una vez Jacques Derrida, en la medida en que están mutando el espacio público, la gestión de la información y su consumo, las alianzas entre el poder y el secreto, las figuras del intelectual, el escritor o el periodista, empieza a caducar no el “yo acuso”, sino la forma y el espacio de su  inscripción (Derrida, 1998:39).

La contrahistoria de la visualidad que recorre Mirzoeff dibuja una propuesta de decolonización de la mirada frente a una visualidad que dicta y supervisa el reparto de lo que puede ser dicho, visto y mirado. De este modo, la visualidad tiene aquí un sentido diferente al que, como vehículo de introducción de la diferencia en la percepción visual y modo de exploración de la creación de significado a través de la imagen, se han venido adhiriendo muchos autores en la órbita de los estudios visuales, empezando por el propio Mirzoeff. En efecto, el concepto de visualidad aparece en el discurso occidental de la modernidad comprometido con una reacción conservadora a los contenidos emancipatorios e igualitarios de la Ilustración. El derecho a mirar emerge como parte de esa contrahistoria que se resiste a los procesos de expansión global de la hegemonía occidental y a sus correspondientes complejos de visualidad.

 
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Los olvidados por la Historia, lo enterrado y lo minorizado, lo no dicho y lo no mirado, han pugnado por una autonomía frente a la autoridad, desde la que afirmar y ejercer su derecho a mirar. Las luchas emancipatorias de los esclavos, los colonizados, los represaliados, los desalojados de la esfera pública son los episodios por los que pasa la contrahistoria de la visualidad, la cual dibuja también una contrageografía de la modernidad y de los procesos contemporáneos de globalización.

¿Se trata entonces de prescindir del concepto de visualidad? ¿Se convierte este concepto incluso en un impedimento para el desarrollo de los compromisos teóricos y metodológicos, pero también políticos, en los que se reconocen los estudios visuales? Acudiendo a las aventuras recientes de la Antropología, podríamos sugerir que los estudios visuales, en base a un necesario llamamiento a la reflexividad, estarían entrando en una relación tan tormentosa con la visualidad como la que mantiene la Antropología con la cultura. El esfuerzo reflexivo en el que se embarcó la Antropología a partir de los años ochenta del siglo pasado terminó poniendo en cuestión el concepto de cultura, el objeto clave sobre el que se organizaba la disciplina como tal. Para Lila Abu-Lughod el modelo de reflexividad basado en la constatación de que la Antropología era una forma de literatura, una interpretación de la cultura como texto, se quedaba todavía corto a la hora de entender cómo el concepto de cultura funcionaba en la consolidación de las diferencias entre el yo y el otro y, por tanto, en la legitimación de las desigualdades, no en último lugar aquellas derivadas de la diferencia de género, un problema ausente en las propuestas de etnografía textual de autores, entre otros, como James Clifford o George Marcus (Abu-Lughod, 1991).

En consecuencia, Abu-Lughod concluye que una crítica al concepto de cultura que asumiera todas sus consecuencias llevará a la Antropología a prescindir de este concepto.

La referencia a estos debates desde el ámbito de los estudios visuales es más que un paralelismo, ya que la revisión crítica del concepto de cultura y su historia forma parte de su desarrollo, como, por otra parte, debería serlo de toda tentativa de análisis cultural. No se puede eludir la crítica de un concepto, tanto en su dimensión teórica como metodológica, que ha sido claramente cosificado, instrumentalizado para sostener las desigualdades de poder o la esencialización de la identidad cultural e institucionalizado para despolitizar los desafíos de la diferencia y la alteridad.

Sin embargo, tampoco puede olvidarse que su descarte incide sobre el destensamiento de las relaciones complejas entre naturaleza y cultura, zona conflictiva en la que se juegan las políticas y las tecnologías del género y la sexualidad, de la identidad y el conocimiento, así como la propia viabilidad de políticas culturales alternativas y disensuales. Es posible que se esté despejando aquí el terreno para la apropiación del concepto por parte de saberes que se sienten cómodos relegando la dialéctica entre naturaleza y cultura a un segundo plano, desproblematizándola y despolitizándola, para darla por superada en un sentido reduccionista, que, en realidad, acaba por reificar esa oposición binaria.


 
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Pienso en la Sociobiología, el Behaviorismo, la Psicología Cognitiva, la Memética, la Biología o la Antropología neodarwinistas, pero también en el aprovechamiento del concepto de cultura para la reintroducción políticamente correcta del término de raza y de las políticas sociales, institucionales y cognitivas asociadas a este (Ramírez, 2005: 23-24) o la gestión de la diversidad cultural basada en la lógica especulativa del beneficio.

