¿Quién es el autor de esto? Fotografía y performance.
Rita Ferrer. Ediciones de La Hetera/ Ocho Libros. 2010.

¿Quién es el autor de esto?
Fotografía y performance

Rita Ferrer
Ediciones de La Hetera/ Ocho Libros
2010
Santiago

por
Mauricio Barría Jara
Dramaturgo, teórico teatral.

El reclamo de Rita

La relación entre fotografía y performance es lo que nos invita a pensar el presente libro: ¿Quién es el autor de esto? de la ensayista y periodista Rita Ferrer. A través de un dispositivo polifónico en el que se conjugan de forma satisfactoria voces textuales de diversas índoles: ensayos, entrevistas y fotografías, la autora propone un itinerario sinuoso, construido a partir de continuos giros y recovecos de lo que resulta algo que podríamos definir como una experiencia de deriva. El eje conductor del viaje es la  noción de autoría, que se problematizaría al tensionar el formato fotográfico con la idea de performance y performatividad.
   

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Sin embargo, lo que parece ser el eje orientador es, a mi juicio, más bien, una fachada pretextual para poner en obra un juego argumental, que de alguna forma, desplaza la tensión del objeto al soporte, es decir, a la manera en que se entiende convencionalmente una investigación de este tipo. Por momentos uno tiene la sensación de perderse; por momentos uno se pregunta por la atingencia de los materiales, por el propósito del libro. Esta pérdida de la orientación, pareciera contener, a manera de subtexto, una crítica a los formatos tradicionales en los que se emplaza la escritura sobre obras de arte por medio de una de exposición de sus procedimientos.  Aquí cobra importancia la deriva, a través de la cual se recupera eso que Benjamín define como la función del narrador: generar una experiencia. Entonces, investigación erudita y experiencia exhibida para que el lector reconstruya algo que estaría insinuado en la propia idea de performatividad. Consecuencia de esto, el libro termina por ser un dispositivo por el que Ferrer nos mostraría que el problema de la autoría tendría que ver más con una condición propia de la fotografía que con el carácter performativo que puede adquirir un registro determinado. En  este sentido, la pregunta resulta ser un detonador más que un eje articulador que activa las reflexiones de las distintas voces  para provocar el presente de una lectura. Así entendida, la lectura vuelve a ser una experiencia y no solo el trato de consumo de bienes simbólicos de una acumulación cientificista.

El libro, como hemos dicho, se despliega polifónicamente. La voz gravitante en este caso son el conjunto de entrevistas que constituyen un corpus disímil. En ellas la deriva adquiere fisonomías ambigüas. Algunas se instalan de lleno en el formato periodístico informativo cuyo objetivo es extraer, de sus entrevistados, información relevante con la que podemos por un lado, conocer las circunstancias en que se ha dado la fotografía en el Chile reciente y por otro,  vislumbrar elementos de una poética. Pero en otras ocasiones las entrevistas rompen con el esquema del interrogatorio y se transforman en conversaciones en las que la jerarquía sujeto objeto se disipan y aparece una verdadera narrativa. El caso ejemplar de esto, a mi modo de ver, lo constituye la entrevista que hace a Paz Errázuriz, en la que los personajes disputan ideas y posiciones en una lógica de intensidades que aproxima la lectura a la audición de un diálogo en vivo.

   

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BrantmayerXBrantmayer. 1979.

Luego están los artículos, en los que se deja ver la notable agudeza de su pluma. Se aprecia con claridad una línea programática que Ferrer ya había inaugurado en su publicación anterior Yo, fotografía (2002), una producción imprescindible hoy de la crítica fotográfica en nuestro país.  En el primer ensayo, “Plano americano”, la autora comenta el video de Paz Errázuriz  “El Sacrificio”, logrando desentrañar los dispositivos alegóricos que la obra podría contener.  El segundo artículo “Corrupto”,  que fue leído en el marco del Coloquio Arte y Política realizado en Arcis el 2004 y que por una razón que desconozco no fue incluido en la compilación que se hizo del evento el año 2005: aquí Ferrer logra poner de relieve la espesura de la obra fotográfica-performativa de Carlos Monte-de Oca “La mujer del curador” (2003) a través de un análisis acertado y preciso en el que devela el trasfondo político de la acción, para finalizar con un notable texto que sintetiza claramente la tesis del libro, en el cual expone cómo la performance problematizaría la autoría fotográfica (o más bien hace emerger el problema perteneciente a su misma condición) tomando como foco de análisis la fotografía de Javier Godoy “El Che de los Gays” (2004). Aunque el artículo ha sido pensado como una exposición autónoma, al instalarlo al final de la serie polifónica, produce una suerte de crítica en obra de las premisas del libro. Hay una especie de efecto performativo en esa crítica de la crítica al poner en evidencia sus propias decisiones ideológicas como investigadora (autora). Una apuesta interesante diría yo, que logra superar una mera estética de la crítica.

