Las
fotografías de los grupos étnicos
que circularon por las capitales europeas
en aquella época reproducían
muchas veces las costumbres y actividades
que los propios agentes querían atribuir
a sus secuestrados, enfatizando en lo que
suponían y por lo general confirmaban
que el público europeo se iba a sentir
más atraído. Los kawésqar
fueron presentados como indígenas
terrestres y no canoeros, así como,
más tarde, 11 selk’nam serían
exhibidos como feroces caníbales,
siendo la tónica el estereotipo exótico
por lo general extemporáneo, tal
cual puede apreciarse en varias fotografías.
Mas se descubre también un interés
científico en las imágenes,
particularmente en las de los mapuche y
los kawésqar, algunos retratados
de frente y de perfil, interés que
señala el motivo principal del coleccionismo
de Bonaparte, confirmado por las demás
fotografías y dibujos que acopia
en sus álbumes, con nativos de lugares
tan diversos como Surinam, Siberia y Ceilán
(Sri Lanka). La sensibilización de
Báez y Mason a partir de estas imágenes
es semejante a la del príncipe antropólogo,
sobrino nieto de Napoleón Bonaparte,
en cuanto coinciden en su interés
por conocer la identidad de sus observados.
Las diferencias empiezan en el momento en
que Bonaparte adquiere, encarga o toma él
mismo las fotos como un modo de poseer a
sus retratados, frente al desaliento de
los autores, que, como nosotros, preferirían
que estos eventos nunca hubieran existido.
El amplio rango que va del ardid comercial
a la contribución científica,
recorrido con detalle por Báez y
Mason en su análisis de las exhibiciones
antropozoológicas del siglo XIX,
ofrece un instante de fascinación
combinada con horror, como suele ser el
descubrimiento de un crimen capital. Siguiendo
el texto de los autores podemos ingresar
al lado oscuro de los hechos, a su causa
más vil, para desde allí revisar
el medio centenar de fotografías
de nuestros coterráneos desplazados,
evocar los acontecimientos, y meditar al
respecto.
Mario Fonseca