El concepto de cultura tiene una dimensión de negatividad que merece la pena retener, y que puede dirigirse, no en último lugar, a rastrear aquello que no es cultural dentro de la propia cultura y a entender cómo son modificados histórica y políticamente los umbrales entre lo natural y lo cultural. La cultura, señala Mieke Bal, es “variable, diferencial, está localizada entre `zonas culturales´ y puesta en acción mediante prácticas de poder y resistencia” (Bal, 2004: 33). Es esta dimensión pragmática del concepto la que hace posible su dinamización, y así:

“No es el concepto de cultura el que debe se arrojado por la borda, sino nuestra desidia cuando se trata de sacarle el lustre que merece para devolverlo, de nuevo, la veces que haga falta, a las voces del mundo social que de nuevo lo desgastarán, lo ajarán” (Díaz, 2011: 179).

Del mismo modo, renunciar al concepto de visualidad puede conducir a nuevas derivas de naturalización de la visión, relegando su dimensión social – las relaciones entre visión, poder y conocimiento- en favor de una concepción puramente fisiológica, esencialista, de los actos de visión.

De hecho, no se trata de oponer simplemente la visualidad (cultural) a la visión (natural), sino de retener la tensión entre ambas para reconocer aquí también la dimensión negativa del término “visual” como impuro y contaminado, atravesado por los otros sentidos, los discursos y las prácticas. Las estrategias de naturalización de la autoridad y del poder operan de una forma más compleja que la que sugiere una lógica de oposición binaria. Si las ansiedades conservadoras respecto al ascenso de las masas, su imprevisibilidad su visualidad caótica, se aliviaban desde una mirada au-dessus de la mêlée capaz de dar forma a lo informe y recobrar una economía estable del sentido, hoy es en base a tal desorden- reescrito bajo el signo del multiculturalismo y la tolerancia liberales- como las alianzas entre autoridad y visualidad se renuevan y toman un nuevo impulso consensual.

Se ha redefinido el reparto de papeles entre el constructivismo, el relativismo y el realismo representacional y epistemológico (Mitchell, 2009: 311). La erosión de la correspondencia entre las representaciones y los objetos representados, la ganada fuerza performativa de los signos, el efecto de realidad basado en los simulacros y la precesión del modelo, son apropiadas dentro de un escenario estetizado de consumo, gestión y explotación, en el que se dibuja la imagen del mundo tal y como la sueña el capital globalizado. Aquí lo que se aparta de la vista, eso donde no hay nada que ver, es precisamente ese marco, con su designación de nombres, sensibilidades y capacidades, según los imperativos del capitalismo especulativo que lo conforman. En breve, lo que queda sin visualizar es el mismo régimen de visualidad.

 
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No reconociéndose a sí mismo como construido, visualizable, este régimen desactiva la crítica relativista y construccionista del significado a través de sus propias premisas, desembocando en una suerte de pluralismo, que, al no reconocer sus límites, al evitar por norma el conflicto y el antagonismo, se endurece como una suerte de hiperrealismo, disponible para la reproducción global del dominio ideológico de la libertad de elección (de bienes, imaginarios o identidades) y sus fantasías consumistas.

La visualidad reconfigura su articulación con el poder como, según Mirzoeff, (Mirzoeff, 2011: 492) una visualidad formalmente incoherente, un modelo de visualidad que no genera información alguna acerca de la presencia y los efectos de un observador humano, incapaz de concebir ni al observador ni al observado como parte de su forma simbólica, recurriendo al célebre término de Panofsky. Este imaginario postpanóptico declina sus  modos de separación y de reproducción del dominio en torno al control, más que en base a la vigilancia o a la reforma social. Los significados y las narrativas no se someten a negociación sino que se dictan e imponen. Por supuesto, una crítica a esta visualidad incoherente no se enunciará a partir del naturalismo de la visión, como tampoco desde la recuperación de la estabilidad de los significados ni desde el hallazgo de un sentido pleno de los signos. Tampoco será efectiva si se recurre a la denigración integral de la visualidad según algún programa iconoclasta.

Se ha de aprender a pensar “con y contra la visualidad” (Mirzoeff: 2011), contra y a través de las imágenes, en la medida en que estas se han convertido en la forma de nuestra experiencia compartida del mundo. El mundo-imagen, advierte Susan Buck-Morss, es la superficie de la globalización y el reto para la crítica no es alcanzar la “realidad”, aquello que se supone está debajo de la imagen, sino ampliar la imagen, enriquecerla, darle definición, tiempo (Buck-Morss, 2005: 159).