Finalmente tenemos el registro fotográfico, que a pesar de la pulcritud de su presentación, funciona más como documentación de la parte escrita, que como una voz independiente al interior del corpus total. Puede ser que no haya sido el objetivo que se planteó la investigadora, o que el costo de aquello haya excedido el presupuesto, pero por lo dicho anteriormente creo que habría sido deseable más fotografía.

Pero el asunto no termina aquí. Es imposible no referir la serie de interrogantes que suscitaron en mí la lectura del libro en relación con el binomio fotografía-performance que desearía compartir en esta presentación.

   

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Algo que llamaba permanentemente mi atención era cómo de tan diversas maneras los entrevistados respondían a la pregunta por el carácter artístico de la foto y cómo los preformistas respondían de forma tan tajante sobre el valor del registro. (En este sentido cabe hacer mención a la acertada selección de entrevistados que propone la autora y que abarca desde fotógrafas/os, fotógrafos de performance, performistas hasta performistas fotógrafos o activistas sociales).

Me llamaba la atención la insistencia en la noción de voluntad de obra que planteaba Ferrer y cómo la mayoría de los entrevistados aceptaba sin más. Este concepto me parece de complicada aplicación a la fotografía, particularmente si pensamos en fotografía que aquí se denomina documental. De alguna manera, en el acto de capturar el instante preñado, juega un cierto azar. Basta con recordar los vertiginosos relatos de Kena Lorenzini a propósito de cómo tomó la foto del  No + en el río Mapocho, o de Javier Godoy y la foto a Víctor Hugo Robles (el Che de los Gays). La historia de la foto queda íntimamente ligada a condiciones determinantes de peligro o de oportunidad.  Sin duda la técnica y la experiencia del fotógrafo juegan un rol importante, pero incluso en aquellas fotografías programáticas, que detrás de ellas se supone una idea, esta condición se mantiene, al menos, así lo dejan deslizar Jorge Brantmayer al describir su trabajo en “Las Cautivas” o Paz Errázuriz al narrar su experiencia con los boxeadores. En este caso el fotógrafo se expone a determinadas condiciones que modulan su cuerpo, lo estremecen, lo que de alguna manera, señala Errázuriz, queda en el registro.

Es esta suerte de condición azarosa de lo fotográfico la que le otorgaría un lugar en lo performativo y desde esta coincidencia discutiría la noción de autoría. Sin embargo, la presunción a lo largo del libro, pretendía acotar a la fotografía en un conjunto de exponentes profesionales, y a un repertorio de fotos que podríamos considerar logradas. Si la cuestión es el azar, difícilmente podríamos apelar sensu stricto a una voluntad de obra, pero si incluso aceptáramos esa hipótesis, la posibilidad de juzgar una buena foto radicaría solamente o en su técnica, o en la confabulación de sucesos que dieron lugar a la toma.

   

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Tránsito Suspendido. 1981. Carlos Altamirano.
Fotografía: Enrique Aracena. Archivo Revista Hoy.

Esto creo que es lo que podemos concluir de la lectura del libro de Rita Ferrer, cuánto influye en la foto las circunstancias para-fotográficas en las que se hace, circunstancias sociales, políticas o culturales: de alguna manera, la fotografía más allá de sus condiciones técnicas suceden y son co-construidas por el ojo que captura tanto como por el evento que llega a acontecer. En relación con esto me parece concluyente una afirmación que planteaba Altamirano respecto de que no hay buenas o malas fotos, sino que ello depende de un contexto, lo cual evidentemente plantea un problema al intentar valorar críticamente la calidad de una fotografía. Creo que es precisamente en este aspecto en el que coinciden plenamente la performance y la fotografía. Ambas son formatos que podríamos llamar umbrales, que suceden en tanto desajustan las lógicas de inscripción e institucionalización. Que son refractarias a las definiciones y en tanto tal son derivas.

Por lo mismo, la interrogante planteada a la fotografía se devuelve a las prácticas performativas. A pesar de lo sobregirado de la cuestión de si el registro es o no performance, o que la performance es la acción en cuanto suceder y no su registro, o que en el fondo toda forma artística no es más que su documentación, hay algo todavía que reclama atención. Tomemos como ejemplo las conocidas fotos que toma Hans Namuth a Jackson Pollock mientras pinta en su taller. La crónica en imágenes de Namuth otorga al procedimiento del dripping un carácter aurático que vendría a confirmar las acreditadas tesis de los formalistas norteamericanos. La foto en este caso sobrepasa su función de registro, para convertirse en un testigo privilegiado del acontecimiento, pero privilegiado, en este caso, dice también totalitario en tanto el documento fotográfico exhibe su omnipotencia visual que bien podría ser formulada en la expresión: una imagen vale más que mil palabras. Es decir, más verdadero que lo verdadero, la foto se coloca en vez del acontecimiento ocupando por completo su lugar; se constituye un simulacro de la acción: su representante, no su representación. Bajo tales presupuestos que apela al poder de visibilización total de la foto es que lo performativo queda reducido a objeto de transacción y circulación mercantil.

