Estos
items, serán lo que algunos autores califican como
momentos fuertes, emergentes, en los cuales toda
una serie de “profundidades socio-culturales”
hasta entonces elípticas, hacen acto de presencia.
Cabe pues, el hecho de encontrar, a la hora de hacer antropología,
ciertos paralelismos con la utilización de la imagen,
puesto que en realidad, se trata del mismo dispositivo
heurístico que, espera encontrar en la descripción
minuciosa de un ritual, la misma profundidad cultural
de la que hablaba, y que se supone, se intentaría
captar en la imagen. Y junto a esta percepción
concreta del momento etnográfico, y su tradicional
relación con la experiencia de campo (hay que recordar
que la cámara acompaño desde muy pronto
al etnógrafo al terreno), aparece otra que busca
captar casi la totalidad de la experiencia de campo, grabando
gran cantidad de metraje en busca de captar, en la cotidianeidad
del “otro”, rasgos de su carácter cultural,
de su genio, como será el caso de los
pioneros experimentos de Bateson y Mead en Bali. A estas
utilizaciones prácticas de la imagen en el transcurrir
de la experiencia de campo, hay que añadir sus
utilidades posteriores, contextuales en el proceso de
generar conocimiento antropológico elaborado, en
las cuales, más allá del obvio apoyo que
la imagen ha dado habitualmente al texto, también
hay que valorar su capacidad de rememorar, su capacidad
para regenerar una cierta memoria experiencial, del mismo
modo que pueden hacerlo, diarios de campo, ciertos tipos
de literatura de viaje, e incluso, porque no decirlo,
ciertas obras puramente literarias (Rabinow, 1992; Leiris,
1988; Chatwin, 1988; Lawrence, 1999; o Conrad, 2003). |
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Ahora
bien, si el valor etnográfico de la imagen parece
defendible con lo visto hasta ahora, su alcance se ve
reducido, si se aceptan concepciones, como la de Rabinow
(1992: 26), que adscriben el conocimiento etnográfico
al espacio de la experimentalidad, y mucho más
si hablamos de percepciones cercanas a la experiencialidad.
En cuanto al valor de la imagen a la hora de generar conocimiento
antropológico, sucede algo relativamente similar,
ya que, si bien, es cierto que el aumento de los ejercicios
de reflexividad sobre la experiencia etnográfica
en concreto, y sobre el proceso de constitución
del conocimiento antropológico en general (Ghasarian,
2002), han producido una interesante ampliación
y flexibilización de los horizontes de la disciplina,
aún están por negociar los límites
de estas nuevas perspectivas, sus espacios dentro de la
cartografía epistemológica general de la
disciplina. Por decirlo de otro modo, pese a que a
priori, la idea de que partiendo de una concepción
semiótica de la cultura (op. cit.), la imagen
es tan valida como cualquier otro código de representación
(Rabinow, 1991: 321-356), esto ha de ser relativizado,
nivelado, dado que seria caer en un error la pretensión
de poner a idénticos niveles imagen y palabra.
Tanto si atendemos a un primer nivel, lo que Clifford
(1999: 424) llama el habitus del trabajo de campo,
como si atendemos a niveles mucho más generales
de abstracción. Por más que muchos de los
argumentos constitutivos de una supuesta antropología
visual, entendida como una subdisciplina, se puedan amparar
en la validez de la multiplicidad de perspectivas, reduciendo
el saber antropológico y la experiencia de campo
al constructo (aquí confrontaría Garcia
Canclini, 1991: 58-64; con Rosaldo, 1993; y Jamard, 1999:
272-275); o a la pretensión objetivista de que
la imagen captura bocados de realidad. |
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