La subcultura y la visualidad menor

Con el fin de articular una crítica de este tipo Mirzoeff  ha sugerido retomar la cuestión de la visión articulándola con el término, profusamente usado por los estudios culturales, de subcultura (Mirzoeff, 2006:55). La idea de subcultura visual ya ha sido empleada por Martin Jay para poner en cuestión la homogeneidad de la tradición de la perspectiva cartesiana en la modernidad, mostrando cómo dentro de ésta ya existían subculturas visuales en conflicto: el régimen renacentista estaría dividido al menos en dos modelos, el descriptivo y el perspectivo, y junto a ellos, de una manera difícilmente conciliable, se encontraría el régimen barroco (Jay, 2003: 221-252). No obstante, conjugar el término de subcultura visual con el de subcultura tal y como ha sido usado por los Estudios Culturales reorienta la cuestión hacia la capacidad oposicional de las prácticas visuales vernáculas y cotidianas, abriendo una serie de cuestiones que apenas quedaban apuntadas en la propuesta de Jay.

 
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Para los Estudios Culturales las subculturas están formadas por grupos sociales minorizados por la cultura hegemónica a la que pertenecen, cuyas prácticas, tácticas, apropiaciones, torsiones estilísticas, suponen una subversión de la normalidad, una contestación al orden social dominante y una forma de negociación de identidades y significados alternativos, u opuestos, a las impuestas por la cultura oficial (Hebdige, 2004). Combinar la visualidad con esta noción de subcultura tiene, desde luego, sus riesgos, en la medida en que la incidencia crítica y subversiva de su vocación oposicional no puede aceptarse sin más. No han sido pocas las críticas que se han hecho al uso culturalista de la subcultura. Cabe preguntarse, por ejemplo, si las elecciones estilísticas sobre las que descansa la elaboración de nuevas identidades y sentidos no dependen ya de los registros previamente puestos a disposición por el capitalismo de consumo (de nuevo la ideología liberal de la libre elección). Tampoco debe olvidarse que, al igual que el de cultura, el concepto de subcultura sigue internamente ligado a modelos de síntesis y armonía social, aunque se celebre a través de él la vitalidad de las culturas populares y la resistencia que ejercen respecto a las derivas de la racionalidad instrumental, una percepción positiva ligada, además, a la valoración de un conjunto de expertos que, según su formación y sus intereses específicos, se dice capaz de entender el alcance real de tales prácticas contrahegemónicas.

Las subculturas, en fin, podrían estar sólo pujando por una inversión del orden hegemónico, pero no cuestionando la lógica binaria sobre la que este se sostiene y reproduce.

Volviendo de nuevo a Rancière, la cuestión no es sólo reelaborar las identidades sino poner en crisis, visibilizar, la economía representacional que condiciona la construcción identitaria y reparte de antemano las formas adecuadas de hacer y de sentir.

¿Se puede entender el concepto de subcultura visual en el sentido crítico recién mencionado? No es lo más productivo renunciar de principio a un concepto que no ha sido todavía plenamente explorado y que parece, a pesar de todo, provocativo y prometedor. Las propias contradicciones e impasses del uso de la noción de subcultura por los Estudios Culturales pueden ser aleccionadoras para el análisis cultural. En este sentido, quisiera proponer la reorientación de este concepto en torno a la idea de “lengua menor”, tal y como es elaborada por Giles Deleuze y Félix Guattari (Deleuze y Guattari, 2006:101-111). “Lo menor” juega un papel central en la filosofía de ambos autores, para los que allí resuenan la existencia y las experiencias de todos aquellos excluidos por la hegemonía de lo mayor, el principio despótico de regulación y gestión de las vidas y de los signos. Lo menor dice el ámbito de las víctimas de la Historia, de los marginados, de los colonizados, de todos los que soportan la legislación férrea de lo dominante: la mujer bajo la ley falocéntrica, el extranjero excluido de la esfera pública, las culturas no ajustadas al patrón identitario triunfante, los silenciados por la ley del Edipo, los desviados de la saludable normalidad (Tudela, 2005: 62). Lo mayor rotura, en definitiva, el umbral de reconocimiento de lo que merece ser llamado humano, dictando lo que valen unas vidas, y relegando a otras al estado de naturaleza o, simplemente, al olvido.