   

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Tal vez lo que entrampa en esta discusión algo bizantina, de que si esto es esto o lo otro, es una aclaración que propone Richard Schechner  entre lo que “es” performance, y lo que puede estudiarse como performance, y que tiene las características de aquello. Lo que en buen “español” denominaríamos lo “performativo”.

En definitiva todo puede ser estudiado como performance o todo puede ser estudiado como documento. El punto aquí es a que refiere esa dimensión de lo performativo, cual es la variable diferencial que lo aleja de lo documental, de lo textual u objetual. La performance es acción y en tanto tal es efímera, incalculable y fragmentaria. La performance cuestiona la representación al asumir el tiempo como una experiencia neta de duración. Como lo hizo notar Susan Sontag la performance al no poseer una matriz narrativa, es decir un cálculo sobre el tiempo de su exposición, establece una relación peculiar con el tiempo. Al desplegarse el tiempo fuera de la economía de un relato, lo que se produce es una impresión de extremo realismo que altera la construcción subjetiva del mundo. Esta misma condición de alteración de la representación puede ser mirada desde la idea de liminalidad estudiada por Víctor Turner en el ritual de paso, tiempo durante el cual el sujeto es suspendido de su identidad cultural, por lo que se constituye pura duración, solo transitoriedad. Así pues, si la performance es un dispositivo de alteración de la subjetividad o de suspensión de la representación, la fotografía performativa debiera ser aquella donde se altera su propia condición fotográfica, en cuanto asuma su cualidad de objeto inactivo, su confinamiento al encuadre y su pretensión de fijación del tiempo, modelo con el cual la modernidad pensó la noción de representación como la actividad interior de una subjetividad sin fisuras. Pensar la fotografía desde su límite, como umbral, implica alterar los procedimientos antes descritos o simplemente alterar el propósito de su gran misión, a saber, si la foto nació para cumplir el sueño de la pintura de hacer aparecer el mundo en su completa nitidez, entonces una foto llevada a su límite, más que querer hacer aparecer debe hacer desaparecer, debe alterar su poder de visibilización (que no es sino dominación sobre el mundo).  

   

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El Che de los gays. Marcha del orgullo gay/lésbico/homosexual. 2004. Fotografía: Javier Godoy.

Entonces vienen a mi mente los registros preformativos de Ana Mendieta de la serie Siluetas, en la que operacionaliza la noción de huella, produciendo eso que Peggy Phelan llamará representación sin reproducción. La maestría de Mendieta de aludir a la acción como lo que acaba de acontecer y al mismo tiempo tensionar la fotografía como algo que cuyo drama es tratar de seguir mostrando. También pienso en Hanna Wilcke y su trabajo sobre la retórica de la pose, quien llevó a la extenuación de sus posibilidades el procedimiento, al fotografiar el desarrollo de la enfermedad que la mutiló y posteriormente mató. La fotografía adquiere aquí interés por la serie vital de las imágenes, como una narración de experiencias tal cual suceden. La foto deja de evidenciar en cuanto banaliza toda posibilidad de representar el cuerpo enfermo. Finalmente pienso en los trabajos de Paz Errázuriz en los que cuestiona las políticas de la visibilidad, no solo en términos sociales, al fotografiar sujetos que se clasificarían como marginales o no-sujetos, sino por  que ese no-sujeto implica también un no-modelo o un no-modelable en la imagen. La lógica de la pose en este caso revienta de entrada, en el caso de los “Boxeadores” por su exceso de conciencia de espectáculo (narcisismo), en el caso de “Infarto del alma” por su falta radical de conciencia de espectáculo. En fin, hay en esas fotografías algo que se sustrae al dominio de lo visivo, una resistencia a ser disponible al ojo, algo que des-aparece en el aparecer de la imagen: una huella, señala Errázuriz, tal vez la huella de un estremecimiento. 

Quisiera agradecer muy sinceramente a Rita Ferrer la oportunidad de participar activamente en el lanzamiento de su libro, las reflexiones aquí planteadas son apenas preliminares de lo que pueden llegar a ser. No puedo terminar estas notas sin hacer alusión a la fotografía de la propia autora en la solapa del libro. Ese cigarro que intenta salir del marco (de) esa mirada punzante; como el cigarro que cuenta con la complicidad de un voyeur, un  cigarro prendido quema la fotografía. Es un reclamo de atención, una insistencia, una exigencia a no olvidar: la foto mira esa mirada reclama.

   

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