 
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La concepción que ofrecen Deleuze y Guattari de lo mayor y lo menor es pertinente aquí porque dinamiza el dualismo al que tiende el juego de oposiciones con el que los Estudios Culturales explican las relaciones entre lo hegemónico y lo subalterno. En efecto, la lengua menor no hace referencia a una lengua distinta a la mayor a la que se opondría, sino a “otro” tratamiento de la lengua en relación con aquella. Mayor y menor no se explican entonces según alguna lógica cuantitativa y simétrica, sino en referencia a los usos, la pragmática, de la lengua, ejerciendo los de la menor una desterritorialización de la mayor. La lengua menor no se deja apropiar por la gramática, pues, como lengua descentrada, pertenece más bien al orden de las circunstancias, de las situaciones, del acontecimiento. La perspectiva hegemónica de la lengua descansaría sobre el orden de las constantes fonológicas, morfológicas y sintácticas que establecen las relaciones inamovibles entre los enunciados, los significantes y los sujetos constituyentes. En consecuencia, las derivaciones que la lengua sufre en la variedad de sus usos pragmáticos quedan relegadas a un margen, siempre apaciguado, referido al patrón representacional dominante.

Para Deleuze y Guattari, el enfoque pragmático trastoca esta lógica pues pone el peso sobre las variables de expresión que, externas a la lengua, accesibles sólo a través del uso, impiden la clausura de la lengua sobre sí misma, descodificándola, sacudiéndola en el interior de su propia homogeneidad gramatical. La lengua menor fluye entre los imperativos de estabilidad y continuidad en los que se reconoce la lengua mayor.

Esta interminable variación de la lengua puede denominarse estilo, pero entendido no como una creación individual (o grupal), sino como un dispositivo colectivo de enunciación que no deja de componer una lengua dentro de la lengua. Esta lengua dentro de la lengua es, propiamente, la lengua menor que descentra el proyecto de una unidad lingüística basada en extraer las constantes de la multplicidad pragmática y su valor de uso.

Por supuesto, este es también un proyecto político que se afirma y se legitima remitiéndose al prestigio que le ofrece la objetividad de la ciencia lingüística, por la que el poder puede hablar la lengua más razonable, más normalizada, más universal, frente a los turbios giros dialectales de las periferias locales, “étnicas”- sin que ello signifique que el “dialecto” despreciado no pueda, en un momento dado, pasar a formar parte de un programa de construcción identitaria que replicaría el orden dominante al que contestaba. Frente a ello, el aprendizaje del bilingüismo, o del multilingüismo, dentro de la propia lengua, esa lengua menor que pone en fuga a la mayor, que desestructura su centrada economía del sentido, que abate al esquema arborescente, estructural, de la lengua sobre la superficie intensiva del rizoma, sistema abierto, autoorganizado e ilegislable. Un autor menor es aquel que ha sabido asaltar su propia lengua, que ha logrado minorizar la lengua mayor dejándola en un estado de agitación, desencajada respecto de su centro, desplazándola hacia la variación continua.


 
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La literatura menor, como la de Kafka (Deleuze y Guattari, 2008), no es la que ofrece un idioma menor o minoritario, sino la que hace una minoría dentro de una lengua mayor – en el caso del escritor checo, el alemán en el contexto de la decadencia del imperio de los Habsburgo-, siendo capaz de introducir en ella un componente de desterritorialización, de extranjería, un aliento de colectividad política.

Desde este enfoque, apenas apuntado, puede sugerirse entonces la declinación de la noción de subcultura visual como una visualidad menor que trabaja y se mueve en el interior de la visualidad dominante. Y no se trata de hacer un simple paralelismo con la lingüística, ya que ha sido gracias precisamente al concepto de visualidad que hemos entendido cómo la visión se encuentra entrelazada con los discursos, los textos, las prácticas, el conocimiento, la política y el poder. El derecho a mirar que estudia Mirzoeff no ejercería una simple oposición simétrica al orden de la visualidad dominante y a su legislación de la mirada- hay que pensar con y contra la visualidad-, sería más bien la contestación a la alianza específica de la autoridad y la visión desde su mismo interior, desde sus propios puntos ciegos, elaborando formas de mirar y ser mirado, pragmáticas del ver, giradas en torno a la posibilidad de una mirada correspondida, relacional y compartida- y no inquisitiva, punitiva, o panóptica- que nos haga capaces de mirar juntos en otra dirección, hacia otras narrativas y formas de vida.

Kaja Silverman (Silverman, 1992 y 2009) ha orientado los procesos de construcción de la subjetividad dentro del campo visual para entender cómo los modos y las condiciones ya dados para abordar tales procesos se organizan en la “pantalla”, un término tomado de Lacan que esta pensadora redefine como “la imagen o el repertorio de imágenes generadas culturalmente, a través de las que los sujetos no sólo se constituyen, sino que se diferencian en relación a su clase, sexualidad, raza, edad y nacionalidad” (Silverman, 1992:135) [Traducción del autor]. En la pantalla se sedimenta lo que Silverman llama la “ficción dominante” (un término tomado de Rancière), es decir, lo que vale como realidad para una sociedad concreta, de modo que sea posible para el sujeto componer su identidad, tanto como la forma en la que percibe la alteridad. Sin embargo, existe, según reconoce el propio Lacan, un margen de agencia para el sujeto respecto al repertorio de imágenes apropiadas impuesto por la pantalla, pues es posible para él desidentifcarse en alguna medida de sus imperativos. Si el sujeto es capaz de desmarcarse de esta captura imaginaria, entonces puede dar a la pantalla otros usos, implicarla en otras formas de hacer no regladas. No es que se pueda configurar una nueva pantalla, advierte Silverman, sino que ese margen ofrece la posibilidad de contestar y modificar la pantalla ya dada, trastocando las imágenes normativas, convencionales ya existentes, a través de las que nos vemos y vemos a los otros.

 
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Manipular la pantalla y sus convenciones sería así una práctica de resistencia dentro del propio campo visual, en la medida en que queda abierto a la presencia visual de la diferencia, a la aparición de otras identidades, otras formas de visibilidad y visualización. Es en este tipo de prácticas donde pienso que mejor puede perfilarse la noción del derecho a mirar, articulado como visualidad menor, débil, si se quiere.

Aunque he venido refiriendo esta crisis de la visualidad al ámbito de los Estudios Visuales, no creo que esta sea realmente separable de la crisis de representación en la que se encuentran envueltas desde hace ya tiempo tanto las Humanidades, empezando aquí por la Historia del Arte y la Estética, y las Ciencias Sociales, incluida la Antropología, y, por supuesto, la Antropología Visual, esa subdisciplina implicada tanto en el estudio de los sistemas y prácticas visuales como en las metodologías y las formas de producción, (re)presentación y consumo del conocimiento cultural3. En realidad, la discusión sobre todas estas cuestiones es difícilmente imaginable fuera de un contexto interdisciplinar, siempre que este se entienda no como una mera acumulación de conocimientos, sino como una puesta en constelación de saberes en que unos y otros sean afectados en sus mismas premisas disciplinarias, en sus metodologías distintivas y en sus no siempre claros procesos de legitimación institucional.


¿Qué nos puede enseñar entonces la Antropología Visual de cosas como la visualidad menor o del derecho a mirar? Pienso, por ejemplo, en el interés de la Antropología Visual por el cine indígena, las apropiaciones locales de metodologías y producciones visuales o la recepción diversificada de los imaginarios culturales globales. Pero también, ¿Qué puede aprender esta subdisciplina de aquellos términos y de los debates generados a su alrededor? En la medida en que vivimos en un mundo en el que los media basados en la reproducción y la distribución de imágenes e imaginarios se expanden globalmente por todas partes y recorren todos los ámbitos de la vida, la subjetividad y la socialización, la Antropología Visual no es sólo una rama de la Antropología sino que pasa a formar parte ella misma del cada vez más complejo paisaje de la cultura visual contemporánea y de las economías de producción y recepción mediática. Este es un escenario de convergencia entre prácticas y discursos, pero también entre saberes que tienden a desplazar y enturbiar sus límites disciplinarios, resistiéndose a ser reubicados dentro de unas u otras áreas de especialización académica. 

Notas

1. Por su parte Paul Stoller señala, abogando por un “giro sensual” en el trabajo etnográfico, que “aunque los antropólogos, al igual que los pintores, ofrecen sus cuerpos al mundo, tendemos a dejar que sean nuestros sentidos los que penetren en el mundo de los otros, más que permitir que nuestros sentidos sean penetrados por el mundo del otro”. (Stoller, 1989: 39) [ Traducción del autor]

 
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2. Mirzoeff ha ido perfilando su crítica a la visualidad en artículos previos como “On visuality” (Mirzoeff, 2011b) y “The Right to Look” (Mirzoeff, 2006).
3. Un completo panorama de las relaciones entre la visualidad, los Estudios Visuales, la Historia del Arte, la Estética, la Antropología Visual y del Arte se encuentra en Westerman (Westerman, 2005).


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